viernes, 27 de abril de 2018

BESTIARIO DE CIENCIA FICCIÓN - UNA NUEVA VISIÓN: LA HERIDA HOWARD FAST PARTE 2


Yo permanecí despierto la mitad de la noche hablando con Martha acerca de este asunto y tratando de colocar la cuestión dentro de un cierto marco moral. Pero lo único que pude conseguir fue la seguridad de que habría una bomba atómica menos con qué matar gente y destruir la vida en la Tierra y de que yo no podía discutir eso. Un día después estaba en el campo de la exploración, en Arizona.

El lugar estaba bien elegido. Desde todos los puntos de vista, aquello era el sueño de un buscador de petróleo, y supongo que era conocido desde hacía medio siglo, pues se veían restos de un centenar de instalaciones inútiles, metal y madera podrida hasta donde la vista alcanzaba, cobertizos abandonados, remolques dejados junto con esperanzas perdidas, testimonios todo ello de la confianza que brota eternamente en el pecho de un atolondrado buscador de petróleo.

Trueno s. A. era algo diferente, una gran instalación en mitad del hondo valle, un equipo de sondeo mayor y más completo que cualquiera de los que yo había visto, una pared para contener el petróleo en el caso de que brotase inmediatamente, un taller de maquinarias, un pequeño grupo electrógeno, por lo menos un centenar de vehículos de diversas clases y tal vez cincuenta casas rodantes. Bastaba con advertir la extensión y la vastedad de lo hecho allí en medio de aquellas tierras improductivas para sentirse atónito; y dejé que Max supiese lo que pensaba de su afirmación de que todo aquello se abandonaría si decía que la idea era descabellada. 

–Tal vez si... tal vez no. ¿Qué dices?
–Dame tiempo.
–Por supuesto, todo el tiempo que quieras.
Jamás se me había tratado con tanto respeto. Anduve rondando por allí y, en un Jeep, recorrí el terreno y más o menos en un sentido y otro subí las laderas y volví a bajarlas; pero por mucho que revisaba el lugar, que husmeaba y calculaba, lo mío no sería más que una acostumbrada conjetura. Me convencí también de que ellos no abandonarían el proyecto aunque yo me opusiera y dijese que iba a ser un fracaso. Creían en mí como una especie de rabdomante *, sobre todo si les decía que podían seguir adelante. Lo que en realidad buscaban era la corroboración por un experto de su propia fe. Y eso se advertía al solo ver que ya habían realizado una costosa perforación de veintidós mil pies, y que habían instalado todo aquel equipo. Si les decía que estaban equivocados disminuiría tal vez un poco su confianza, pero se recobrarían y encontrarían otro rabdomante.
* _ zahorí.
Cuando le hablé por teléfono a Martha se lo conté.
–¿Bueno qué piensas tú honestamente?
–Es comarca petrolera. Pero yo no soy el primero que hace esta observación brillante. La cuestión es si ello puede tomarse como indicio de que hay petróleo.
–¿Lo hay?
–No lo sé, no lo sabe nadie. Y delante de mis narices están agitando la esperanza de un millón de dólares.
–Yo no puedo ayudarte –dijo Martha–. Tienes que resolver tú solo este conflicto.
Claro que no podía ayudarme. Nadie podría haberme ayudado. El enigma estaba muy hondo, demasiado oculto. Sabemos cuál es el aspecto de la cara que la luna no nos enseña y sabemos algo acerca de Marte y de otros planetas, ¿pero qué hemos averiguado acerca de nosotros y del lugar en que vivimos?

Al día siguiente de que hablé con Martha. me reuní con Max y su directorio.
–Estoy de acuerdo –declaré–. El petróleo debe estar allí. Mi opinión es que ustedes tienen que continuar el plan y probar con la explosión.

Me hicieron preguntas durante más o menos una hora, pero cuando uno está representando el papel de rabdomante, las preguntas y las respuestas pasan a convertirse en una especie de ritual mágico. El hecho en sí es que ninguno había hecho detonar una bomba de ese poder a semejante profundidad, y hasta que se hiciese, nadie sabría lo que podía suceder.

Yo observé con gran interés los preparativos de la explosión. La bomba, con su revestimiento implosivo, fue hecha especialmente para esta tarea –rehecha, sería mejor expresarlo–, muy larga, casi siete metros, y muy delgada. Fue armada una vez que estuvo en la torre, y entonces la junta de directores, ingenieros, técnicos, periodistas, Max y yo nos retiramos al refugio y estación de control de hormigón, que había sido edificado a más de un kilómetro y medio del pozo. Un circuito cerrado de televisión nos comunicaba con la perforación; y aunque nadie esperaba que la explosión hiciese otra cosa que quebrar la Tierra en la superficie, la Comisión de Energía Atómica especificó las precauciones que debimos adoptar.

Permanecimos en el refugio durante cinco horas mientras la bomba hacía su largo descenso, hasta que por fin nuestros instrumentos nos dijeron que estaba apoyada en el fondo de la perforación. Realizamos entonces una sencilla cuenta regresiva y el presidente del directorio oprimió el botón rojo. Los botones rojos y blancos son la gloria del hombre. Apriétese un botón blanco y una campanilla suena o se enciende una luz eléctrica; apriétese. un botón rojo y la fuerza infernal del sol entra en actividad, esta vez a cinco millas por debajo de la superficie terrestre.

Tal vez fuese esta parte y este lugar de la superficie terrestre; tal vez no hubiese ningún otro lugar donde esto mismo exactamente hubiese ocurrido. Tal vez la falla que desviaba el petróleo estuviese a mayor profundidad de lo que habíamos imaginado. La realidad no se conocerá jamás; nosotros sólo vimos lo que vimos. observándolo a través del circuito cerrado de televisión. Vimos que la Tierra se dilataba. La dilatación aumentaba, como una burbuja –una burbuja de alrededor de doscientos metros de diámetro–, y entonces la superficie de la burbuja se disipó en una columna de polvo o de humo que se elevó tal vez a quinientos pies del fondo del valle, permaneció allí un momento con el sol amenazante detrás de ella, tal como la misma columna de fuego del Monte Sinaí, y finalmente se elevó íntegra y se deshizo repentinamente en el viento. Hasta en nuestro refugio oímos el retumbar ensordecedor, y, al quedar despejada la superficie del enorme orificio que el polvo había abandonado, una columna de petróleo que quizá tuviese treinta y cinco metros de diámetro se elevó borboteando.

¿Pero sería petróleo?
En el instante en que lo vimos, los que estábamos juntos en aquel lugar lanzamos tremendos gritos de entusiasmo, pero de pronto las exclamaciones se interrumpieron por obra y gracia de su propio eco. Nuestro sistema de circuito cerrado de televisión era en colores, y la columna de petróleo tenía un color rojo vivo.

–¡Petróleo rojo! –murmuró uno.
Siguió el silencio.
–¿Cuando podremos salir –preguntó otro.
–Dentro de diez minutos.

El polvo seguía en la altura y se alejaba en dirección contraria; y durante diez minutos seguimos de pie observando la burbuja de brillante petróleo rojo que salía del orificio y que formaba un gran estanque dentro de las paredes de contención, llenando el espacio disponible con rapidez sorprendente y rebasándolo, pues la erupción debió ser de cien mil galones por segundo o tal vez más, y luego, fuera de las paredes y en una masa que se extendía por todo el valle, su nivel subió tan rápidamente que desde la altura en que nosotros nos encontrábamos vimos que quedaríamos aislados por completo de la instalación. En este momento ya no esperamos, sino que nos arriesgamos a sufrir las consecuencias de la radiación y echamos a correr por la colina del desierto hacia la perforación, las casas rodantes y los camiones, pero no con rapidez suficiente. En el borde de un gran lago de petróleo rojo tuvimos que detenernos.

–No es petróleo rojo –dijo alguien.
–¡Maldición, no es petróleo!
–¿Qué saben ustedes? ¡Es petróleo!

Estábamos retrocediendo al tiempo en que aquella masa líquida se extendía y subía y cubría los camiones y las casas, y llegaba a una depresión del valle y pasaba por ella descendiendo al desierto, y se internaba en las sombras que proyectaban las grandes rocas, lanzando reflejos rojos a la luz del sol poniente, y más tarde reflejos negros en la oscuridad.
Alguien tocó el líquido viscoso y se llevó la mano a la boca.
–¡Es sangre!
Max estaba a mi lado y dijo:
–Está loco.
Algún otro dijo también que era sangre.
Yo metí un dedo en el líquido rojo y lo llevé a mi nariz. Era cálido, casi muy caliente, y no cabía error alguno en cuanto al olor de la sangre caliente y fresca. Tomé el gusto con la punta de la lengua.
–¿Qué es? –me dijo en voz baja Max.
Los demás se congregaron en torno, silenciosos, con el sol rojo poniéndose del otro lado del lago rojo y el rojo reflejado en nuestras facciones, destellando en nuestros ojos.
–¡Dios Santo! ¿Qué es? –inquirió Max.
–Es sangre –contesté.
–¿De dónde?
Todos guardamos silencio.

Pasamos la noche en un lado del montecillo en el cual se había edificado el refugio, y por la mañana, hasta donde nuestra vista alcanzaba, estábamos rodeados por un mar de sangre roja caliente y humeante, cuyo olor era tan penetrante y denso que todos nos sentíamos asqueados; y todos vomitamos unas seis veces antes de que viniesen helicópteros a rescatarnos.

Al día siguiente de mi regreso a casa, Martha y yo estábamos sentados en la sala de estar, ella con un libro en las manos y yo con el diario, en el cual había leído sobre los intentos para contener la afluencia de líquido, y que ni siquiera con trajes de buzo podían descender al lugar de donde surgía; Martha levantó la vista de su libro para decirme:

–¿Recuerdas aquello que se contaba de una madre?
–¿Qué?
–Algo muy antiguo. Creo que oí decir una vez que databa de tiempo inmemorial, o tal vez fuese una fábula griega, o algo similar, pero de todas maneras, la madre tenía un hijo que era el deleite de su corazón y todo cuanto puede ser un hijo, para una madre y de pronto el hijo se enamoró de una mujer bella y perversa y cayó bajo su hechizo; una mujer perversa y muy bella. Y él deseó complacerla, oh, lo hizo realmente, y le dijo: "Lo que desees, te lo traeré..."
–Lo cual es como no decir nada a una mujer, pero de cualquier manera... –intervine yo.
–No voy a discutirte eso –dijo suavemente Martha–. porque cuando él se lo dijo, ella contestó que lo que deseaba más que nada en el mundo era el corazón viviente de su madre, arrancado de su pecho. ¿Y qué supondrás que hizo este indigno y homicida idiota, sino correr a su hogar, donde estaba la madre, y con un cuchillo abrirle el pecho y arrancarle el corazón viviente de su cuerpo...?
–No me gusta tu cuento.
–...y con el corazón en la mano, corrió veloz y alegremente a juntarse con la mujer amada. Pero en el Camino, atravesando el bosque, se le enredó un dedo del pie en una raíz, vaciló y cayó cuan largo era, y de resultas del golpe el corazón de la madre se le escapó de la mano. Al levantarse y acercarse al corazón, éste le dijo: “¿Te lastimaste al caer, hijo mío?"
–Un relato encantador. ¿Pero qué es lo que demuestra?
–Supongo que nada. ¿Cesará en algún momento esta sangría? ¿Cerrarán la herida?
–No lo creo.
–¿Entonces tu madre seguirá sangrando hasta que su vida se extinga?
–¿Mi madre?
–Sí.
–¡Oh!
–Mi madre –dijo Martha–. ¿Sangrará hasta morir?
–Supongo que sí.
–¿Eso es lo único que sabes decir, que supones que sí?
–¿Qué otra cosa?
–Supongamos que les hubieses dicho que no siguieran con su idea.
–Martha, eso me lo pediste veinte veces. Ya te dije. Hubiesen buscado otro rabdomante.
–¿Y otro? ¿Y otro?
–Sí.
–¿Por qué? –dijo ella gritando. ¿Por amor de Dios, por qué?
–No lo sé.
–Pero ustedes, hombres despreciables, saben todo lo demás.
–Casi lo único que sabemos es matar. Eso no es todo lo demás. Nunca hemos aprendido a dar vida a nada.
–Y ahora es demasiado tarde –dijo Martha.
–Sí, es demasiado tarde –aprobé, y volví a la lectura de mi diario.
Pero Martha siguió sencillamente allí sentada, con el libro abierto en su regazo, contemplándome: y luego, después de un rato, cerró el libro y subió a acostarse.
FIN

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