viernes, 14 de febrero de 2014

VENENO, KATHERINE MANSFIELD


Poison
Copyright  © by Katherine Mansfield. Reprinted by permission of The Society of Authors, London, representatives of the Estate of Katherine Mansfield,
 Los derechos de la imagen le corresponden a su respectivo autor@
Traducción de
Irene Peypoch

El correo tardaba mucho. Cuando volvimos de nuestro paseo después del desayuno, aún no había llegado.
—Pas encoré, madame —cantó Annette, escabulléndose de nuevo hacia la cocina.
Llevamos nuestros paquetes al comedor. La mesa estaba puesta. Como siempre, la vista de la mesa arreglada para dos, dos personas solas, tan acabada, tan perfecta, que no dejaba lugar para un tercero, me producía un extraño y rápido estremecimiento, como si hubiese sido golpeado por aquel resplandor plateado que vibraba sobre el mantel blanco, las copas brillantes y el tazón poco profundo lleno de flores amarillas.
—¡Dichoso cartero! ¿Qué puede haberle ocurrido? —exclamó Beatrice—. Deja estas cosas por ahí, querido.
—¿Dónde las quieres?
Levantó la cabeza y sonriéndome con su modo suave y burlón, dijo:
—Bobo... en cualquier sitio.
Pero sabía perfectamente que tal lugar no existía para ella, y habría preferido quedarme durante meses sosteniendo la botella de licor y los pasteles, antes que arriesgarme a producir el más ligero sobresalto a su exquisito sentido del orden.
—Dámelos, yo los guardaré. —Los dejó caer sobre la mesa, junto con sus guantes largos y una canasta de higos—. «La Mesa del Desayuno», historia corta por... por... —me asió por el brazo—. Salgamos a la terraza... —la sentí estremecerse—, ça sent —dijo tenuemente—, de la cuisine...
Me había dado cuenta últimamente, hacía dos meses que vivíamos en el sur, que cuando quería hablar de comida, del clima o sencillamente de su amor por mí, siempre empleaba el francés.
Nos sentamos en la balaustrada, bajo la marquesina. Beatrice estaba inclinada, mirando a lo lejos..., hacia la carretera blanca con su defensa de cactus espinosos. La belleza de su oreja, tan sólo su oreja, tan maravillosa que habría podido dejar de mirarla y gritar hacia toda aquella extensión de mar centelleante que teníamos debajo:
«Saben..., su oreja... Tiene unas orejas que son simplemente lo más,..»
Iba vestida de blanco, perlas blancas alrededor de su garganta y lirios del valle prendidos en el cinturón. En el tercer dedo de la mano izquierda lucía un anillo con una perla... No llevaba anillo nupcial.
—¿Por qué llevarlo, mon ami? ¿Para qué fingir? ¿A quién crees que le importe?
Y claro está, estuve de acuerdo, aunque en mí interior, en lo mas profundo de mi corazón, habría dado mi alma para poder estar a su lado en una gran, si, gran iglesia de moda, atestada de gente, con un cura viejo y La Voz que alentó en el Paraíso, con ramos de laurel y olor a incienso, sabiendo que había una alfombra roja y papelillos de colores en el exterior, y en algún sitio, un pastel de boda, champaña y un zapato-de raso atado a la parte trasera del coche... si hubiese podido deslizar nuestro anillo de bodas en su dedo..,.
«Oh, Dios,,. Qué felicidad torturante..., qué angustia...»
Miré hacia la casa, hacia la ventana de nuestra habitación tan misteriosamente oculta tras las persianas verdes. ¿Era posible que llegase moviéndose a través de la luz verde, sonriendo con aquella sonrisa secreta, la lánguida y brillante sonrisa que era sólo para mí? Puso su brazo alrededor de mi cuello; con la otra mano, suave, terriblemente., me echó el cabello hacia atrás,
«¿Quién eres? ¿Quien era ella? Era…  la Mujer.»
La primera tarde tibia de primavera, cuando las luces brillaron como perlas a través del perfume de las liras y de voces que murmuraban en los jardines florecientes, fue cuando cantó en la casa alta con las cortinas de tul. Como quien marchaba bajo la luz de la luna a través de la ciudad desconocida, suya era la sombra que surgió a través del oro tembloroso de los postigos. Cuando se encendió la lámpara en la quietud recién nacida, sus pasos cruzaron tu puerta. Y miró hacia fuera, hacia el crepúsculo de otoño, pálida en sus pieles, mientras el coche se deslizaba...
El caso es que para no alargarme demasiado, en aquel momento yo tenía veinticuatro años. Y cuando se recostó en su asiento, con las perlas resbalando bajo la barbilla, y suspiró: «Tengo sed, querido. Donne-moi un orange», alegremente, con gusto, habría sacado una naranja de las fauces de un cocodrilo-,» si los cocodrilos comieran naranjas»
Beatrice canto:
«Tuve  yo dos pequeñas  alas
y donde un pajarilla alado...»
La cogí de la mano.
—¿No  te  irás  volando?
—No muy lejos; a lo sumo al final de la carretera.
—¿Y por qué allí?
—«El no llega, dijo ella...» —citó.
—¿Quién? ¿El viejo cartero? Pero si no estás esperando ninguna carta,
—No, pero es igualmente molesto,,. ¡Ah! —-De pronto se echó a reír y se me acercó—. Mírale, allí viene… Parece un escarabajo azul»
Juntamos nuestras mejillas y observamos como el escarabajo azul empezaba a subir la cuesta. —Querido —susurró Beatrice.
Y  la palabra pareció quedarse en el aire, vibrando como la nota de un violín,
—¿Qué hay?
—No lo sé —rió suavemente—. Una oleada...  una oleada  de  afecto, supongo. La rodeé con el brazo. —¿Entonces  no  te  irás  volando? Contestó rápida y suavemente:
—¡No, no! Por nada del mundo. De verdad… me gusta este lugar. Me encanta estar aquí. Me parece que podría quedarme durante años. Nunca había sido tan feliz como en estos dos últimos meses, y tú, querido, has sido tan perfecto para mí, en todos los sentidos.
Era tan hermoso, tan extraordinario y sin precedente oírla hablar de aquel modo, que procuré no darle importancia.
—¡Por favor! Parece que te estés despidiendo.
—Tonterías, tonterías. ¡Estas cosas no las digas ni en broma! —deslizó su pequeña mano bajo mi chaqueta blanca y asió mi hombro—. Has sido feliz aquí, ¿verdad?
—¿Feliz? ¿Feliz? Oh, Dios, si supieras lo que siento en este momento. ¿Feliz? ¡Mi tesoro!  ¡Mi alegría!
Solté la balaustrada y la abracé, levantándola en mis brazos. Y mientras la mantenía en alto, hundí mi cara en su seno, diciéndole:
—¿Eres mía?
Y   por primera vez en todos aquellos desesperados meses en que la conocí, aun contando el último mes de...   seguramente…   Cielos,   creí  en  ella   cuando  me contestó:
—Sí,   soy  tuya.
El ruido de la verja y los pasos del cartero sobre la grava nos separaron. Me sentía como mareado. Permanecí allí sonriendo, y por lo que me pareció, bastante estúpidamente. Beatrice se acercó a las sillas de junco,
—¿Vas a ver… a ver si hay cartas? —preguntó.
Me incorporé, casi tambaleándome, Pero era demasiado tarde, Annette llegaba corriendo.
Pas de lettres —dijo.
Mi sonrisa atolondrada cuando me tendía los diarios, debió haberla sorprendido. Estaba loco de felicidad. Lancé los periódicos al aire y cantes
—¡No hay cartas, querida!
Al reunirme con ella, la mujer amada estaba tendida en una tumbona.
Por un momento, no contestó. Después dijo lentamente, mientras rasgaba la envoltura del periódico:
—Los que olvidan el mundo son olvidados por él.
Hay ocasiones en que la única cosa posible es encender un cigarrillo. Es más que un aliado, un pequeño amigo, leal y secreto que lo sabe todo y lo comprende todo perfectamente. Mientras fumas, lo miras, sonriente o serio, según lo pide la ocasión. Inhalas profundamente y expeles el humo en un lento abanico. Aquel era uno de esos momentos. Fui hacia la magnolia y aspiré su perfume. Después volví a su lado y me recosté contra su hombro. Entonces tiró con rapidez el periódico al suelo.
—No dice nada —afirmó ella—. Nada. Hay únicamente un juicio por envenenamiento. Si un hombre mató o no a su esposa. Y por ello veinte mil personas se han sentado diariamente en el tribunal y dos millones de palabras han sido radiadas a todo el mundo después de cada sesión,
—Estúpido mundo —repuse yo, dejándome caer en otra silla.
Quería olvidar el periódico, volver, claro está que paulatinamente, al instante que precedió a la llegada del cartero. Pero cuando habló, supe por su voz que el momento había pasado. No importaba. Me gustaba esperar, quinientos años si era necesario, ahora que lo sabía.
—No tan estúpido —dijo Beatrice—. Después de todo, por parte de esas veinte mil personas, no es sólo mórbida curiosidad.
—¿Qué es, entonces, querida? —el cielo sabía que no me importaba.
—¡Culpabilidad! —gritó—. ¡Culpabilidad! ¿No te das cuenta? Están fascinados como la gente enferma se deja fascinar por pequeñas noticias sobre su propio caso. El hombre del banquillo puede ser inocente, pero la mayoría de las personas que asiste al juicio, son envenenadores. ¿No se te ha ocurrido pensar —estaba pálida por la excitación— en la cantidad de envenenadores que andan sueltos? En los matrimonios, la excepción la forman los que no tratan de envenenarse el uno al otro. Los matrimonios y los amantes. ¡Oh! —gritó—. El número de tazas de té, vasos de vino, tazas de café que están contaminadas. Las que me han dado a mí y he bebido, sabiéndolo o sin saberlo..., arriesgándome a ello. La única razón por la que muchas parejas —se rió— sobreviven, es porque uno teme darle al otro la dosis fatal. Para esa dosis se necesita empuje. Pero está destinada a llegar más pronto o más tarde. Una vez se ha dado la primera pequeña dosis, ya no hay modo de volverse atrás. Es el principio del fin, desde luego... ¿No estás de acuerdo? ¿Comprendes lo que quiero decir?
No esperó a que le contestase, se quitó los lirios del valle y se recostó pasándoselos ante los ojos.
—Mis dos maridos me envenenaron —dijo Beatrice. —El primero me dio una fuerte dosis casi inmediatamente, pero el segundo fue un verdadero artista. Sólo unas gotas, una y otra vez, bien disimuladas.., ¡Oh, tan bien disimuladas!... Hasta que una mañana desperté y en todo mi cuerpo, hasta la punta de los dedos, había un matiz especial. Llegué a tiempo…
Oírle mencionar a sus maridos con tanta calma, especialmente en aquel momento, era doloroso. No pude soportarlo. Me disponía a hablar cuando de pronto ella gritó lúgubremente:
—¿Por qué? ¿Por qué tenía que pasarme a mí? ¿Qué he hecho? ¿Por qué toda mi vida ha sido marcada? Es una conspiración.
Traté de explicarle que ella era demasiado perfecta para aquel mundo horrible…, demasiado exquisita, demasiado fina. Asustaba a la gente. Bromeé,
—Pero... yo no he tratado de envenenarte,
Beatrice rió tenuemente de un modo extraño y mordisqueó el tallo de un lirio.
—¡Tú! —exclamó—. ¡Si no eres capaz de hacerle daño a una mosca!
Curioso. Aquello me hizo daño. Mucho daño.
En aquel momento llegó Annette con nuestros apéritifs. Beatrice se sentó, tomó una copa de la bandeja y me la tendió. Vi el brillo de la perla en lo que yo llamaba su dedo perlado. ¿Por qué me había sentido herido por sus palabras?
—¿Y tú no has envenenado a nadie? —pregunté, tomando la copa.
Aquello me dio una idea y traté de explicársela.
—Tú... tú haces lo contrario. Cómo llamarías a alguien como tú, que en vez de envenenar a las personas, las llenas a todas, al cartero, a nuestro chófer, al barquero, a la florista, a mí... de una nueva vida, con algo que irradia, tu belleza, tu...
Sonrió soñadoramente y soñadoramente me miró,
—¿En qué estás pensando, mi delicioso amor?
—Me preguntaba —dijo— si después de comer te importaría ir al pueblo y pedir el correo de la tarde. ¿Podrás hacerlo, querido? No es que espere ninguna carta, pero... pensé que quizá... sería tonto no tenerlas si están allí. ¿No te parece? Sería absurdo esperar hasta mañana.
Dio la vuelta entre sus dedos al pie de su copa…  Inclinaba la hermosa cabeza.  Levanté mi copa y bebí bastante…  Sorbía lenta, deliberadamente, mirando la cabeza oscura y pensando en… carteros, escarabajos azules y adioses que no son adioses y…
¡Dios mío!  ¿No era aquello sorprendente?  No, no era sorprendente.  La bebida tenía un sabor estremecedor, amargo, curioso.

martes, 11 de febrero de 2014

ENCUENTRA A TU PAREJA - Darrel BRISTOW-BOVEY


DEL LIBRO "YO ME HE LLEVADO TU QUESO
El libro de auto-ayuda para los que no quieren ayudarse

... el amor, por ejemplo. O esa sensación de calorcito y picor que llamamos amor delante de nuestras parejas. Todo el mundo busca amor, o como mínimo algo que alivie esa comezón. Tal como dice la canción, el amor es una cosa maravillosa.
(No como el whisky, que es una maravilla de cosa. De todos modos el amor es mejor que el whisky porque... en, un momento, lo había anotado en algún sitio... Ah, sí... porque con el whisky a veces puedes quedarte sin hielo, y entonces tienes que ir a pedírselo al vecino. Tam-bién ocurre a menudo que, mientras disfrutas de tu copa, te olvidas de qué hora es porque pierdes la noción del tiempo, así que sin querer lo despiertas y entonces el tío te grita y te re-cuerda que le devuelvas el suplemento dominical que le robaste del buzón el otro día y al final tú le contestas que le vas a quemar la casa -porque el whisky siempre te envalentona- y, sin saber cómo, la situación se descontrola. El amor no provoca nada semejante. Bueno, quizás algo semejante, pero casi nunca acabas a gritos con el vecino, a no ser que estés haciendo el amor de forma demasiado entusiasta mientras él está tratando de ver el concurso de Miss Universo por la tele.)
A lo que íbamos: el amor es bueno. Todo el mundo habla bien del tema, especialmente Sha-kespeare, a quien al parecer le gustaba bastante. Según él, el amor es una roja, roja, rosa. O quizás eso lo escribió otro, no estoy seguro. Sea como fuere, está claro que el amor puede ser muy beneficioso, ya que él nos mueve a rechazar esa última copa antes de conducir, nos obliga a lavarnos los dientes antes de acostarnos, o nos disuade de hacer el payaso en las cenas del trabajo.
Además, según los expertos, el sentimiento amoroso ayuda a reducir el nivel de colesterol.
(Según mi experiencia, ello se debe a que mis seres queridos no me dejan desayunar huevos fritos con tocino pero, bueno, si lo dicen los expertos ... )
No se puede negar que el amor también tiene efectos perjudiciales, puesto que ha inspirado muchos de los discos de Céline Dion y la mayoría de las declaraciones de Michael Jackson, y es responsable de la existencia de los abogados especializados en divorcios, de las tartas de bodas de seis pisos y del día de San Valentín. Pero no nos detengamos en lo negativo.
Lo más difícil del amor es encontrar a alguien que te deje darle un revolcón y susurrarle tonte-rías al oído. Éste ha sido el problema de los seres humanos durante siglos. Para las mujeres siempre ha sido difícil, ya que a lo largo de la historia han tenido que gritar socorro en torreo-nes medievales, pasar miedo en cuevas de dragones o desnudarse en tugurios de mala muerte a la espera de que los rescatara un caballero andante o un acaudalado ejecutivo japonés. Sin embargo, también resulta complicado para los hombres, sobre todo para los que -como yo y seguramente como vosotros- no somos caballeros andantes ni acaudalados ejecutivos japoneses.
(Confieso que este capítulo está dedicado en su mayor parte a todos los hombres del mundo, aunque las mujeres también podéis leerlo. Si no lo hacéis, es decir si os lo saltáis y pasáis a la siguiente sección, acabaréis el libro antes que vuestra pareja que, con un poco de suerte, en estos momentos está acostado a vuestro lado leyendo su propio ejemplar. Este libro ha sido diseñado cuidadosamente para ser terminado simultáneamente -ya que me parece mas íntimo-, pero si os empeñáis en seguir la ruta independiente, os ruego tan sólo que no le estropeéis al pobre hombre la sorpresa final.)
En lo que respecta al tema de buscar pareja, las recomendaciones han sido muchas y muy variadas a lo largo de la historia.
- Consíguete un buen garrote, unas pieles como Dios manda y vete de una vez por todas de la cueva de tus padres -le dijeron al hombre australopiteco.
-Consíguete un feudo y una aldea llena de leales vasallos con cuyas novias puedas acostarte en su noche de bodas -le dijeron al hombre medieval. (Por cierto, siempre he soñado, con una loción para después del afeitado que se llame Droit de Seigneur [«Derecho de Pernada», pero no lo divulgues]. ¿Por qué no se ha fabricado aún».)
-Consíguete un trabajo, un coche y un traje azul marino -le dijeron al hombre de los años cin-cuenta.
-Consíguete una melena y unas drogas -le dijeron al hombre de los años sesenta. (De hecho, lo de las drogas vale para cualquier época desde entonces hasta el presente.)
-Consíguete un poco de ritmo en el cuerpo, unos collares llamativos, una barba y patillas, y una camisa de un tejido sintético altamente inflamable -le dijeron al hombre de los setenta-. Ah, y no te olvides de las drogas.
-Consíguete un fax, un teléfono inalámbrico, una suscripción al gimnasio, un trabajo que re-sulte imposible de explicar, un coche por encima de tus posibilidades y, por supuesto, las dro-gas de rigor -le dijeron al hombre de los ochenta. (Lo del «coche por encima de tus posibili-dades» también sirve desde entonces hasta el presente.)
-Consíguete una suscripción a una revista femenina, tu propio reflexólogo, un profesor parti-cular de gimnasia, una gama de cosméticos para hombres, un trabajo con el que te sientas realizado, una afición para dar rienda suelta a tu creatividad, un móvil que no debas contestar si no te apetece, la capacidad de cocinar al menos tres platos que no sean tostadas o huevos fritos, un corte de pelo perfecto y un camello que haga entregas a domicilio -le dijeron al hom-bre de los noventa.
Habréis observado que la lista de requisitos se ha ido incrementando con el paso de los años. Y eso no se debe a que las mujeres se hayan vuelto mucho más exigentes, ya que si os fijáis en los tipos impresentables y repugnantes que se ven del brazo de chicas despampanantes, compartiréis mi sospecha de que las mujeres apenas les piden nada a esos hombres que seleccionan de manera inexplicable. No, la lista de demandas ha aumentado porque ésas son las exigencias que nos estamos haciendo nosotros mismos. Increíble, pero cierto.
Fuimos nosotros los que empezamos a decir: «Sí, cariño, tienes razón. Es verdad que somos seres simples y superficiales. Es cierto que tenemos que añadir color a nuestro vestuario y profundidad a nuestra vida para poder así adorar a la diosa que hay en ti. ¡Mírame: cocino pla-tos que incluyen la palabra "balsámico" en su nombre, y al mismo tiempo gano un buen suel-
do, e incluso voy al gimnasio para no tener barriga!. ¡Compruébalo, si hasta puedo explicarte lo que es el feng-shui, e incluso pronunciarlo correctamente (creo)!. ¡Ámame: ¿no ves que hasta puedo opinar sobre decoración?!. Por favor, ¿me prestas Conversaciones con Dios cuando termines de leerlo?.»
Y las mujeres pensaron: «Por Dios.». Porque no imaginaban que nosotros nos tragáramos esas pamplinas. Ni siquiera ellas mismas las creen. Sin embargo, ante tal oferta de desarme unilateral, no dudaron y respondieron al unísono: «¡Perfecto!.»
De no haber contestado eso, habrían sido tontas. Y desde luego, las mujeres pueden ser mu-chas cosas, pero no tontas. Es como si los rusos hubieran llamado a Reagan en los años ochenta y le hubiesen dicho: «Camarada, lo hemos pensado mejor y hemos decidido que mantener estas armas y misiles nucleares representa demasiado esfuerzo, así que vamos a desmantelarlas y tirarlas al mar. A no ser que vosotros las queráis. ¿Os va bien que os las enviemos por correo?. Así podréis añadirlas a vuestro arsenal. Incluso pagaremos el franqueo. Ah, y de paso, también dejaremos de beber vodka. ¿Qué os parece?.»
Resulta improbable que Reagan respondiera: «No, tranquis. Echaría de menos el tener otra superpotencia por aquí. Además, hay muchas partes de nuestra relación que no hemos explo-rado. Hace tiempo que queríamos probar la guerra biológica.»
O sea, que no es de extrañar que ellas aceptaran nuestra oferta, pero el resultado ha sido fatal para nosotros. Porque, ¡sorpresa!., LA COSA NO FUNCIONA. O al menos no para los hombres. Mejorar es demasiado esfuerzo, sobre todo cuando cada cromosoma Y te está recordando: «¡Esto no es una mejora!. ¡Eras (un hombre) mejor cuando usabas aceite de oliva en aerosol!. ¡Eras (un hombre) muchísimo mejor cuando creías que el sushi era un dibujo animado japonés!.»
Representa demasiado esfuerzo, y para colmo suele salirte mal, con lo que acabas sintiéndote fracasado y tu vida sexual se resiente. Y aunque te salga bien, las recompensas apenas valen la pena. Los hombres nos deprimimos y nos sentimos poco hombres y acabamos sublimando nuestros deseos haciendo otras cosas que acaban siendo menos atractivas aún. Por ejemplo, en vez de pasarnos el domingo viendo fútbol, nos lo pasamos viendo carreras de Fórmula 1 y fingiendo que nos interesan.
En vez de admitir: «No quiero hablar de nuestra relación», decimos: «Me encantaría hablar de nuestra relación, pero según mis biorritmos en estos momentos estoy en una fase muy emotiva y no quisiera estropear este instante tan positivo con una rabieta que me lleve a salir dando un portazo y, quién sabe, tal vez acabar en un bar viendo striptease y bebiendo como un cosaco.»
Y las mujeres tampoco están satisfechas. ¿Por qué?. Pues porque, por alguna extraña razón, a las mujeres les gustan los hombres. Durante siglos les hemos gustado tal como somos. No, yo tampoco lo entiendo. Es uno de esos misterios de la vida, como el funcionamiento del mando a distancia o el hecho de que los semáforos cambien todos al mismo tiempo: hay que aceptarlos como un acto de fe. Si nos paramos a cuestionarlos se produce el caos. Y eso es exactamente lo que hemos hecho: cuestionarlos, intentar mejorar. (Lo cual me devuelve a mi tesis: no intentéis mejorar. ¡No vale la pena!.)
Ahora que no sabemos los hombres que las mujeres habran aprendido a amar con resentimiento y a resentir con amor, ellas se encuentran tan confusas y apáticas como nosotros. Para las pobres es aún peor, porque ellas finalmente han conseguido lo que querían, y ¡horror!. han descubierto que NO ES LO QUE QUERIAN. Ahora mismo están pensando: «¿De verdad, en lo más profundo de mi ser, quiero compartir mi vida con alguien a quien le interesa el romance entre Ally McBeal y el personaje de Robert Downey Jr.?. ¿Acaso no prefería pasar la noche con el propio Robert Downey Jr.?. Sé que se droga y no está mucho en casa, pero no sé por qué, me resulta de lo más atractivo.»
Por eso mi consejo para los hombres del nuevo milenio es sencillo y minimalista como un mueble escandinavo (una analogía que por desgracia comprenderán perfectamente la mayoría de los hombres del nuevo milenio). Mi consejo es: busca tu huevo interior.
Lo repito: busca tu huevo interior.
Bueno, vale. Sé que acabas de empezar y quizá necesites más explicación. ¿Recuerdas a Xam y su huevo de avestruz?. ¿Te acuerdas de cómo lo conservó y todos se preguntaron cuál era su secreto?. Si el huevo de avestruz hubiese estado lleno de agua, y Xam se la hubiese bebido, o compartido, o dudado de qué hacer con ella, no se habría convertido en el hombre más poderoso de la tribu. Un secreto sólo tiene fuerza cuando es secreto.
Si cuidamos de ese huevo de avestruz que todos llevamos dentro, si lo protegemos y nos ne-gamos en redondo a explorar su interior, los demás empezarán a imaginarse su contenido. Las mujeres, especialmente, prefieren sus propias imágenes de quienes somos. (Con razón, ya que lo que ellas se imaginan es infinitamente más interesante y atractivo que nuestra identidad real.)
Escuchad, pues, mis palabras: en vez de intentar mejorar, cosechad los beneficios de dejar que los demás hagan esas mejoras. Cultivad la mirada cómplice, la sonrisa misteriosa y el ceño fruncido de forma repentina, como si recordarais palabras oídas hace mucho tiempo de boca de alguien totalmente distinto. Mientras no os quedéis con cara de bobos, y mientras no os riáis de todas sus gracias, poco a poco ellas intuirán profundidades y dimensiones en vuestro carácter que jamás habríais imaginado (y no digamos conseguido mediante un programa chapucero de automejora).
Os voy a contar una anécdota para ilustrar los peligros de hablar demasiado. Mi amigo Chun-ko es un optimista empedernido en el tema de mujeres y, lo que es peor, debo admitir que tie-ne iniciativa. Se pasa gran parte de su tiempo en tiendas y jugando a los bolos a la espera de conocer chicas. (¿Por qué jugando a los bolos, os preguntaréis?. No tengo ni idea. He dicho que Chunko tenía iniciativa, no inteligencia.)
El año pasado se pasó horas y más horas en la librería del barrio, sin ningún resultado. «Las mujeres no frecuentan la sección de pesca deportiva -refunfuñaba-. Y si te quedas en la sec-ción de manuales de autoayuda, sólo conoces al tipo de mujer que lee manuales de autoayu-da.»
Su última idea fueron los supermercados. Yo me burlé, pero él me ofreció un argumento muy convincente: «Si me acompañas, luego te invito a otra copa.». Así pues, un sábado por la ma-ñana atacamos el súper del barrio.
-Lo que tenemos que hacer es perfeccionar nuestra técnica de conquista -declaró Chunko.
Yo me aposté en la sección de alimentos frescos, pensando que las frutas y verduras podían dar mucho pie para ligar. Enseguida apareció la primera candidata, una chica de aspecto pre-sentable y pelo limpio. Mientras yo pululaba por allí, ella cogió una papaya y me dio la im-presión de que me sonreía. Yo le di gracias al Señor: las papayas son un tema ideal para ini-ciar una conversación con una chica.
Me acerqué un poco y solté:
-Son propias de los países tropicales, pero en domesticidad también viven en climas templa-dos y aprenden a repetir palabras y frases enteras.
La chica me miró a la cara y su sonrisa se desvaneció.
-Creo que se equivoca -replicó-. Me parece que ha intentado ligar conmigo hablando de la pa-paya, un fruto tropical de forma generalmente oblonga y pulpa amarilla y dulce. Sin embargo, usted se ha referido al papagayo, un ave del orden de las psitaciformes, pico fuerte y curvo, plumaje amarillento en la cabeza y verde en el cuerpo.
¿Cómo reaccionar ante semejante respuesta?. ¿Creéis que debería haber sonreído misteriosamente y haberme alejado con disimulo, sin dejar claro si estaba o no hablando de papayas?. ¿O debería haber tartamudeado algo como: «¿Ah, sí?. No sabía yo que los papagayos tuvieran el plumaje amarillento en la cabeza... Qué interesante.». Os dejo adivinar por qué opción me decanté. Yo sólo soy el autor de este libro: no alguien capaz de seguir todas sus enseñanzas.
Mi único consuelo -consuelo de tontos, lo sé- es que en la sección de alimentos congelados, a Chunko tampoco le iban muy bien las cosas. Mientras revoloteaba junto a las croquetas con-geladas, se fijó en una mujer con un vestido un poco escotado. Cuando ella iba a coger una bandeja de muslos de pollo, él se las apañó para que sus manos toparan.
La mujer retiró la suya rápidamente.
-Esto... --dijo Chunko- yo...
Ella se apiadó de él y le ofreció una escapatoria:
-¿Quiere usted los muslos?.
Chunko sonrió de oreja a oreja. A mi se me heló la sangre, pero no pude hacer nada. Cuando Chunko quiere decir algo, no hay quien lo calle.
-No, gracias -contestó, mirándole el escote y guiñándole el ojo-. Prefiero las pechugas. 

miércoles, 5 de febrero de 2014

INSOLACIÓN, IVAN BUNIN


Sunstroke, Ivan Bunin
Reprinted by permission of Mrs. W. A. Bradley.
Traducción de
 Rosa Moreno Roger

Habían ya cenado, y abandonando el comedor brillantemente iluminado, salieron a cubierta donde se detuvieron, apoyándose en la barandilla. Ella cerró los ojos y se puso la palma de la mano sobre la mejilla, echándose a reír con espontáneo encanto.
En aquella mujercita todo era delicioso.
—Estoy casi bebida..., o debo estar enteramente enajenada. ¿De dónde dijiste que procedías? Hace tres horas que ni siquiera sospechaba tu existencia. Ni sé tampoco dónde subiste a bordo. ¿Fue en Samara? Bien..., no importa, querido. ¿Me da vueltas la cabeza, o está girando el barco?
Ante ellos se extendía una oscuridad llena de puntos luminosos. Una brisa fuerte y ligera acarició sus rostros, mientras las luces se deslizaban a lo largo del vapor, que efectuó un brusco viraje sobre la corriente del Volga, para acercarse al pequeño desembarcadero.
El teniente tomó la mano de la mujer y se la llevó a los labios. Era fuerte y pequeña y su bronceado le daba un peculiar perfume. La alegría y la angustia agitaron simultáneamente su corazón, trémulo ante el pensamiento de que bajo el ligero vestido de seda se escondía un cuerpo firme y tostado por el sol a lo largo de un mes entero sobre la ardiente arena del Sur (ella le había dicho que procedía de Anapu). El teniente murmuró:
—Bajemos aquí...
—¿Dónde? —preguntó ella asombrada.
—Aquí, en este desembarcadero.
—¿Por qué?
El guardó silencio. La mujer apoyó de nuevo su mejilla en la palma de la mano.
—Estás loco...
—Bajemos —repitió torpemente—. Te lo ruego...
Akh, como gustes —respondió ella.
Y uniendo la acción a la palabra se alejó.
El vapor continuó su marcha hasta chocar con un ruido sordo con el muelle débilmente iluminado, por lo que ambos casi cayeron uno encima del otro. El extremo de un cable pasó volando sobre sus cabezas, el vapor se bamboleó en el agua bulliciosa, la pasarela crujió...
El teniente corrió en busca de los equipajes.
Recorrieron el soñoliento muelle hasta que, fuera de sus límites, se encontraron hundidos en la arena hasta los tobillos. En silencio, tomaron un polvoriento coche de alquiler. La ascensión por la empinada calle cubierta de polvo, puntuada por unas pocas lámparas colocadas oblicuamente, se les hizo inacabable. Al llegar a la cima, el carruaje traqueteó sobre la calle adoquinada; una plaza, algunos edificios administrativos, un campanario, el calor y los aromas de una noche de verano en una ciudad de provincia... El coche se detuvo ante una entrada iluminada, cuyas puertas entornadas dejaban vislumbrar los peldaños de una desvencijada escalera de madera.
Un viejo criado sin afeitar, vestido con una camisa roja y levita, tomó de mala gana sus equipajes, y emprendió la marcha con aire cansino. Entraron en una habitación grande pero terriblemente mal ventilada, todavía ardiente por el sol diurno, de ventanas cubiertas por blancas cortinas, y en la que un espejo presidía la repisa de la chimenea, provisto de dos velas que nunca habían sido encendidas.
Una vez entraron y el criado hubo cerrado la puerta, el teniente se arrojó impetuoso sobre ella, y ambos se fundieron en un beso de agonizante éxtasis, de tal duración que perdieron la noción del tiempo; jamás les había sucedido una cosa parecida a ninguno de los dos.
A las diez en punto de la mañana siguiente, una mañana cálida y soleada, a la que daba alegría el tañido de las campanas de la iglesia, la agitación de la plaza del mercado frente al hotel, el olor de heno y alquitrán, y toda esa mezcla de aromas que caracteriza a cada ciudad rusa de provincias, aquella mujercita sin nombre, el cual se había negado repetidamente a revelar, llamándose burlonamente «la bella desconocida», le abandonó, para reanudar su viaje. Habían dormido poco, pero cuando ella salió al cabo de cinco minutos, de detrás del biombo cercano a la cama, vestida y arreglada, parecía tan lozana como una muchacha de diecisiete años. ¿Mostraba confusión?... Apenas. Como horas antes, era alegre, sencilla, y... bastante razonable.
—No, no, querido mío —exclamó.
Insistió en la negativa, que obedecía a la sugerencia del hombre de proseguir juntos, añadiendo:
—Debes permanecer aquí y tomar el próximo vapor. Si continuamos juntos, se estropearía todo, y no me gustaría. Por favor, créeme, no soy la clase de mujer que te conviene. Todo lo que ha pasado aquí, nunca ocurrió antes, ni sucederá de nuevo. Imagina que me he eclipsado..., o para ser más exactos, que ambos hemos sufrido una especie de insolación.
El teniente, casi aliviado, se mostró de acuerdo con ella. Con espíritu alegre, la escoltó en un carruaje hasta el desembarcadero, al que llegaron en el preciso instante en que el vapor pintado de rosa se disponía a zarpar. En el muelle, en presencia de otros pasajeros, la besó, con el tiempo justo de saltar sobre la pasarela que ya retrocedía.
Con la misma ligereza de espíritu volvió al hotel. Algo había cambiado. La habitación parecía diferente sin ella. Estaba llena de su presencia... y vacía. ¡Qué extraño! Olía aún a su excelente agua de colonia inglesa, su taza sin terminar se hallaba todavía sobre la bandeja, pero ella ya no estaba allí... De pronto, el corazón del teniente sintió tal arrebato de ternura, que se apresuró a encender un cigarrillo y, golpeando con el látigo sus piernas calzadas de largas botas, empezó a medir a grandes pasos la habitación.
—¡Qué ocurrencia tan extraña! —exclamó en voz alta.
Y echándose a reír, consciente de las lágrimas que asomaban a sus ojos, añadió:
—«Por favor, créeme..., no soy la clase de mujer que te conviene...» Y ahora se ha ido... ¡Una mujer absurda!
El biombo estaba corrido a un lado; y la cama permanecía deshecha. Al comprender que no tenía coraje para mirar otra vez al lecho, lo tapó con el biombo, cerró la ventana a fin de no oír el ruido de la plaza y los crujidos de las ruedas de los carruajes, y corriendo las blancas cortinas, se sentó en el diván.
Aquello era el fin de un «encuentro afortunado». Ella había partido. Estaría ya lejos, sentada sin duda en el blanco salón de espejos, o en cubierta, contemplando el inmenso río cuyas aguas centelleaban al sol, las veloces falúas, los amarillos bancos de arena, el resplandor del agua y el cielo, y toda la inmensa extensión del Volga... Adiós para siempre, para toda la eternidad— ¿Se encontrarían alguna vez de nuevo?
—Después de todo —murmuró—, me es imposible bajo ningún concepto visitar la ciudad donde vive su marido, su hija de tres años de edad, el resto de su familia, donde ella está siempre.
Aquella ciudad le pareció de repente excepcional, un lugar prohibido... Y con el pensamiento de que ella proseguiría su vida solitaria, que quizá le recordaría a menudo, rememorando el azar de su encuentro, de que él nunca volvería a verla, se sintió confundido y acobardado.
¡No podía ser! ¡Era completamente absurdo, extraño, increíble! Experimentó tal angustia ante la futilidad de la existencia en los años futuros, que se vio invadido por el terror y la desesperación.
«¡Qué diablos! —pensó, levantándose y paseando de nuevo arriba y abajo por la habitación, sin mirar el lecho de detrás del biombo—. ¿Qué es lo que me ocurre? ¿Quién hubiera creído posible que por primera vez... y allí...? ¿Qué hay en ella, qué ha sucedido exactamente? ¡Parece como si de verdad hayamos sufrido una insolación!... Tendré que hallar la forma de pasar el día entero sin ella en este rincón dejado de la mano de Dios.»
La recordó vividamente en todos sus detalles más íntimos: el perfume de su piel bronceada, el olor de su vestido de seda, el aroma de su cuerpo firme, el sonido vivaz, alegre y sencillo de su voz... La impresión de las delicias de su encantadora feminidad recientemente experimentadas, estaba todavía fuertemente grabada en él. Sin embargo, predominaba otra sensación enteramente nueva..., extraña e incomprensible, inexistente mientras estuvieron juntos, y que nunca hubiera podido imaginar el día anterior, cuando trabó conocimiento con ella, por el simple deseo de divertirse, una sensación de la que nunca le sería posible hablar con nadie, nadie en absoluto.
«Sí —prosiguió pensando—, nunca seré capaz de hablar de ello. No sé qué hacer, cómo pasar este día infinito, con mis recuerdos y mi angustia intolerable, en esta pequeña ciudad dejada de la mano de Dios, regada por el Volga radiante, sobre cuyas aguas navega el vapor pintado de rosa que se la llevó...»
Para liberarse le era absolutamente preciso hallar distracción en algo, divertirse, ir a alguna parte. Se puso el gorro resueltamente, y con vigorosas zancadas que hicieron resonar sus espuelas, salió al vacío corredor, y bajó con rapidez la empinada escalera hacia la entrada... ¿En qué dirección?
En la entrada había un joven cochero, elegantemente vestido con una chaqueta de aldeano, que fumaba calmosamente un delgado cigarro en aparente espera. El teniente le echó una mirada de confusa interrogación. ¿Era posible que alguien estuviese sentado en un pescante con tanta tranquilidad, y fumase con un aspecto tan despreocupado e indiferente?
«Evidentemente, soy la persona más desgraciada de toda la ciudad», pensó, girando en dirección a la plaza del mercado.
Los puestos se hallaban dispersos. De modo inconsciente, se puso a caminar entre el estiércol fresco, los carros, las cargas de pepinos, los cazos y cazuelas nuevos, mientras las mujeres, sentadas en el suelo, rivalizaban unas con otras en el intento de llamar su atención hacia sus cacharros, haciéndolos sonar con las puntas de los dedos para demostrar su calidad, y las campesinas lo ensordecían con sus gritos:
—¡Pepinos de primera clase, Señoría!
Aquello era tan absurdo y estúpido que salió corriendo de la plaza, para entrar en la iglesia donde, en aquel momento, comenzaban los cantos, sonoros y estridentes, como si sus intérpretes se hallaran convencidos de que cumplían un trascendental deber. Saliendo, echó a andar por las calles, y bajo el calor del sol deambuló por los senderos de un pequeño jardín abandonado en la falda de una colina, contemplando el ancho río que destellaba con un brillo de acero. Las hombreras y botones de su traje blanco de verano se calentaron hasta tal extremo, que resultaba imposible tocarlos. La banda interior de su gorro estaba húmeda por el sudor, y su rostro ardía...
Al volver al hotel sintió un indescriptible alivio al refugiarse en el enorme comedor fresco y vacío. Quitándose el gorro, se sentó en una mesita colocada ante una ventana abierta, por donde entraba un vientecillo que si bien cálido, era brisa al fin y al cabo. Pidió una sopa de hortalizas frías.
Todo era bueno. Cada cosa resultaba una fuente de ventura inconmensurable e intensa alegría, incluso el bochorno y los olores del mercado. La felicidad llenaba aquella pequeña ciudad desconocida, aquel viejo hotel provinciano, y sin embargo su corazón se desgarraba.
Tomó varios vasitos de vodka y un bocado de pepinos en escabeche, pensando que no le importaría morir sin vacilación al día siguiente, si por un milagro ella volviera a su lado para pasar la jornada con él..., o si pudiera hablarle, persuadirla de algún modo, de su conmovedor y maravilloso amor... Pero, ¿por qué? ¿Por qué persuadirla? No le era posible responder a estos interrogantes, pero hacerlo resultaba más importante que la vida misma.
«Los nervios me están jugando una mala pasada», pensó mientras se escanciaba el quinto vaso de vodka.
Consumió una garrafita entera, esperando que la embriaguez le hiciera olvidar, y terminara con su exultante agonía. Pero, no logró otra cosa que acrecentarla.
Apartó a un lado la sopa, pidió un café muy cargado y empezó a fumar, reflexionando intensamente acerca de los medios para liberarse de aquel repentino e inesperado amor. No obstante, se dio cuenta, con aguda intuición, de que le sería imposible, y de súbito, con un movimiento brusco, se levantó, cogió el gorro y el látigo y, tras preguntar dónde se hallaba la oficina de correos, se dirigió con presteza a la dirección indicada, con las palabras de un telegrama bailándole en la cabeza: «De ahora en adelante, mi vida es enteramente tuya, hasta la muerte. Haz con ella lo que quieras».
Pero al llegar al edificio de gruesos muros, que albergaba las oficinas de correos y telégrafos, se detuvo lleno de horror: sabía la ciudad donde ella vivía, y que tenía un marido y una hija de tres años, pero no su apellido ni su nombre de pila. Varias veces, en el transcurso de la velada se lo preguntó, pero en cada ocasión ella se había echado a reír, diciendo:
¿Para qué quieres saber mi nombre? Soy María Green, la Reina del País de los Duendes..., o simplemente la «hermosa desconocida»... ¿No te basta?
En la esquina, cerca de la oficina de correos, divisó la vitrina de un fotógrafo. Contempló fijamente el enorme retrato de un militar de recargadas hombreras, ojos saltones y frente estrecha, propietario de unas patillas sorprendentemente magníficas y pecho abombado, condecorado con infinidad de medallas. En aquellos instantes en que sus sentimientos habían sido derrotados por la terrible «insolación», y por aquel amor y felicidad tan intensos, comprendía lo absurdo, ridículo, y horriblemente ordinario de cuanto le rodeaba. Fijó la mirada en una pareja nupcial compuesta por un hombre joven vestido con una larga levita y corbata blanca, y el pelo cortado como un erizo, en cuyo brazo se apoyaba un velo de desposada..., pero apartó la vista para posarla en la fotografía de una muchacha de aspecto atractivo y vivaz, tocada con un ladeado gorro estudiantil...
Atormentado por una angustiosa envidia hacia todos aquellos extraños, aquellos seres humanos que no sufrían, clavó su mirada calle abajo.
«¿Adonde voy? ¿Qué hago?»
En su cerebro y en su alma persistía la insoluble y opresiva cuestión.
La calle estaba desierta, y las casas, pertenecientes a la clase media, todas parecidas, blancas con dos pisos y extensos jardines, parecían deshabitadas. Un espeso polvo blanco cubría el pavimento; todo deslumbraba y cada objeto se hallaba inundado por los tórridos, flameantes, alegres, y aparentemente inofensivos rayos del sol. A lo lejos, la calle ascendía en cuesta, pareciendo unirse con el horizonte gris, puro y sin nubes de reflejos violeta.
El ambiente tenía algo de meridional. Le recordaba Sebastopol Kertch..., Anapu. El recuerdo de esta última ciudad se le hizo particularmente insoportable. Con la cabeza baja, los ojos entrecerrados por el sol, y la mirada fija en el pavimento, vacilante y torpe, apretó la marcha, retrocediendo sobre sus pasos.
Volvió al hotel deshecho por la fatiga, como si hubiera transitado toda una larga jornada por el Turquestán o el Sahara. Reuniendo sus últimas fuerzas, entró en la enorme y desolada habitación.
Estaba ya arreglada y los últimos rastros de ella habían desaparecido, a excepción de un alfiler del pelo olvidado que se hallaba sobre la mesita de noche.
Quitándose la casaca, se miró al espejo. Su rostro —el semblante normal de un oficial atezado, cuyos bigotes quemados por el sol y el azul claro de sus ojos parecían más claros en contraste con el rostro— mostraba disgusto y extravío, y la ligera camisa blanca de cuello almidonado, le otorgaba un aire joven e infinitamente patético.
Se tendió de espaldas sobre la cama, apoyando sus pies calzados con las botas cubiertas de polvo sobre una banqueta. Las ventanas estaban abiertas, y las cortinas corridas, las cuales, de vez en cuando se hinchaban a impulsos de una ligera brisa, introduciendo en la habitación el bochorno y el olor de los tejados calientes, y de todo aquel mundo, luminoso, mudo, casi desolado y desierto, característico del Volga.
Yaciendo con los brazos bajo la nuca y mirando al vacío, se forjaba una débil y fabulosa pintura del remoto Sur, del sol, del mar y de Anapu, como si la ciudad a la que ella había vuelto, y a la que, sin duda, había llegado, fuera única. Este pensamiento obsesivo provocó la aparición de cálidas y punzantes lágrimas, y al fin cayó dormido. Al abrir de nuevo los ojos, se percibía a través de las cortinas el resplandor rojizo de) sol crepuscular. La brisa había cesado y la habitación mal ventilada y seca, parecía un horno... Recordó la mañana del día anterior, a la que recordaba como si hubiera sucedido diez años antes.
Casi de mala gana se levantó, se lavó y descorriendo las cortinas, llamó a un criado para pedir un samovar y la cuenta. Durante un largo rato estuvo bebiendo té con limón, luego ordenó que llamaran un coche y metiesen en él su equipaje. Al sentarse en el asiento rojizo y quemado por el sol, dio al criado una moneda de cinco rublos como propina.
—¡Parece como si fuera ayer, cuando traje aquí a Su Señoría! —exclamó alegremente el cochero, cogiendo las riendas.
Cuando alcanzaron el desembarcadero, el resplandor azul de la noche de verano ya había oscurecido la superficie del Volga, y en sus aguas flotaba el reflejo de las luces multicolores y las llamas colgaban del mástil del vapor, ya próximo.
—¡Llega a tiempo! —exclamó el cochero en tono obsequioso.
El teniente le dio también cinco rublos, y con el billete en la mano se dirigió al desembarcadero... Al igual que el día anterior, resonaba el silbido de los cables, el ligero temblor de la plataforma bajo sus pies, el extremo del cable que llegó volando, y el burbujear de las aguas espumosas bajo las ruedas del vapor al retroceder tras el impacto... El espectáculo del barco abarrotado inundado de luz, y los olores procedentes de las cocinas, parecieron tributarle una cálida bienvenida.
Un minuto más tarde, el vapor ya había zarpado y remontaba el río en la misma dirección que tomó aquella misma mañana.
Ante el barco, la oscura puesta de sol veraniega se estaba desvaneciendo rápidamente, reflejándose sobre el río en tonos oscuros, fantásticos e iridiscentes, provocando a lo lejos, bajo el sol poniente, tenues manchas sobre las olas temblorosas, mientras los destellos de luz que brillaban en torno al vapor iban retrocediendo sin cesar.
El teniente se sentó bajo el toldo de cubierta, consciente de haber envejecido diez años.