sábado, 3 de septiembre de 2016

BESTIARIO DE CIENCIA FICCIÓN - UNA NUEVA VISIÓN: EL HORROR DE LAS ALTURAS POR SIR ARTHUR CONAN DOYLE (3)

CONTINUACIÓN PARTE 3
Fue en esos momentos cuando me ocurrió una cosa extraordinaria. Sentí que pasaba por mi lado, y que se me adelantaba, algo sibilante, que dejaba un reguero de humo y que estalló con un ruido estrepitoso y siseante, despidiendo una nube de vapor. De momento no pude imaginarme lo que había ocurrido. Luego recordé que la Tierra sufre un constante bombardeo de piedras meteóricas, y que apenas sería habitable si esas piedras no se vaporizaran la mayoría de las veces al entrar en las capas exteriores de la atmósfera. He ahí un peligro más para el aviador de las grandes alturas; lo digo porque pasaron por mi lado otras dos cuando estaba acercándome a la marca de los doce mil metros. No me cabe la menor duda de que ese peligro ha de ser muy grande en el borde de la envoltura de la Tierra.
La aguja de mi barógrafo marcaba doce mil trescientos metros cuando me di cuenta de que ya no podía seguir subiendo. Para mi físico, el esfuerzo no era todavía tan grande como para no soportarlo; pero mi aparato sí que había llegado a su límite. El aire rarificado no presentaba apoyo firme a las alas, y el más mínimo movimiento se convertía en un deslizamiento lateral; los controles respondían como con pereza. Quizá si el motor hubiese funcionado de una manera perfecta hubiésemos podido subir otros trescientos metros, pero seguía teniendo fallos, y dos de los diez cilindros parecían estar inutilizados. Si no había alcanzado aún la zona del espacio que venía buscando, era evidente que ya no tropezaría con ella en este viaje. ¿Y no sería posible que la hubiese alcanzado ya? Cerniéndome en círculo, lo mismo que un colosal halcón, al nivel de los doce mil metros, dejé que el monoplano marchase libre, y me dediqué a observar con cuidado los alrededores con mis prismáticos Mannheim. El firmamento estaba absolutamente limpio, sin indicio alguno de los peligros que yo había supuesto.
He dicho que me cernía trazando círculos. Se me ocurrió de pronto que haría bien en dar una mayor amplitud a esos círculos, trazando una nueva ruta aérea. El cazador que penetra en una selva terrestre la atraviesa cuando busca levantar caza. Mis razonamientos me llevaron a pensar que la selva aérea que yo había supuesto tenía que estar más o menos por encima del Wiltshire. En ese caso, debía de estar hacia el sur y el oeste de donde me encontraba. Me orienté por el sol, puesto que la brújula de nada me servía, y tampoco era visible punto alguno de la Tierra; sólo se distinguía la lejana llanura plateada de nubes. Sin embargo, obtuve la dirección hacia el punto señalado. Calculé que mi provisión de gasolina duraría otra hora, más o menos; pero podía permitirme gastarla hasta la última gota, ya que me era posible en cualquier momento lanzarme en un planeo continuo y magnífico que me condujese hasta la superficie de la Tierra.
De pronto tuve la sensación de algo nuevo para mí. La atmósfera que tenía delante había perdido su transparencia cristalina. Estaba cubierta de manojitos alargados y desflecados de una cosa que yo podría comparar únicamente con las volutas finísimas del humo de cigarrillos. Flotaba formando roscas y guirnaldas, y se retorcía y giraba lentamente a la luz del sol. Cuando el monoplano los atravesó como una flecha, percibí en mis labios un regusto débil de aceite, y en las partes de madera del aparato apareció una espuma grasienta. Se habría dicho que en la atmósfera flotaba una materia orgánica enormemente tenue. Orgánica, pero sin vida, como algo difuso y naciente, que se extendía por miles de metros cuadrados y que se iba desflecando hasta penetrar en el vacío. No; aquello no tenía vida. ¿Y no podrían ser unos restos de vida? Y, sobre todo, ¿no podría ser el alimento de una vida, de una vida monstruosa, de la misma manera que la pobre grasa del océano sirve de alimento a la enorme ballena? Eso iba pensando cuando alcé los ojos y distinguí la más asombrosa visión que se ofreció nunca a los ojos de un hombre. ¿Podré describírsela al lector tal como yo mismo la vi el jueves pasado?
Imagínese el lector una medusa de mar como las que cruzan por nuestros mares en verano, en forma de campana y de un tamaño enorme; mucho más voluminosa, por lo que a mí me pareció, que la cúpula de la iglesia de San Pablo. Su color era ligeramente sonrosado, con venas de un fino color verde; pero el conjunto de aquella colosal construcción era tan tenue que apenas se vislumbraba su silueta sobre el fondo azul oscuro del firmamento.
Un ritmo suave y regular marcaba sus pulsaciones. De ese cuerpo enorme colgaban dos tentáculos verdes y fláccidos que se balanceaban con lentitud hacia atrás y hacia adelante. Esa visión magnífica cruzó suavemente, con silenciosa majestad, por encima de mi cabeza; era tan ingrávida y frágil como una pompa de jabón, y se deslizó majestuosa por su ruta.
Yo había impreso un medio viraje a mi monoplano, a fin de poder seguir contemplando aquel ser grandioso; de pronto, y de forma instantánea, me encontré en medio de una escuadra de otros similares, de todos los tamaños, aunque ninguno de la magnitud del primero. Algunos eran pequeñísimos, pero la mayoría tenía más o menos el volumen de un globo aerostático corriente, con idéntica curvatura en la parte superior. Se observaba en ellos una finura de grano y de color que me trajo a la memoria los espejos venecianos de mejor calidad. Los matices predominantes eran el rosa y el verde, pero todos mostraban encantadoras iridiscencias allí donde el sol brillaba a través de sus formas delicadas. Cruzaron, dejándome atrás, algunos centenares de esos seres, formando una escuadra fantástica y maravillosa de bajeles sorprendentes y desconocidos en el océano del firmamento. Eran unas criaturas cuyas formas y sustancia se hallaban tan a tono con aquellas alturas serenas que no podía concebirse cosa tan delicada dentro del radio visual y de sonido de nuestra tierra.
Pero un nuevo fenómeno atrajo casi en seguida mi atención: el de las serpientes de las regiones exteriores de la atmósfera. Eran éstas unas espirales largas, delgadas y fantásticas de una materia vaporosa, que giraban y se enroscaban con gran rapidez, volando y retorciéndose sobre sí mismas con tal velocidad que mis ojos apenas podían seguirlas. Algunos de esos seres fantasmales tenían seis o nueve metros de largo, y era difícil calcular su grosor, porque sus diluidos perfiles parecían esfumarse en la atmósfera que las rodeaba. Esas serpientes aéreas eran de un color gris muy claro, del color del humo, advirtiéndose en su interior algunas líneas más oscuras, que producían la impresión de un auténtico organismo. Una de esas serpientes pasó rozándome casi la cara. Tuve la sensación de un contacto frío y viscoso; pero la composición era tan impalpable que no me sugirió la idea de ninguna clase de peligro físico, como tampoco me lo sugirieron los bellos seres acampanados que los habían precedido. Su contextura no ofrecía solidez mayor que la espuma flotante que deja una ola al romperse.
Pero me esperaba otra experiencia más terrible. Dejándose caer ingrávida desde una gran altura, vino hacia mí una mancha vaporosa y purpúrea. Cuando la vi por vez primera me pareció pequeña, pero se fue agrandando con rapidez mientras se me aproximaba, hasta llegar a ser de centenares de metros cuadrados de extensión. Aunque moldeada en alguna sustancia transparente y como gelatinosa, tenía contornos mucho más marcados y una consistencia más sólida que todo lo que había visto antes. Se advertían también detalles de que poseía una organización física; destacaban de una manera especial dos láminas circulares, enormes y sombreadas, a uno y otro lado, que podían ser sus ojos, y entre las dos láminas un saliente blanco perfectamente sólido, que presentaba la curvatura y la crueldad del pico de un buitre.
El aspecto general de aquel monstruo era terrible y amenazador; cambiaba constantemente de colores, pasando desde un malva muy claro hasta un púrpura sombrío e irritado, tan espeso que, al interponerse entre mi monoplano y el sol, proyectó una sombra. En la curva superior de su cuerpo inmenso se distinguían tres grandes salientes, que sólo se me ocurre comparar con enormes burbujas, y al contemplarlas quedé convencido de que estaban repletas de algún gas extraordinariamente ligero, con el fin de sostener la masa informe y semisólida que flota en el aire rarificado.
Aquel ser avanzó rápido, manteniéndose paralelo al monoplano y siguiendo fácilmente su misma velocidad; me escoltó en un trecho de más de veinte millas, cerniéndose sobre mí como ave de presa que espera el instante de lanzarse sobre su víctima. Su sistema de avance —tan rápido que no era fácil seguirlo— consistía en proyectar delante de él un saliente largo y gelatinoso que, a su vez, parecía tirar hacia sí el resto de aquel cuerpo que se contorsionaba constantemente. Era tan elástico y gelatinoso que no ofrecía en dos momentos sucesivos idéntica conformación, y, sin embargo, a cada nuevo cambio parecía más amenazador y repugnante.
Me di cuenta de que traía malas intenciones. Lo pregonaba con los sucesivos aflujos purpúreos de su repugnante cuerpo. Aquellos ojos difusos y salientes, vueltos siempre hacia mí, eran fríos e implacables dentro de su rencorosa solidez. Lancé mi monoplano en picada para huir de aquello. Al hacer yo esa maniobra, se disparó con la rapidez de un relámpago desde aquella masa de burbuja flotante un largo tentáculo y cayó tan rápido y sinuoso como un trallazo sobre la parte delantera de mi aparato. Al apoyarse por un instante sobre el ardiente motor, se oyó un ruidoso silbido, y el tentáculo se retiró con la misma rapidez, y el cuerpo enorme y sin relieve se encogió como acometido de un dolor súbito. Yo me dejé caer en picada; pero el tentáculo volvió a descargarse sobre mi monoplano, y la hélice lo cortó con la misma facilidad que habría cortado una voluta de humo. Una espiral larga, reptante, pegajosa, parecida al anillo de una serpiente, me agarró por detrás, rodeó mi cintura y comenzó a arrastrarme fuera del fuselaje. Yo pugné por libertarme; mis dedos se hundieron en la superficie viscosa, gelatinosa, y logré desembarazarme por un instante de aquella presión; sólo por un instante, porque otro anillo me aferró por una de mis botas y me dio tal tirón que casi me hizo caer de espaldas.
En ese momento disparé los dos cañones de mi escopeta, aunque era lo mismo que atacar a un elefante con una honda, pues no se podía suponer que ningún arma humana dejara lisiado a aquel volumen gigantesco. Sin embargo, mi puntería fue mejor de lo que yo podía imaginar; una de las grandes ampollas o burbujas que aquel ser tenía en lo alto de la espalda estalló con una tremenda explosión al ser perforada por los proyectiles de mi escopeta. Había acertado en mi suposición: aquellas vejigas enormes y transparentes encerraban un gas que las distendía con su fuerza elevadora. El cuerpo enorme y de aspecto de nube cayó instantáneamente de costado, en medio de retorcimientos desesperados para volver a encontrar el equilibrio, y mientras tanto el pico blanco castañeteaba y jadeaba, presa de una furia espantosa.
Pero yo había huido, lanzándome por el plano más agudo que me atreví a buscar; mi motor a toda marcha, y la hélice en plena propulsión, unidos a la fuerza de gravedad, me lanzaron hacia tierra lo mismo que un meteorito. Al volver la vista, vi que la mancha informe y purpúrea se empequeñecía rápidamente hasta fundirse en el azul del firmamento que dejaba atrás. Yo me encontraba fuera de la selva mortal de la región exterior de la atmósfera.
Cuando me vi fuera de peligro, cerré la válvula del combustible del motor, porque no hay nada que destroce con tanta rapidez un avión como lanzarse con toda la potencia del motor desde gran altura. El mío fue un vuelo planeado magnífico, en espiral, desde casi diez mil metros de altura primero, hasta el nivel del banco de nubes de plata; después, hasta la nube tormentosa del estrato inferior, y, por último, atravesando los goterones de lluvia, hasta la superficie de la tierra. Al salir de las nubes, distinguí por debajo de mí el canal de Bristol; pero como aún me quedaba en el depósito algo de gasolina, me metí veinte millas tierra adentro antes de aterrizar en un campo que quedaba a media milla de la aldea de Ashcombe. Un automóvil que pasaba por allí me cedió tres latas de gasolina, y a las seis y diez minutos de aquella tarde logré posarme suavemente en un prado de mi propia casa, en Devizes, después de una excursión que ningún ser humano ha realizado jamás, quedando con vida para contarlo. He visto la belleza y he visto también el espanto de las alturas; no existe al alcance del Hombre una belleza mayor y un espanto mayor que ésos.
Pues bien: tengo el proyecto de retornar a esas alturas antes de anunciar al mundo lo que he descubierto. Me mueve a ello mi necesidad de mostrar algo tangible, a manera de prueba, antes de dar a conocer a los hombres lo que he relatado. Es cierto que pronto otros seguirán mi camino y traerán la confirmación de lo que he afirmado; pero quisiera convencer a todos desde el primer momento. No creo que resulte difícil la captura de aquellas encantadoras burbujas iridiscentes del aire. Se dejan arrastrar con tanta lentitud en su carrera que un monoplano rápido no tendría dificultad alguna en interceptarlas. Es muy probable que se disuelvan en las capas más densas de la atmósfera, en cuyo caso todo lo que yo podría traer a tierra sería un montoncito de jalea amorfa. Sin embargo, no dejaría de ser algo que proporcione consistencia a mi relato. Sí, volveré a subir, aunque con ello corra un peligro. No parece que abunden esos espantables seres purpúreos. Es probable que no tropiece con ninguno; pero si tropiezo, me zambulliré en el acto hacia la tierra. En el peor de los casos, dispongo siempre de mi escopeta y sé que debo apuntar...»

Aquí falta, por desgracia, una página del manuscrito. En la siguiente, con letras grandes e inseguras, aparecen estas líneas:

« ...doce mil novecientos metros. No volveré a ver tierra. Por debajo de mí hay tres de esos seres. ¡Que Dios me valga, porque será morir de muerte espantosa!»


Tal es, al pie de la letra, el relato de Joyce-Armstrong. De su autor nada ha vuelto a saberse. En el coto de mister Budd-Lushington, en los límites de Kent y de Sussex, a pocas millas del lugar en que fue encontrado el cuaderno, se han recogido algunas piezas de su monoplano destrozado. Si resulta cierta la hipótesis del desdichado aviador sobre la existencia de lo que él llama "selva aérea" en un espacio limitado de las regiones atmosféricas que quedan encima del sudoeste de Inglaterra, se deduciría de ello que Joyce-Armstrong lanzó su monoplano a toda velocidad para salir de ella, pero fue alcanzado y devorado por aquellos seres espantosos en algún lugar por debajo de la atmósfera exterior y por encima del sitio en el que fueron encontrados esos tristes restos. Una persona que aprecie su equilibrio cerebral preferiría no hacer hincapié en el cuadro de aquel monoplano resbalando a toda velocidad cielo abajo, perseguido por unos seres espantosos e innominados que se deslizaban con igual rapidez por debajo de él, cortándole siempre el camino de la tierra y estrechando poco a poco el cerco de su víctima. Sé muy bien que son muchos los que todavía se burlan de los hechos que acabo de relatar; pero incluso quienes se mofan tendrán que reconocer, por fuerza, que Joyce-Armstrong ha desaparecido, y yo les recomendaría que hiciesen caso de las palabras que escribió: «Este cuaderno podrá servir de explicación de lo que intento hacer, y de cómo perdí mi vida al intentarlo. Pero, por favor, señores: nada de estúpidas chácharas acerca de accidentes y misterios ».
FIN

jueves, 21 de julio de 2016

BESTIARIO DE CIENCIA FICCIÓN - UNA NUEVA VISIÓN: EL HORROR DE LAS ALTURAS POR SIR ARTHUR CONAN DOYLE (2)

...CONTINUACIÓN PARTE 2

Para realizar mi tarea he elegido mi monoplano Paul Veroner. Cuando se trata de hacer algo práctico, no hay nada como el monoplano. Ya Beaumont lo descubrió en los primeros días de la aviación. Empezando por que no le perjudica la humedad, y se tiene la impresión en todo momento de que se vuela entre nubes, este aparato mío es un pequeño y simpático modelo, que me responde del mismo modo que un caballo de boca blanda responde a las riendas. El motor es un Robur de seis cilindros, que desarrolla una potencia de ciento setenta y cinco caballos. Dispone de todos los adelantos modernos: fuselaje cerrado, buen tren de aterrizaje, frenos, estabilizadores giroscópicos y tres velocidades; se timonea mediante la alteración del ángulo de los planos, de acuerdo con el principio de las persianas de Venecia. Llevo conmigo una escopeta y una docena de cartuchos cargados con postas de caza mayor. ¡Qué cara puso Perkins, mi buen mecánico, cuando le ordené que pusiese esas cosas dentro del aparato! Me vestí con la indumentaria de un explorador del Polo Ártico, con dos elásticos debajo de mi traje especial, y con gruesos calcetines dentro de botas acolchadas, un pasamontañas con orejeras, y mis anteojeras de talco. Dentro del cobertizo me ahogaba de calor, pero yo pretendía subir a alturas de Himalayas y tenía que ataviarme en consecuencia. Perkins se dio cuenta de que yo me traía entre manos algo importante, y me suplicó que lo dejara acompañarme. Quizá lo habría hecho si el aparato hubiese sido un biplano, pero el monoplano es cosa de un solo hombre, si de veras se quiere aprovechar toda su capacidad de ascensión. Metí, como es lógico, una bolsa de oxígeno; quien intente superar la marca de altura y no la lleve se desvanecerá o se hará pedazos, si no le ocurren ambas cosas a la vez.
Revisé cuidadosamente los planos del timón, la dirección y la palanca elevadora. Hecho eso, me metí en el aparato. Todo, por lo que pude ver, estaba en condiciones. Entonces puse en marcha el motor y comprobé que funcionaba suavemente. Cuando soltaron el aparato, éste se elevó casi al instante en su velocidad mínima. Tracé un par de círculos por encima de mi campo de aviación para que el motor se calentara; saludé entonces a Perkins y a los demás con la mano, puse horizontales los planos y puse el motor en la máxima velocidad. El aparato se deslizó igual que una golondrina a favor del viento por espacio de doce o quince kilómetros; luego lo levanté un poco de cabeza y empezó a subir trazando una enorme espiral, en dirección al banco de nubes que tenía por encima de mí. Es de la máxima importancia ir ganando altura lentamente para adaptar el organismo a la presión atmosférica conforme se sube.
El día era sofocante y caluroso para lo que suele ser un mes de septiembre en Inglaterra, y se advertían el silencio y la pesadez de la lluvia inminente. De cuando en cuando llegaban súbitas ráfagas de viento por el sudoeste. Una de ellas fue tan violenta e inesperada que me sorprendió y casi me hizo cambiar de dirección. Recuerdo los tiempos en que bastaba una ráfaga, un súbito torbellino o un bache en el aire para poner en peligro a un aparato; eso ocurría antes de que aprendiésemos a dotar a nuestros aeroplanos de motores potentes capaces de dominarlo todo. En el momento en que yo alcanzaba los bancos de nubes y el altímetro señalaba los novecientos metros, comenzó a caer la lluvia. ¡Qué manera de diluviar! El agua tamborileaba sobre las alas del aparato y me azotaba en la cara, empañando mis anteojos de manera que apenas podía distinguir nada. Puse la máquina a la velocidad mínima, porque resultaba difícil avanzar a contralluvia. Al ganar altura, la lluvia se convirtió en granizo, y no tuve más remedio que volverle la espalda. Uno de los cilindros dejó de funcionar; creo que por culpa de una bujía sucia; pero yo seguía subiendo, a pesar de todo, y a la máquina le sobraba fuerza. Todas esas molestias del cilindro, obedeciesen a la causa que fuere, pasaron al cabo de un rato, y pude oír el runruneo pleno y profundo de la máquina, los diez cilindros cantaban al unísono. Ahí es donde se advierte la belleza de nuestros modernos silenciadores. Nos permiten el control de nuestros motores por el oído. ¡Cómo chillan, berrean y sollozan cuando funcionan defectuosamente! Antaño se perdían todos esos gritos con que piden socorro, porque el estruendo monstruoso del aparato se lo tragaba todo. ¡Qué lástima que los aviadores primitivos no puedan resucitar para ver la belleza y la perfección del mecanismo, conseguidas al precio de sus vidas!
A eso de las nueve y media me estaba aproximando a las nubes. Allá abajo, convertida en borrón oscuro por la lluvia, se extendía la gran llanura de Salisbury. Media docena de aparatos volaban llevando pasajeros a una altura de seiscientos metros, y parecían negras golondrinas sobre el fondo verde. Supongo que se preguntaban qué diablos hacía yo tan arriba, en la región de las nubes. De pronto se extendió por debajo de mí una cortina gris y sentí que los pliegues húmedos del vapor formaban torbellinos alrededor de mi cara. Experimenté una sensación desagradable de frío y de viscosidad. Pero me encontraba sobre la tormenta de granizo, y eso era una ventaja. La nube era tan negra y espesa como las nieblas londinenses. Anhelando salir de ella, dirigí el aparato hacia arriba hasta que resonó la campanilla de alarma, y advertí que me estaba deslizando hacia atrás. Las alas de mi aparato, empapadas de agua, le habían dado un peso mayor que el que yo pensaba; pero entré en una nube menos espesa y no tardé en superar la primera capa nubosa. Surgió una segunda capa, de color opalino y como deshilachada, a gran altura por encima de mi cabeza; me encontré, pues, con un techo igualmente blanco por encima y con un suelo negro e ininterrumpido por debajo, mientras el monoplano ascendía trazando una espiral enorme entre los dos estratos de nubes. En esos espacios de nube a nube se experimenta una mortal sensación de soledad. En cierta ocasión, se me adelantó una gran bandada de pequeñas aves acuáticas, que volaban rapidísimas hacia Occidente. El rápido revuelo de sus alas y sus chillidos sonoros fueron una delicia para mis oídos. Creo que se trataba de cercetas, pero valgo poco como zoólogo. Ahora que nosotros los hombres nos hemos convertido en pájaros, sería preciso que aprendiésemos a conocer a fondo y de una sola ojeada a nuestras hermanas las aves.
Por debajo de mí, el viento soplaba con fuerza e imprimía balanceos a la inmensa llanura de nubes. En un momento dado se formó una gran marea, un torbellino de vapores, y a través de su centro, que tomó la configuración de una chimenea, distinguí un trozo del mundo lejano. Un gran biplano blanco cruzó a enorme profundidad debajo de mí. Me imagino que sería el encargado del servicio matutino de correos entre Bristol y Londres. El agujero provocado por el torbellino de nubes volvió a cerrarse y entonces nada alteró la inmensa soledad en que me encontraba.
Poco después de las diez alcancé el borde inferior del estrato superior de nubes. Estaban formadas por finos vapores diáfanos que se deslizaban rápidamente desde el Oeste. Durante todo ese tiempo había ido creciendo de manera constante la fuerza del viento, hasta convertirse en una fuerte brisa de cuarenta y cinco kilómetros por hora, según mi aparato. La temperatura era ya muy fría, a pesar de que mi altímetro sólo señalaba los dos mil setecientos metros. El motor funcionaba admirablemente, y nos lanzamos hacia arriba con firme runruneo. El banco de nubes era de mayor espesor que lo calculado por mí, pero pude salir de él, poco después, descubriendo un cielo sin nubes y un sol brillante, es decir, todo azul y oro por encima; y todo plata brillante por debajo, formando una llanura inmensa y luminosa hasta perderse de vista. Eran ya más de las diez y cuarto y la aguja del barógrafo señalaba los tres mil cuatrocientos metros. Seguí subiendo y subiendo, con el oído puesto en el profundo rumor de mi motor y los ojos clavados tan pronto en el indicador de revoluciones como en el marcador del combustible y en la bomba de aceite. Con razón se afirma que los aviadores son gente que no conoce el miedo. La verdad es que tienen que pensar en tantas cosas que no les queda tiempo para preocuparse por sí mismos. Fue en ese momento cuando advertí la poca confianza que se podía tener en la brújula al alcanzar determinadas alturas. A los cuatro mil quinientos metros la mía señalaba hacia occidente, con un punto de desviación hacia el sur; pero el sol y el viento me proporcionaron la orientación exacta.
A semejantes alturas esperaba encontrar una inmovilidad absoluta; pero a cada cien metros de nueva elevación el viento adquiría mayor fuerza. Mi aparato se estremecía y todas sus junturas y remaches gruñían cuando se ponía de cara al viento y resultaba arrastrado como una hoja de papel cuando yo lo frenaba para hacer un viraje, resbalando a favor del viento a una velocidad superior, quizá, a la que ha viajado mortal alguno. Sin embargo, tenía que seguir haciendo virajes a sotavento, porque lo que me proponía no era únicamente superar la marca de altura. Según todos mis cálculos mi selva aérea quedaba por encima del pequeño Wiltshire, y todo mi esfuerzo resultaría perdido si saliera a la superficie superior del estrato de nubes más allá de ese punto.
Cuando alcancé los cinco mil setecientos metros de altura, a eso del mediodía, el viento soplaba con tal fuerza que no pude menos que observar con algo de preocupación los soportes de mis alas, temiendo que de un momento a otro estallasen, o se aflojasen. Incluso llegué a preparar el paracaídas que llevaba atrás y aseguré su gancho en la argolla de mi cinturón de cuero, para estar preparado por si ocurría lo peor. Había llegado el momento en que la más pequeña chapucería en la tarea del mecánico se paga con la vida del aviador. El aparato, sin embargo, resistió valerosamente. Todas las fibras y tirantes zumbaban y vibraban lo mismo que cuerdas de arpa bien templada; pero resultaba magnífico ver cómo el aparato seguía imponiéndose a la naturaleza y enseñoreándose del firmamento, a pesar de todos los golpes y sacudidas. Algo de divino hay, sin duda alguna, en el Hombre mismo, para que haya podido superar las limitaciones que parecían serle impuestas por la Creación; para superarlas, además, con el desprendimiento, el heroísmo y la abnegación que ha demostrado en esta conquista del aire. ¡Que se callen los que hablan de que el hombre degenera! ¿En qué época de los anales de nuestra raza se ha escrito hazaña como la de la aviación?
Éstos eran los pensamientos que circulaban por mi cerebro mientras trepaba por aquel monstruoso plano inclinado, y el viento me azotaba unas veces en la cara y otras me silbaba detrás de las orejas, y el reino de nubes que quedaba por debajo de mí se hundía a tal distancia que los pliegues y montículos de plata habían quedado alisados y convertidos en una llanura resplandeciente. Pero tuve de pronto la sensación de algo horrible y sin precedentes. Antes había tenido conciencia práctica de lo que suponía encontrarse metido dentro de un torbellino, pero jamás en un torbellino de semejante magnitud. Aquella enorme y arrebatadora riada de viento de la que he hablado tenía dentro de su corriente, según parece, unos remolinos tan monstruosos como ella. Me vi arrastrado súbitamente, y sin un segundo de advertencia, hasta el centro de uno de ellos. Giré sobre mí mismo por espacio de un par de minutos con tal velocidad que perdí casi el sentido, y de pronto caí a plomo, sobre el ala izquierda, dentro de la hueca chimenea que formaba el eje del torbellino. Caí lo mismo que una piedra y perdí casi trescientos metros de altura. Sólo gracias a mi cinturón permanecí en mi asiento, y el golpe de la sorpresa y la falta de respiración me dejaron tirado y casi insensible, de bruces sobre el costado del fuselaje. Pero yo he sido siempre capaz de realizar un esfuerzo supremo; ése es mi único gran mérito como aviador. Tuve la sensación de que el descenso se frenaba. El torbellino tenía más bien forma de cono que de túnel vertical, y yo me había metido durante mi ascensión justo en el vértice. Con un tirón terrorífico, echando todo mi peso a un lado, enderecé los planos del timón y me zafé del viento. Un instante después salía como una bala de aquel oleaje y me deslizaba suavemente hacia abajo por el firmamento. Después, zarandeado, pero victorioso, dirigí la cabeza del aparato hacia arriba y reanudé mi firme esfuerzo en espiral hacia lo alto. Di un gran rodeo para evitar la zona de riesgo del torbellino, y no tardé en hallarme a salvo por encima de él. Muy poco después de la una me encontraba a seis mil trescientos metros sobre el nivel del mar. Vi con júbilo que había salido por encima del huracán y que el aire se iba calmando más y más a cada cien metros que subía.
Por otro lado, la temperatura era muy fría, y sentí las nauseas características que se producen por el enrarecimiento del aire. Desatornillé por vez primera la boca de mi bolsa de oxígeno y aspiré de cuando en cuando una bocanada del reconfortante gas. Lo sentía correr por mis venas igual que una bebida cordial, y me sentí jubiloso casi hasta el punto de la borrachera. Me puse a gritar y cantar mientras me remontaba cada vez más arriba, dentro de un mundo exterior helado y silencioso.

Para mí es cosa completamente clara que la insensibilidad que se apoderó de Glaisher, y en menor grado de Coxwell, cuando llegaron, en 1862, en su ascensión en globo, hasta la altura de nueve mil metros, fue causada por la extraordinaria velocidad con que se realiza una subida perpendicular. No se producen esos síntomas tan espantosos cuando la ascensión se lleva a cabo siguiendo una suave pendiente, acostumbrándose de ese modo, por una graduación lenta, a la menor presión barométrica. A esa misma altura de los nueve mil metros no necesité ni inhalador de oxígeno, y pude respirar sin mucha fatiga. Sin embargo, el frío era crudísimo, y mi termómetro estaba a cero grado. A la una y media me hallaba yo a casi once mil metros por encima de la superficie terrestre, y seguía elevándome más y más. Comprobé, sin embargo, que el aire rarificado presentaba un apoyo mucho menos sensible a mis planos, y en consecuencia fue necesario rebajar mucho mi ángulo de ascenso. Era evidente que, a pesar de lo ligero de mi peso y de la gran fuerza de mi motor, llegaría a un punto del que no podría pasar. Para empeorar la situación aún más, una de las bujías empezó a fallar, y el motor producía explosiones intermitentes a destiempo. Me angustié, temiendo el fracaso.
CONTINUARA

domingo, 17 de julio de 2016

UN POCO MÁS DE RITSUKA

 Hace 6 años (pfft como pasa el tiempo) conteste este test que alguien hiso favor de pasarme, hoy, para variarle un poquito se me ocurrio volverlo a hacer, a ver que tanto a cambiado y por si quieren saber un poquito más de mi ;)

• Nombre: Ritsuka Kitsune
 • Alias: Ritsu, Rits, Ritszi... y otros derivados, Kitsune, Yuuko (este ya nadie me lo dice), en pocas ocasiones Rociel, Kary, laura y otros tantos nombres que no son el mio (real) XD
 • Signo del zodiaco: Tauro ^^
  • Estatura: 1.60 ¬¬
 • Color de ojos: cafes
 • Color de cabello: actualmente cobrizo con puntas californianas rojas/rosas/naranjas
 • Dónde te gustaría ir de vacaciones?: Japon, Europa, New York
 • ¿Qué canción estás escuchando ahora? : Absolutamente - Fangoria
 • ¿A quién odias?: a medio mundo, soy sociologa XD
  • Un amigo / a: no tngo un amig@ tngo much@s
 • Un animal: gato owo
 • Piercing o tatuaje: ambos owo... pero no me dan permiso -.-
 • Un color: morado
 • Época en la que te gustaría vivir: Me han gustado mis epocas, pero los 90's los ame
 • Una serie de televisión: The Big Bang Theory... (aunque actualmente ya no veo televisión)
  • Marca de cigarrillos: no fumo
 • El día más feliz: El dia ke estoy con Fer ^///^ ... o en dia en el ke compro zapatos o ropa o muñecas o mangas o me llevan a comer *w*
 • El día más triste: el día que las cosas no me van bien y todo el universo conspira en mi contra
 • Como eres de feliz?: Suficiente... supongo... no me quejo... tanto XD
 • Un defecto propio: Falta de modestia XD y tacto (?)
 • Una virtud propia: Toda yo soy una Virtud ^.^
 • Mayor virtud de una persona: La inteligencia
• Frío o calor?: Frio
 • Estas enamorado / a? : sip n///n 
• Una estación: Invierno
 • Tienes buen humor? : a veces
 • Alguien a quien le debes mucho?: ummmmm... a muchas personitas lindas que me han apoyado, Yo sé que saben quienes son, y si algún día leen esto GRACIAS!!!
 • Ultima película que viste?: Independence Day Resurgence (meh)
 • Una canción: Peluquitas - Nancys Rubias (estoy traumada con esa canción en este momento y me encantaría hacer un video de ella XD)
 • Cuando tienes problemas que te suele ayudar?: mis amig@s, el internet, un buen libro, Fer, Hideki
 • ¿Sientes que la importas a alguien?: ... supongo, pero no sé que tanto... 
• Cuando sueles llorar? : ammmm... cuando me viene el periodo, duele T.T... cuando Fer me hace llorar u.u ... o cuando me viene en gana XD
 • ¿Hay alguien enamorado de ti?: sip n///n
 • ¿Cómo de paciencia?: pfft depende de la situación, para "l@s amig@s" demasiada, al grado que llegan a hacerme daño por no saber cuando parar de aguantar :S
 • Te has emborrachado alguna vez?: sip jeje ^^'
 • Te gustan los ojos de ...: Olivia Wilde *¬* o los ojos verdes en los chavos lindos doble *¬*
 • Un numero: 7
 • Un sueño cumplido: mm... mi relación, y mi aceptación de mi misma actual.
 • Un buen recuerdo: muchos... pero el que se me venga a la cabeza en este momento... cuando llegaron mis primeras monsters <3 p="">
 • Un postre: mousse de chocolate *¬*
 • Una letra: R
 • El día o la noche?: Noche
 • Rollito o relación sería?: relación seria (esta pregunta es una pendejada tomando en cuenta las anteriores sobre el amor)
 • Ríes a menudo?: JAJAJA sip XD
 • Rubios o morenos?: es lo mismo
 • La persona que más te ha ayudado: mm... Fer y Hideki
 • La persona que mas te conoce: Fer
 • ¿Has llorado alguna vez por alguien?: sip, más de una vezu.u
 • Has ayudado a alguien?: Espero ke sip ^^'
 • Bebida favorita: Vodka
 • ¿Has probado los porros?: sí
 • Sexo o amor? : ambos 
 • Sales por las noches?: no mucho... aunque me gusta ^^
 • ¿Dónde vas?: Voy a la mitad de este eteeeerno test XD 
 • Emisora de radio: ... últimamente la "que buena" que es la que escucha el del camión en la mañana, no soy mucho de radio.
 • Una serie de dibujos animados: Evangelion (pense en cambiarla, pero creo que a la fehca sigue siendo la que más me apasiona... aunque no es mi favorita, es extraño XD)
 • Una flor:  Orquidea
 • Asignatura favorita: Cultura ^^
 • ¿Crees que es factible tener un amor a distancia?: a lo mejor, nunca lo he intentado
 • Tu hobbie favorito: Cosplay !!!!!!!! y el art nail y coleccionar cosas, muchas cosas ^^
 • Tu nombre favorito: Ritsuka ^^
 • Refresco favorito: Frutastica
 • Comida preferida: sushi
• Tienda favorita: ... todas? o.o... las de ropa linda y zapatos... zapatos *¬*... y las de cosas de anime <3 p="">
 • Has robado alguna vez?: sip XP
 • Eres sincero? : depende la situación... en la vida aprendes que no puedes ser sincero todo el tiempo y quien diga que sí lo es, es un hipócrita o un reverendo gilipollas.
 • Deportista preferido: Yevgueni Víktorovich Pliúshchenko
 • Actor favorito: Will Smith
 • Rubio, moreno o pelirrojo?: como sea :p
 • Un olor que te guste: chocolate y menta
 • Día de la semana preferido: Los sabados (siempre y cuando no trabaje)
 • ¿Tienes alguna manía?: jajaja un monton XP
 • ¿Qué?: pos que?
 • Fumas?: no...
 • Bebes?: cuando tengo sed
  • Género de cine favorito: Sci fi, Terror, misterio, fantastico(?)
 • Te has enamorado viendo tan sólo una foto?: Jared Leto *¬*
 • Churros o porras?: WTF???? ._.
 • Internet o televisión?: Internet!!! y por muchoo XD
 • Telecino o antena?: otra ves WTF???? qiien escribió las preguntas???? XD
 • ¿Te consideras inteligente?: sip
 • Idiomas que sabes leer y escribir: Español e ingles, estoy en proceso de aprendizaje de japones ^^
 • Idioma que te gustaría aprender: muchos!!
 • Has ganado algo en algún sorteo?: sip... que en este momento no recuerde en cual no quiere decir que no haya sido así XD
 • Juguete favorito?: maquina d coser y mis monster ^.^... ah! no mis monster son "elementos de colección" 
 • Una almohada o dos:? mas XD
 • Que te pone de buen humor?: Fer (a veces), mis amig@s, Nekojitablog, el internet (a veces), un buen libro, la música de mika y el video d a million ways to be cruel, y cocolates con menta, eso siempre me anima :D
 • ¿Cuántos hijos quieres tener?: DIOS! ninguno >.
 • Palabras que más dices: kyu (es una palabra? o.o), ñe! ¬¬, no mames, shit, nyau (?)
 • ¿Quién te felicitó primero en tu cumpleaños?: mm... ni idea o.o
 • Lugar para que te besen: depende de quien sea ;)
 • Día de cumpleaños: 5 mayo
 • Amas tanto a alguien como para llorar?: sip u.u
 • Mascotas?: Holly Canija (alias la pitu) y Setsuna la culebra
 • Gusto de helado favorito: chocomenta *¬*
 • Que tienes pensado hacer después de este test?: dormir XD
 • ¿Con qué edad te gustaría casarte?: mmm no sé, cuando tenga dinero para hacer la fiesta bien(?)
•Que hora es? : 11:23 x.x

martes, 5 de julio de 2016

BESTIARIO DE CIENCIA FICCIÓN - UNA NUEVA VISIÓN: EL HORROR DE LAS ALTURAS POR SIR ARTHUR CONAN DOYLE (1)


De la pluma de este reconocido escritor aunque no tan famoso medico, mucho más conocido por el celebre Detective de Baker Street al que dio vida, más que por cualquiera de sus otros muchos trabajos. Hoy les presento esta terrible historia, que como él lo sabe hacer te atrapa y de lo más convencional hace algo muy entramado y te enseña que siempre hay que mirar con muchísima atención y más de una vez las cosas antes de determinar lo que realmente pueden ser o significar. 
Esta obra no figura en el bestiario de Silverberg, pero como había comentado antes, algunos relatos los he ido agregando yo, este es uno de ellos. Quizá la mayoría piense que raya más en el horror que en la ciencia ficción, pero después de leerlo y recordando algunos casos de "ufos biológicos" avistados principalmente en Sudamérica, puede que a más de uno nos haga mirar al cielo de forma diferente.
El horror de las alturas
Sir Arthur Conan Doyle
The Horror of the Heights, © 1913 (Axxón 177 - septiembre de 2007). Traducción de ....
Arthur Ignatius Conan Doyle (Edimburgo, Escocia; 22 de mayo de 1859 – Crowborough, Inglaterra; 7 de julio de 1930), fue un escritor escocés célebre por la creación del personaje de Sherlock Holmes, detective de ficción famoso en el mundo entero.

Ha quedado descartada por cuantos han entrado a fondo en el estudio del caso la idea de que el extraordinario relato conocido con el nombre de Notas fragmentarias de Joyce-Armstrong sea una complicada y macabra broma tramada por un desconocido que poseía un perverso sentido del humor. Hasta el maquinador más fantástico y tortuoso vacilaría ante la perspectiva de ligar sus morbosas alucinaciones con sucesos trágicos y fehacientes para darles una mayor credibilidad. A pesar de que las afirmaciones hechas en esas notas sean asombrosas y lleguen incluso hasta la monstruosidad, lo cierto es que la opinión general se está viendo obligada a darlas por auténticas, y resulta imprescindible que reajustemos nuestras ideas de acuerdo con la nueva situación. Según parece, este mundo nuestro se encuentra ante un peligro por demás extraño e inesperado, del que únicamente lo separa un margen de seguridad muy ligero y precario. En este relato, en el que se transcribe el documento original en su forma, que es por fuerza algo fragmentaria, trataré de exponer ante el lector el conjunto de los hechos hasta el día de hoy, y como prefacio a lo que voy a narrar, diré que si alguien duda de lo que cuenta Joyce-Armstrong no puede ponerse ni por un momento en tela de juicio todo cuanto se refiere al teniente Myrtle, R. N. y a mister Harry Connor, que halló su fin, sin ninguna duda posible, de la manera que en el documento se describe.
Las Notas fragmentarias de Joyce-Armstrong fueron encontradas en el campo conocido con el nombre de Lower Haycook, que queda a una milla al oeste de la aldea de Withyham, en la divisoria de los condados de Kent y de Sussex. El día 15 del pasado mes de septiembre, James Flynn, un peón de labranza que trabaja con el agricultor Mathew Dodd, de la granja Chanutry, de Withyham, vio una pipa de palo de rosa cerca del sendero que rodea el cierre de arbustos de Lower Haycook. A pocos pasos de distancia recogió unos prismáticos rotos. Por último, distinguió entre algunas ortigas que había en el canal lateral un libro poco abultado, con tapas de lona, que resultó ser un cuaderno de hojas desprendibles, algunas de las cuales se habían soltado y se movían aquí y allá por la base de la cerca. El campesino las recogió, pero algunas de esas hojas, y entre ellas la que debía ser la primera del cuaderno, no se encontraron por más que se las buscó, y esas páginas perdidas dejan un vacío lamentable en este importantísimo relato. El peón entregó el cuaderno a su amo, y éste, a su vez, se lo mostró al doctor H. M. Atherton, de Hartfield. Este caballero comprendió en el acto la necesidad de que tal documento fuese sometido al examen de un técnico, y con ese objeto lo hizo llegar al Club Aéreo de Londres, donde se encuentra actualmente.
Faltan las dos primeras páginas del manuscrito, y también ha sido arrancada la página final en que termina el relato; sin embargo, su pérdida no le hace perder coherencia. Se supone que las primeras exponían en detalle los títulos que como aeronauta poseía mister Joyce-Armstrong, pero esos títulos pueden buscarse en otras fuentes, siendo algo reconocido por todos que nadie lo superaba entre los muchos pilotos aéreos de Inglaterra. Mister Joyce-Armstrong gozó durante muchos años la reputación de ser el más audaz y el más cerebral de los aviadores. Esa combinación de cualidades lo puso en condiciones de inventar y de poner a prueba varios dispositivos nuevos, entre los que está incluido el hoy corriente mecanismo giroscópico bautizado con su apellido. La parte principal del manuscrito está escrita con tinta y buena letra, pero, unas cuantas líneas del final lo están a lápiz y con letra tan confusa que resultan difíciles de leer. Para ser exactos, diríamos que están escritas como si hubiesen sido garrapateadas apresuradamente desde el asiento de un aeroplano en vuelo. Conviene que digamos también que hay varias manchas, tanto en la última página como en la tapa exterior, y que los técnicos del Ministerio del Interior han dictaminado que se trata de manchas de sangre, sangre humana probablemente y, sin duda alguna, de animal mamífero. Como en esas manchas de sangre se descubrió algo que se parece extraordinariamente al microbio de la malaria, y como se sabe que Joyce-Armstrong padecía de fiebres intermitentes, podemos presentar el caso como un ejemplo notable de las nuevas armas que la ciencia moderna ha puesto en manos de nuestros detectives.
Digamos ahora algunas palabras acerca de la personalidad del autor de este relato que hará época. Según lo que afirman los pocos amigos que sabían en verdad algo de Joyce-Armstrong, era un poeta y soñador, además de mecánico e inventor. Disponía de una fortuna importante, y había invertido buena parte de ella en su afición al vuelo. En sus cobertizos de las proximidades de Devizes tenía cuatro aeroplanos particulares, y se asegura que en el transcurso del año pasado realizó no menos de ciento setenta vuelos. Era hombre reservado y sufría de accesos de misantropía. En esos accesos esquivaba el trato con los demás. El capitán Dangerfield, que era quien más a fondo lo trataba, afirma que en ciertos momentos la excentricidad de su amigo amenazaba con adquirir contornos de algo más grave. Una manifestación de esa excentricidad era su costumbre de llevar una escopeta en su aeroplano.
Otro detalle característico era la impresión morbosa que produjo el accidente del teniente Myrtle en sus facultades. Éste había caído desde una altura aproximada de novecientos metros, cuando intentaba superar la marca. Aunque su cuerpo conservó su apariencia de tal, la verdad horrible fue que no quedó el menor rastro de su cabeza. Joyce-Armstrong, según cuenta Dangerfield, planteaba en toda reunión de aviadores la siguiente pregunta, subrayada con una enigmática sonrisa: ¿Quieren decirme a dónde fue a parar la cabeza de Myrtle?
En otra ocasión, estando de sobremesa en el comedor común de la Escuela de Aviación de Salisbury Plain, planteó un debate acerca de cuál sería el mayor peligro permanente con el que tendrían que enfrentarse los aviadores. Después de escuchar las opiniones que se fueron exponiendo acerca de los baches aéreos, la construcción defectuosa y la pérdida de velocidad, al llegarle el turno para exponer su opinión se encogió de hombros y rehusó hacerlo, dejando la impresión de que no estaba conforme con ninguna de las expuestas por sus compañeros.
No estará de más que digamos que, al examinar sus asuntos particulares después de la total desaparición de este aviador, se vio que lo tenía todo arreglado con tal precisión que parece indicar que había tenido una fuerte premonición de la catástrofe. Hechas estas advertencias esenciales, paso a copiar la narración al pie de la letra, empezando en la página tercera del ensangrentado cuaderno:

« ...sin embargo, durante mi cena en Reims con Coselli y con Gustavo Raymond, pude convencerme de que ni el uno ni el otro habían percibido ningún peligro especial en las capas más altas de la atmósfera. No les expuse lo que pensaba; pero como estuve tan próximo a ese peligro, tengo la seguridad de que si ellos lo hubiesen percibido de una manera parecida, habrían expuesto, sin duda alguna, lo que les había ocurrido. Ahora bien; esos dos aviadores son hombres vanidosos que sólo piensan en ver sus nombres en los periódicos. Es interesante hacer constar que ni el uno ni el otro pasaron nunca mucho más allá de los seiscientos metros de altura. Todos sabemos que en algunas ascensiones en globo y en la escalada de montañas se ha llegado a cifras más elevadas. Tiene que ser bastante más allá de esa altura cuando el aeroplano penetra en la zona de peligro, dando siempre por bueno el que mis conjeturas y corazonadas sean exactas.
La aviación se practica entre nosotros desde hace más de veinte años, y surge en el acto la siguiente pregunta: ¿Por qué este peligro no se ha descubierto hasta el día de hoy? La respuesta es evidente. Antaño, cuando se pensaba que un motor de cien caballos de las marcas Gnome o Green bastaba y sobraba para todas las necesidades, los vuelos eran muy limitados. En la actualidad, cuando el motor de trescientos caballos es la regla y no la excepción, el vuelo hasta las capas superiores de la atmósfera se ha hecho fácil y es más corriente. Algunos de nosotros podemos recordar que, siendo jóvenes, Garros conquistó celebridad mundial alcanzando los mil novecientos pies de altura y que se juzgó como hazaña extraordinaria el sobrevuelo de los Alpes. En la actualidad, la norma corriente es inmensamente más elevada, y se hacen veinte vuelos de altura al año por cada uno de los que se hacían en épocas pasadas. Muchos de esos vuelos de altura se han acometido sin problema alguno. Se han alcanzado los novecientos metros una y otra vez, sin más molestias que el frío y la dificultad de respirar. ¿Qué demuestra esto? Un visitante ajeno a nuestro planeta podría realizar mil descensos en éste sin ver jamás un tigre. Sin embargo, los tigres existen, y si ese visitante descendiera en el interior de una selva, quizá fuese devorado por ellos. Pues bien: en las regiones superiores del aire existen selvas y habitan en ellas cosas peores que los tigres. Yo creo que se llegará, andando el tiempo, a trazar mapas exactos de esas selvas y junglas. Hoy mismo podría yo citar los nombres de dos de ellas. Una se extiende sobre el distrito Pau-Biarritz, en Francia: la otra queda exactamente sobre mi cabeza en este momento, cuando escribo estas líneas en mi casa de Wiltshire. Y estoy por creer que existe otra en el distrito de Homburg-Wiesbaden.

Empecé a pensar en el problema al ver cómo desaparecían algunos aviadores. Claro está que todo el mundo aseguraba que habían caído en el mar; pero yo no me quedé en modo alguno satisfecho con esa explicación. Por ejemplo, el caso de Verrier en Francia: su aparato fue encontrado en las proximidades de Bayona, pero nunca se descubrió el paradero de su cadáver. Vino después el caso de Baxter, que desapareció, aunque su motor y una parte de la armazón de hierro fueron descubiertos en un bosque de Leicestershire. El doctor Middleton, de Amesbury, que seguía el vuelo de ese aviador por medio de un telescopio, declara que un momento antes de que las nubes ocultasen el campo visual, vio cómo el aparato, que se encontraba a enorme altura, picó súbitamente en línea perpendicular hacia arriba, y dio una serie de respingos sucesivos de que él jamás habría creído capaz a un aeroplano. Esa fue la última visión que se tuvo de Baxter. Se publicaron cartas en los periódicos, pero no se llegó a nada concreto. Ocurrieron otros casos similares, y de pronto se produjo la muerte de Harry Connor. ¡Qué alboroto se armó a propósito del misterio sin resolver que se encerraba en los aires, y cuántas columnas se imprimieron a ese respecto en los periódicos populares; pero qué poco se hizo para llegar hasta el fondo mismo del problema! Harry Connor descendió desde una altura ignorada y lo hizo en un fantástico planeo. No salió del aparato y murió en su asiento de piloto. ¿De qué murió? Enfermedad cardiaca, dijeron los médicos. ¡Tonterías! El corazón de Connor funcionaba tan a la perfección como funciona el mío. ¿Qué fue lo que dijo Venables? Venables fue el único que estaba al lado de Connor cuando murió. Dijo que el piloto temblaba, y daba la impresión de un hombre que ha sufrido un susto terrible. Murió de miedo, afirmó Venables; pero no podía imaginarse qué fue lo que le asustó. Una sola palabra pronunció el muerto delante de Venables; una palabra que sonó algo así como monstruoso. En la investigación judicial no lograron sacar nada en limpio. Pero yo sí que pude sacar. ¡Monstruos! Esa fue la última palabra que pronunció el pobre Harry Connor. Y, en efecto, murió de miedo, tal y como opinó Venables. Tenemos luego el caso de la cabeza de Myrtle. ¿Creen ustedes —cree en realidad alguien— que la fuerza de la caída desde lo alto puede arrancar limpiamente a una persona la cabeza del resto del cuerpo? Bien; quizá eso sea posible, pero yo al menos no he creído nunca que a Myrtle le ocurriese una cosa semejante. Tenemos, además, la grasa con que estaban manchadas sus ropas; alguien declaró en la investigación que estaban pegajosas de grasa. ¡Y pensar que esas palabras no intrigaron a nadie! A mí sí que me hicieron meditar, aunque, a decir verdad, ya pensaba en eso hace bastante tiempo. He llevado a cabo tres vuelos de altura, pero nunca llegué a la suficiente. ¡Cuántas bromas me dirigía Dangerfield a propósito de mi escopeta! En la actualidad, disponiendo como dispongo de este aparato ligero de Paul Veroner, con su motor Robur de ciento setenta caballos, podría alcanzar fácilmente mañana mismo los novecientos metros. Llevaré mi escopeta al tratar de superar esa marca, y quizá al mismo tiempo de apuntar a otra cosa. Es peligroso, sin duda alguna. Quien no quiera correr peligros es mejor que renuncie por completo a volar y que se acoja a las zapatillas de franela y al batín. Pero yo haré mañana una visita a la selva de la atmósfera, y si hay algo oculto en ella lo descubriré. Si vuelvo de la escalada, me habré convertido en hombre bastante célebre. Si no regreso, este cuaderno podrá servir de explicación de lo que intento hacer, y de cómo perdí mi vida al intentarlo. Pero, por favor, señores: nada de estúpidas chácharas acerca de accidentes y misterios.
CONTINUARA

domingo, 3 de julio de 2016

BESTIARIO DE CIENCIA FICCIÓN - UNA NUEVA VISIÓN: LOS POSEIDOS POR ARTHUR C. CLARKE

Los poseídos
Arthur C. Clarke
The possessed, © 1952 by Columbia Publications Inc.. Traducido por María J. Sabejano en Alcanza el mañana, relatos de Arthur C. Clarke, grandes éxitos BOLSILLO B-153 Ciencia Ficción-81, Ultramar Editores S. A., 1989.

Se dirigieron hacia el futuro... en busca de algo oculto en el distante pasado.

Clarke, en uno de sus cuentos más originales, nos recuerda que lo grande y lo pequeño están relacionados; ambos aspectos forman parte del proceso que está actuando en el Universo. Un proceso que, en su totalidad, es indiferente al hombre. Puede que las incursiones del hombre en el Universo, si es que llega a realizarlas, sean más como las de los lemmings, que progresiones racionales.
Brian Aldiss

Si no me falla la memoria, he escrito sólo dos cuentos basados en ideas sugeridas por otras personas. Uno de ellos es este, y aquí confieso mi agradecimiento a Mike Wilson, que puede compartir su parte de culpa.
Arthur C. Clarke

Y ahora este sol estaba tan cercano que el huracán de radiación estaba obligando al Swarm a volver a la obscura noche del espacio. Pronto ya no podría acercarse más; los ventarrones de luz sobre los cuales cabalgaba de estrella en estrella ya no podrían ser enfrentados tan cerca de su origen. A menos que encontrara un planeta muy pronto, y pudiera caer bajo la paz y seguridad de su sombra, este sol debía ser abandonado como ya lo habían sido tantos otros anteriormente.
Ya se habían buscado y descartado seis fríos mundos exteriores. O estaban congelados más allá de toda esperanza de vida orgánica, o si no albergaban entidades de especies que eran inútiles para el Swarm. Para que éste pudiera sobrevivir, debía encontrar huéspedes no demasiado distintos de aquellos que había abandonado en su sentenciado y distante hogar. Hacía millones de años que el Swarm había comenzado su viaje, barrido hacia las estrellas por los fuegos que produjo, al estallar, su propio sol. Aun así, el recuerdo de su perdida tierra natal era agudo y claro, un dolor que no moriría nunca.
Adelante había un planeta, arrastrando su cono de sombra a través de la noche barrida por las llamas. Los sentidos que el Swarm había desarrollado a lo largo de su extenso viaje se proyectaron hacia el mundo que se acercaba, se proyectaron y lo encontraron bueno. Los inclementes golpes de radiación cesaron cuando el negro disco del planeta eclipsó al Sol. El Swarm se deslizó suavemente en caída libre hasta que golpeó la franja exterior de la atmósfera. La primera vez que había descendido sobre un planeta casi encuentra la muerte, pero ahora contrajo su tenue substancia con la impensada habilidad que da la larga práctica, hasta que formó una esfera pequeña y firmemente tejida. Su velocidad disminuyó lentamente, hasta que al fin flotó inmóvil entre la tierra y el cielo.
Durante muchos años cabalgó los vientos de la estratosfera de polo a polo, o dejó que los silenciosos disparos del alba lo arrojaran hacia el oeste, apartándolo del sol naciente. En todos lados encontró vida, pero inteligencia en ninguno. Había cosas que se arrastraban, y volaban y saltaban, pero no había cosas que hablaran o construyeran. Dentro de diez millones de años podría haber aquí criaturas con mentes que el Swarm podría poseer y guiar para sus propios propósitos; pero ahora no había señal de ellas. No podía adivinar cuál de las innumerables formas de vida de este planeta sería la heredera del futuro, y sin tal huésped estaba indefenso..., un simple esquema de cargas eléctricas, una matriz de orden y propio conocimiento en un universo de caos. El Swarm no tenía control sobre la materia por sus propios medios, pero aun así, una vez que se hubiera alojado en la mente de una raza sensorial, no había nada que estuviera fuera de su poder.
No era la primera vez, y no sería la última, que el planeta fuera vigilado por un visitante del espacio..., pero nunca por ninguno en una tan peculiar y urgente necesidad. El Swarm se enfrentaba con un dilema atormentador. Podía comenzar una vez más sus agotadores viajes, esperando poder encontrar definitivamente las condiciones que buscaba, o podía esperar aquí sobre este mundo, haciendo tiempo hasta que se levantara una raza que se acomodara a sus propósitos.
Se movió como la niebla a través de las sombras, dejando que los vientos vagabundos lo llevaran donde quisieran. Los toscos y malformados reptiles de este joven mundo nunca lo vieron pasar, pero él los observó, grabando, analizando, tratando de extrapolar hacia el futuro. Había tan poco que elegir entre todas estas criaturas; ninguna de ellas mostraba siquiera los primeros débiles brillos de una mente consciente. Pero si abandonaba este mundo en búsqueda de otro, podría recorrer el universo en vano hasta el fin del tiempo.
Finalmente tomó una decisión. Debido a su propia naturaleza, podía elegir las dos alternativas. La mayor parte del Swarm continuaría sus viajes entre las estrellas, pero una porción de él permanecería sobre este mundo, como una semilla plantada en espera de la futura cosecha.
Comenzó a girar sobre su eje, y su tenue cuerpo se aplanó hasta convertirse en un disco. Ahora fluctuaba entre las fronteras de la visibilidad..., era un pálido fantasma, un débil fuego fatuo que súbitamente se escindió en dos fragmentos desiguales. La rotación murió lentamente: el Swarm se había convertido en dos, cada uno de ellos una entidad con todos los recuerdos del original, y todos sus deseos y necesidades.
Hubo un último intercambio de ideas entre padre e hijo que al mismo tiempo eran gemelos idénticos. Si todo anduviera bien para los dos, se encontrarían nuevamente en el futuro lejano, aquí en este valle entre las montañas. El que iba a permanecer aquí, retornaría a este punto a intervalos regulares, indefinidamente; el que continuara la búsqueda enviaría un emisario si alguna vez encontraba un mundo mejor. Y entonces se unirían nuevamente, sin ser ya exiliados sin hogar vagando en vano en medio de las indiferentes estrellas.
La luz del alba se derramaba sobre las montañas nuevas y desnudas cuando el Swarm padre se elevó para enfrentar al Sol. En el borde de la atmósfera, los ventarrones de radiación lo atraparon y lo barrieron irresistiblemente más allá de los planetas, para comenzar una vez más la interminable búsqueda.
El que quedó comenzó su igualmente desesperanzada tarea. Necesitaba un animal que no fuera de una especie tan escasa, que las enfermedades o los accidentes la hicieran extinguirse, ni tampoco tan pequeño que nunca pudiera adquirir poder sobre el mundo físico. Y debería multiplicarse rápidamente, de modo tal que su evolución pudiera ser dirigida y controlada tan suavemente como fuera posible. La búsqueda fue prolongada, y la elección difícil, pero al fin el Swarm seleccionó su huésped. Como la lluvia que se hunde en el suelo sediento, penetró en los cuerpos de ciertos pequeños lagartos y comenzó a dirigir sus destinos. Fue un trabajo intenso, aun para un ser que nunca podría conocer la muerte. Pasaron generaciones y generaciones de lagartos hasta que se produjo la más mínima mejora en la raza. Y siempre, de acuerdo con lo convenido, el Swarm retornaba a su cita entre las montañas. Siempre retornó en vano. No había mensajero proveniente de las estrellas que trajera noticias de mejor fortuna en alguna otra parte.
Los siglos se alargaron en milenios, los milenios en eones. De acuerdo con los estándares geológicos, los lagartos estaban ahora cambiando rápidamente. En realidad ya no eran lagartos, sino criaturas de sangre cálida, cubiertas de piel, que parían vivos a sus hijos. Todavía eran pequeñas y débiles, sus mentes eran rudimentarias, pero contenían las semillas de la futura grandeza.
Pero no sólo las criaturas vivientes cambiaban a medida que pasaban las épocas. Los continentes se separaban, las montañas se gastaban bajo el peso de las constantes lluvias. A través de todos estos cambios, el Swarm mantuvo su propósito; y siempre, en los plazos convenidos, iba al lugar de encuentro que se había elegido hacía ya tanto tiempo, esperaba pacientemente durante un rato y se alejaba. Quizá el Swarm padre todavía estaba buscando o quizá (era una idea terrible y difícil de aceptar) lo había alcanzado algún destino desconocido y había seguido el camino de la raza a la que había dominado anteriormente. No había nada que hacer más que esperar, y ver si la tenaz forma de vida de este planeta podía ser obligada a entrar en el sendero que conducía a la inteligencia.
Y así pasaron los eones...

En algún lugar del laberinto de la evolución, el Swarm cometió su error fatal y tomó el camino equivocado. Hacía cien millones de años que había llegado a la Tierra, y estaba muy cansado. No podía morir, pero podía degenerar. Los recuerdos de su viejo hogar y de sus destinos se estaban desvaneciendo: su inteligencia estaba decayendo aun cuando sus huéspedes estaban trepando la larga ladera que los conduciría al conocimiento de sí mismos.
Por una cósmica ironía, al dar el ímpetu que un día traería la inteligencia a este mundo, el Swarm se había consumido. Había alcanzado el último estado de parasitismo; ya no podía existir alejado de sus huéspedes. Ya nunca más podría cabalgar libre por sobre este mundo, conducido por el viento y por el sol. Para hacer el peregrinaje hasta el viejo lugar de encuentro, debía viajar lenta y penosamente dentro de mil pequeños cuerpos. Aun así continuaba la costumbre inmemorial, conducido por el deseo de reunión que lo quemaba con más voracidad que nunca, ahora que conocía la amargura del fracaso. Sólo si el Swarm padre retornara y lo reabsorbiera, podría conocer nueva vida y vigor.
Los glaciares llegaron y se fueron; las pequeñas bestias que ahora albergaban a la decadente inteligencia extraña, escaparon sólo por milagro de las garras del hielo. Los océanos conquistaron la tierra, y aun así la raza sobrevivió. Incluso se multiplicó, pero no podía hacer más. Este mundo no sería nunca su propiedad, porque muy lejos, en el corazón de otro continente, un cierto mono había descendido de los árboles, y estaba mirando hacia las estrellas con los primeros indicios de curiosidad.
La mente del Swarm se estaba dispersando, desparramándose entre un millón de pequeños cuerpos, y ya no era capaz de unirse y hacer imponer su voluntad. Había perdido toda cohesión, sus recuerdos se estaban desvaneciendo. En un millón de años como máximo, se habrían ido todos.
Sólo se mantenía una cosa..., la ciega urgencia que todavía, a intervalos, que por alguna extraña aberración se estaban volviendo cada vez más cortos, lo conducía a buscar su fin en un valle que había dejado de existir hacía ya mucho tiempo.

Recorriendo tranquilamente la senda de la luz lunar, el crucero de placer pasó la isla con su guiñante faro, y entró al fiordo. Era una noche calma y agradable, Venus se hundía en el oeste, más allá de las Faroes, y las luces del puerto se reflejaban apenas temblorosamente en las lejanas y quietas aguas.
Nils y Christina estaban extremadamente contentos. Parados uno al lado del otro contra la barandilla del barco, los dedos entrelazados, observaban las arboladas laderas que se deslizaban silenciosamente. Los altos árboles estaban inmóviles bajo la luz lunar, ni el menor soplo de viento removía sus hojas; desde charcos de sombra sus delgados troncos se elevaban pálidamente. Todo el mundo estaba dormido; solamente el barco se atrevía a quebrar el encanto que había hechizado la noche. De repente, Christina lanzó un pequeño gemido, y Nils sintió sus dedos apretarse convulsivamente sobre los suyos. Siguió su mirada: ella estaba mirando fijamente a través de las aguas, hacia los silenciosos centinelas del bosque.
–¿Qué pasa, querida?
–¡Mira! –replicó ella, en un suspiro que Nils apenas pudo escuchar.
–¡Allá, bajo los pinos!
Nils miró, y mientras lo hacía, la belleza de la noche se desvaneció lentamente, y terrores ancestrales llegaron gateando desde el exilio. Porque debajo de los árboles la tierra estaba viva: una sucia marea marrón se movía bajando las laderas de la colina y se sumergía en las aguas obscuras. Aquí había un claro sobre el cual caía, no ensombrecida, la luz lunar. Estaba cambiando incluso mientras él observaba: la superficie de la tierra parecía estar ondulándose hacia abajo, como una lenta cascada que buscara unirse con el mar.
Y entonces Nils se rió, y el mundo estuvo cuerdo una vez más. Christina lo miró, sorprendida pero confiada nuevamente.
–¿No te acuerdas? –sonrió–. Lo leímos en el diario de esta mañana. Lo hacen cada tanto y siempre de noche. Está pasando esto desde hace días.
Se estaba burlando de ella, alejando la tensión de los últimos minutos. Christina le devolvió la mirada y una lenta sonrisa iluminó su rostro.
–¡Por supuesto! –dijo ella– ¡Qué tonta soy! Luego se volvió una vez más hacia la Tierra, y su expresión se tornó triste, porque tenía muy buen corazón.
–¡Pobrecitas –suspiró–. Quisiera saber por qué lo hacen. Nils se encogió de hombros con indiferencia.
–Nadie lo sabe –contestó–. Es nada más que otro de esos misterios. Yo no pensaría en eso, si tanto te preocupa. Mira..., pronto estaremos en el puerto.
Se volvieron hacia las luces en donde estaba su futuro, y sólo una vez Christina miró hacia atrás, hacia la marca trágica y sin sentido que todavía flotaba sobre la luna.
Obedeciendo a un impulso cuyo significado nunca habían conocido, las sentenciadas legiones de lemmings habían encontrado el olvido bajo las olas.


Edición digital de Arácnido.



miércoles, 29 de junio de 2016

AL AGUA FRIKIS!!!

Recuerdo con mucho gusto y nostalgia este día, una de tantas y tan divertidas salidas del grupo TCW GDL , la calors estaba intensa y la carne asada deliciosa, y la convivencia ni se diga. espero con ansias otra salida así. 






martes, 21 de junio de 2016

BESTIARIO DE CIENCIA FICCIÓN - UNA NUEVA VISIÓN: EN LAS PROFUNDIDADES DE ARTHUR C. CLARKE

Siguiendo con la antología Bestiario les dejo el relato del día, disfrutenlo.
Arthur C. Clarke
The deep range, © 1954 (Argosy, Abril de 1954). Traducción de Joseph Ferrer i Aleu en Cuentos del planeta Tierra, Colección VIB 17/1, Ediciones B S.A., 1992.

Escribí el cuento En las profundidades en 1954, mucho antes del casi obsesivo interés actual por la exploración y la explotación de los océanos. Un año después fui al Great Barrier Reef, tal como expliqué en The coast of coral (La costa de Coral). Aquella aventura me dio ímpetu –y datos– para ampliar el cuento en una novela del mismo título, que terminé después de fijar mi residencia en Ceilán (hoy Sri Lanka).
Por esta razón, nunca volví a publicar el cuento original en ninguna de mis colecciones, y hoy ofrezco a los esperanzados aspirantes a doctores en Literatura Inglesa la oportunidad de «comparar y contrastar».
La idea de reunir en manadas a las ballenas es algo que aún no ha llegado, pero me pregunto si algún día llegará. En el curso del último decenio, las ballenas han adquirido tanto prestigio que la mayoría de los europeos y de los americanos antes comerían hamburguesas de perro o de gato que carne de ballena. Yo la probé una vez durante la Segunda Guerra Mundial: sabía a carne de vaca bastante dura.
Sin embargo, hay un producto de las profundidades que podría consumirse sin escrúpulos morales. ¿Qué les parecería un batido de leche de ballena?
Arthur C. Clarke

Había un asesino suelto en la zona. Un helicóptero de patrulla había visto a ciento cincuenta kilómetros de la costa de Groenlandia, el gran cadáver tiñendo el agua de rojo mientras flotaba en las olas. A los pocos segundos se había puesto en funcionamiento el intrincado sistema de alerta: los hombres trazaban círculos y movían piezas sobre la carta del Atlántico Norte, y Don Burley aún se estaba frotando los ojos cuando descendió en silencio hasta treinta metros de profundidad. Las luces verdes del tablero eran un símbolo resplandeciente de seguridad. Mientras esto no cambiase, mientras ninguna de las luces esmeralda pasara al rojo, todo iría bien para Don y su pequeña embarcación. Aire, carburante, fuerza: éste era el triunvirato que regía su vida. Si fallaba uno, descendería en un ataúd de acero hasta el cieno pelágico, como le había pasado a Johnnie Tyndall la penúltima temporada. Pero no había motivo para que fallasen; los accidentes que uno preveía, se dijo Don para tranquilizarse, no ocurrían nunca.
Se inclinó sobre el tablero de control y habló por el micro. Sub 5 aún estaba lo bastante cerca de la nave nodriza como para alcanzarla por radio, pero pronto tendría que pasar a los sónicos.
–Pongo rumbo 255, velocidad 50 nudos, profundidad 30 metros, el sonar en pleno funcionamiento... Tiempo calculado hasta el sector de destino, 70 minutos... Informaré a intervalos de 10 minutos. Esto es todo... Cambio.
La contestación, ya debilitada por la distancia, llegó al momento desde el Herman Melville.
–Mensaje recibido y comprendido. Buena caza. ¿Qué hay de los sabuesos?
Don se mordisqueó el labio inferior, reflexionando. Esto podía ser un trabajo que tuviese que hacer él solo. No tenía idea de dónde estaban en este momento Benj y Susan, en un radio de ochenta kilómetros. Lo seguirían sin duda si les hacía la señal, pero no podrían mantener su velocidad y pronto se quedarían atrás. Además, podía encontrarse con una pandilla de asesinos y lo último que quería era poner en peligro a sus marsopas cuidadosamente adiestradas. Era lógico y sensato. También apreciaba mucho a Susan y a Benj.
–Está demasiado lejos y no sé en qué voy a meterme –respondió–. Si están en el área de interceptación cuando llegue allí, puede que los llame.
Apenas pudo oír el asentimiento de la nave nodriza, y Don apagó la radio. Era hora de mirar a su alrededor.
Bajó las luces de la cabina para poder ver más claramente la pantalla del sonar, se caló la gafas Polaroid y escudriñó las profundidades. Éste era el momento en que Don se sentía como un dios, capaz de abarcar entre las manos un círculo de treinta kilómetros de diámetro del Atlántico, y de ver con claridad las todavía inexploradas profundidades, a cinco mil metros por debajo de él. El lento rayo giratorio de sonido inaudible estaba registrando el mundo en el que él flotaba, buscando amigos y enemigos en la eterna obscuridad donde jamás podía penetrar la luz. Los chillidos insonoros, demasiado agudos incluso para el oído de los murciélagos que habían inventado el sonar un millón de años antes que el hombre, latieron en la noche del mar: los débiles ecos se reflejaron en la pantalla como motas flotantes verdeazuladas.
Gracias a su mucha práctica, Don podía leer su mensaje con toda facilidad. A trescientos metros debajo de él, extendiéndose hasta el horizonte sumergido, estaba la capa de vida que envolvía la mitad del mundo. El prado hundido del mar subía y bajaba con el paso del sol, manteniéndose siempre al borde de la obscuridad. Pero las últimas profundidades no le interesaban. Las bandadas que guardaba y los enemigos que hacían estragos en ellas, pertenecían a los niveles superiores del mar.
Don pulsó el interruptor del selector de profundidad y el rayo del sonar se concentró automáticamente en el plano horizontal. Se desvanecieron los resplandecientes ecos del abismo, pero pudo ver más claramente lo que había aquí, a su alrededor, en las alturas estratosféricas del océano. Aquella nube reluciente a tres kilómetros delante de él era un banco de peces; se preguntó si la Base estaba enterada de esto, y puso una nota en su cuaderno de bitácora. Había algunas motas más grandes y aisladas al borde del banco: los carnívoros persiguiéndolo, asegurándose de que la rueda eternamente giratoria de la vida y la muerte no perdiese nunca su impulso. Pero este conflicto no era de la competencia de Don; él perseguía una caza mayor.
Sub 5 siguió navegando hacia el oeste, como una aguja de acero más rápida y mortífera que cualquiera de las otras criaturas que rondaban por los mares. La pequeña cabina, iluminada tan sólo por el resplandor de las luces del tablero de instrumentos, vibraba con fuerza al expulsar el agua las turbinas. Don examinó la carta y se preguntó cómo había podido penetrar esta vez el enemigo. Todavía había muchos puntos débiles, pues vallar los océanos del mundo había sido una tarea gigantesca. Los tenues campos eléctricos, extendidos entre generadores a muchas millas de distancia los unos de los otros, no podían mantener siempre a raya a los hambrientos monstruos de las profundidades. Éstos también estaban aprendiendo. Cuando se abrían las vallas, se deslizaban a veces entre las ballenas y hacían estragos antes de ser descubiertos.
El receptor de larga distancia hizo una señal que parecía un lamento, y Don marcó TRANSCRIBA. No era práctico transmitir palabras a cualquier distancia por un rayo ultrasónico, y además en clave. Don nunca había aprendido a interpretarla de oídas, pero la cinta de papel que salía de la rendija le solucionó esta dificultad.
HELICÓPTERO INFORMA MANADA. 50-100 BALLENAS DIRIGIÉNDOSE 95 GRADOS REF CUADRÍCULA X186475 Y438034 STOP. A GRAN VELOCIDAD. STOP. MELVILLE. CORTO.
Don empezó a poner las coordenadas en la cuadrícula, pero entonces vio que ya no era necesario. En el extremo de su pantalla había aparecido una flotilla de débiles estrellas. Alteró ligeramente el curso y puso rumbo a la manada que se acercaba.
El helicóptero tenía razón: se movían de prisa. Don sintió una creciente excitación, pues esto podía significar que huían y atraían a los asesinos hacia él. A la velocidad en que viajaban, estaría entre ellas dentro de cinco minutos. Apagó los motores y sintió el tirón hacia atrás del agua que lo detuvo muy pronto.
Don Burley, caballero de punta en blanco, permaneció sentado en su pequeña habitación débilmente iluminada, a quince metros por debajo de las brillantes olas del Atlántico, probando sus armas para el inminente conflicto. En aquellos momentos de serena tensión, antes de empezar la acción, su cerebro excitado se entregaba a menudo a estas fantasías. Se sentía pariente de todos los pastores que habían cuidado los rebaños desde la aurora de los tiempos. Era David, en los antiguos montes de Palestina, alerta contra los leones de montaña que querían hacer presa en las ovejas de su padre. Pero más cercanos en el tiempo, y sobre todo su espíritu, estaban los hombres que habían conducido las grandes manadas de reses en las llanuras americanas hacía tan sólo unas pocas generaciones. Ellos habrían comprendido su trabajo, aunque sus instrumentos les habrían parecido mágicos. La escena era la misma; sólo había cambiado la escala. No existía ninguna diferencia fundamental en que los animales al cuidado de Don pesasen casi cien toneladas y pastaran en las sabanas infinitas del mar.
La manada estaba ahora a menos de tres kilómetros de distancia y Don comprobó el continuo movimiento del sonar para concentrarlo en el sector que tenía delante. La imagen de la pantalla adoptó una forma de abanico cuando el rayo de sonar empezó a oscilar de un lado a otro; ahora podía contar el número de ballenas e incluso calcular su tamaño con bastante exactitud. Con ojos avezados empezó a buscar las rezagadas.
Don jamás hubiese podido explicar qué atrajo al instante su atención hacia los cuatro ecos en el borde sur de la manada. Cierto que estaban un poco apartados de los demás, pero otros se habían rezagado más. Y es que el hombre adquiere un sexto sentido cuando lleva bastante tiempo contemplando las pantallas de sonar; un instinto que le permite deducir más de lo normal de las motas en movimiento. Sin pensarlo, accionó el control que pondría en marcha las turbinas. El Sub 5 empezaba a moverse cuando resonaron tres golpes sordos en el casco, como si alguien llamase a la puerta y quisiera entrar.
–¡Que me aspen! –dijo Don–. ¿Cómo habéis llegado aquí?
No se molestó en encender la TV; habría reconocido la señal de Benj en cualquier parte. Las marsopas estaban sin duda en las cercanías y lo habían localizado antes de que él diese el toque de caza. Por milésima vez, se maravilló de su inteligencia y de su fidelidad. Era extraño que la Naturaleza hubiese realizado dos veces el mismo truco: en tierra, con el perro; en el océano, con la marsopa. ¿Por qué querían tanto estos graciosos animales marinos al hombre a quien debían tan poco? Esto hacía pensar que a fin de cuentas la raza humana valía algo, ya que podía inspirar una devoción tan desinteresada.
Se sabía desde hacía siglos que la marsopa era al menos tan inteligente como el perro y que podía obedecer órdenes verbales muy complejas. Todavía se estaban haciendo experimentos; si éstos tenían éxito, la antigua sociedad entre el pastor y el mastín tendría un nuevo modelo en la vida.
Don puso en marcha los altavoces ocultos en el casco del submarino y empezó a hablar con sus acompañantes. La mayoría de los sonidos que emitía no habrían significado nada a los oídos humanos; eran producto de una larga investigación por parte de los etólogos de la World Food Administration. Dio una orden y la reiteró para asegurarse de que lo habían comprendido. Después comprobó con el sonar que Benj y Susan lo estaban siguiendo a popa, tal como les había dicho.
Los cuatro ecos que le habían llamado la atención eran ahora más claros y cercanos, y el grueso de la manada de ballenas había pasado más allá, hacia el este. No temía una colisión; los grandes animales, incluso en su pánico, podían sentir su presencia con la misma facilidad con que él detectaba la de ellos, y por medios similares. Don se preguntó si debía encender su radiofaro. Ellos reconocerían su imagen sonora y esto les tranquilizaría. Pero el enemigo aún desconocido también podía reconocerle.
Se acercó para una interceptación y se inclinó sobre la pantalla como para extraer de ella, por pura fuerza de voluntad, hasta las menores informaciones que pudiese proporcionarle. Había dos grandes ecos, a cierta distancia entre ellos, y uno iba acompañado de un par de satélites más pequeños. Don se preguntó si llegaba demasiado tarde. Pudo imaginarse la lucha a muerte que se desarrollaba en el agua a menos de un par de kilómetros. Aquellas dos manchitas más débiles debían de ser el enemigo (tiburones o pequeños cetáceos asesinos) atacando a una ballena mientras una de sus compañeras permanecía inmovilizada por el terror, sin más armas para defenderse que sus poderosas aletas.
Ahora estaba casi lo bastante cerca para ver. La cámara de TV, en la proa del Sub 5, escrutó la penumbra, pero al principio sólo pudo mostrar la niebla de plancton. Entonces empezó a formarse en el centro de la pantalla una forma grande y vaga, con dos compañeras más pequeñas debajo de ella. Don estaba viendo, con la mayor precisión pero irremediablemente limitado por el alcance de la luz ordinaria, lo que el sonar le había comunicado.
Casi al instante, se percató del error que había cometido. Los dos satélites eran crías, no tiburones. Era la primera vez que veía una ballena con gemelos; aunque los partos múltiples no eran desconocidos, la ballena hembra sólo podía amamantar a dos pequeños a la vez y generalmente sólo sobrevivía el más vigoroso. Ahogó su contrariedad, el error le había costado muchos minutos y debía empezar la búsqueda de nuevo.
Entonces oyó el frenético golpeteo en el casco que significaba peligro. No era fácil asustar a Benj, y Don le gritó para tranquilizarlo mientras hacía girar el Sub 5 de manera que la cámara pudiese registrar las aguas a su alrededor. Se había vuelto automáticamente hacia la cuarta mota en la pantalla del sonar, el eco que había imaginado, por su tamaño, que era otra ballena adulta. Y vio que, a fin de cuentas, había localizado el sitio preciso.
–¡Dios mío! –exclamó en voz baja–. No sabía que los hubiese tan grandes.
En otras ocasiones había visto grandes tiburones, pero se trataba de vegetarianos inofensivos. Éste (pudo darse cuenta a primera vista) era un tiburón de Groenlandia, el asesino de los mares del Norte. Se creía que podía alcanzar hasta nueve metros de largo, pero este ejemplar era mayor que el Sub 5. No tenía menos de doce metros desde el hocico a la cola y, cuando él lo descubrió, se estaba ya volviendo contra su víctima. Como cobarde que era, iba a atacar a una de las crías.
Don gritó a Benj y a Susan, y observó que entraban a toda prisa en su campo visual. Se preguntó un instante por qué odiarían tanto las marsopas a los tiburones; entonces soltó los controles, dejando al piloto automático la tarea de enfocar el blanco. Retorciéndose y girando tan ágilmente como cualquier otra criatura marina de su tamaño, Sub 5 empezó a acercarse al tiburón, dejando en libertad a Don para concentrarse en el armamento.
El asesino estaba tan absorto en su presa que Benj lo pilló completamente desprevenido, golpeándole justo detrás del ojo izquierdo. Debió de ser un golpe doloroso: un morro duro como el hierro, impulsado por un cuarto de tonelada de músculos moviéndose a ochenta kilómetros por hora, es algo que ni los peces más grandes pueden menospreciar. El tiburón giró en redondo en una curva extraordinariamente cerrada y Don casi saltó de su asiento al virar de golpe el submarino. Si esto continuaba así, le sería difícil emplear el aguijón. Pero al menos el asesino estaba ahora demasiado ocupado como para pensar en sus presuntas víctimas.
Benj y Susan estaban acosando al gigante como los perros que muerden las patas de un oso furioso. Eran demasiado ágiles para ser presa de aquellas feroces mandíbulas, y Don se maravilló de la coordinación con que trabajaban. Cuando uno de ellos emergía para respirar, el otro esperaba un minuto para poder seguir el ataque con su compañero.
Parecía que el tiburón no se daba cuenta de que un adversario mucho más peligroso se le estaba viniendo encima y que las marsopas no eran más que una maniobra de distracción. Esto convenía mucho a Don; la próxima operación sería difícil, a menos que pudiese mantener un rumbo fijo durante quince segundos como mínimo. En caso de necesidad, podía usar los pequeños torpedos, y sin duda lo habría hecho si hubiese estado solo frente a una bandada de tiburones. Pero la situación era confusa y había un sistema mejor. Prefería la técnica del estoque a la de la granada de mano.
Ahora estaba a tan sólo quince metros de distancia y se acercaba con rapidez. Nunca se le ofrecería una oportunidad mejor. Apretó el botón de lanzamiento.
De debajo de la panza del submarino salió disparado algo que parecía una raya. Don había reducido la velocidad de la embarcación; ahora ya no tenía que acercarse más. El pequeño proyectil, en forma de flecha y de sólo medio metro de anchura, podía moverse más de prisa que la embarcación y recorrería el trayecto en pocos segundos. Mientras avanzaba a gran velocidad, fue soltando el fino cable de control, como una araña subacuática desprendiendo su hilo. A lo largo del cable pasaba la energía que impulsaba al aguijón y las señales que lo dirigían hacia el objetivo. Don se había olvidado completamente de su propia embarcación, en su esfuerzo por guiar aquel misil submarino. Respondía tan de prisa a su contacto que tuvo la impresión de que estaba controlando un sensible y enérgico corcel.
El tiburón vio el peligro menos de un segundo antes del impacto. El parecido del aguijón con una raya corriente le había confundido, tal como habían pretendido los diseñadores del arma. Antes de que el pequeño cerebro pudiese darse cuenta de que ninguna raya se comportaba de aquella manera, el misil dio en el blanco. La aguja hipodérmica de acero, impulsada por la explosión de un cartucho, atravesó la dura piel del tiburón y éste saltó en un frenesí de pánico. Don puso rápidamente marcha atrás, pues un coletazo le haría saltar como un guisante en un bote y podría incluso causar daño al Sub 5. Ahora no podía hacer nada más, salvo hablar por el micrófono y llamar a sus mastines.

El maldito asesino estaba tratando de arquear el cuerpo para poder arrancarse el dardo envenenado.
Don había guardado ya el aguijón en su escondite, satisfecho de haber podido recobrar indemne el misil. Observó despiadadamente cómo el monstruo sucumbía a su parálisis.
Sus movimientos se estaban debilitando. Nadaba sin rumbo y, en una ocasión, Don tuvo que apartarse hábilmente a un lado para evitar un choque. Al perder el control de flotación, el animal ascendió moribundo a la superficie. Don no trató de seguirlo; esto podía esperar hasta que hubiese resuelto asuntos más importantes.
Encontró a la ballena y a sus dos crías a un kilómetro y las examinó minuciosamente. Estaban ilesas, y no había necesidad por tanto de llamar al veterinario, en su especial submarino de dos plazas, capaz de resolver cualquier crisis cetológica, desde un dolor de estómago a una cesárea. Don tomó nota del número de la madre, grabado debajo de las aletas. Las crías, a juzgar por su tamaño, eran de esta temporada y aún no habían sido marcadas.
Don estuvo un rato observando. Ya no estaban alarmadas, y una comprobación por el sonar le había mostrado que la manada había interrumpido su desaforada fuga. Se preguntó cómo podían saber lo que había ocurrido; se había aprendido mucho sobre la comunicación entre ballenas, pero muchas cosas aún seguían siendo un misterio.
–Espero que me agradezca lo que he hecho por usted, señora –murmuró.
Entonces, mientras pensaba que cincuenta toneladas de amor maternal era un espectáculo realmente asombroso, vació los depósitos y ascendió a la superficie.
El mar estaba en calma, por lo que abrió el compartimiento estanco y asomó la cabeza por la pequeña torre. El agua se hallaba a sólo unos centímetros de su barbilla, y de vez en cuando una ola hacía un decidido esfuerzo para inundar la embarcación. Había poco peligro de que esto ocurriese pues había fijado la escotilla de manera que era como un tapón completamente eficaz.
A quince metros de distancia, un bulto largo y de color de pizarra, como una barca panza arriba, se estaba meciendo en la superficie. Don lo miró e hizo algunos cálculos mentales. Una bestia de este tamaño sería muy valiosa: con un poco de suerte, tal vez conseguiría una doble recompensa. Dentro de unos minutos radiaría su informe, pero de momento era agradable respirar el aire fresco del Atlántico y sentir el cielo despejado sobre su cabeza.
Una bomba gris saltó desde las profundidades y volvió a caer sobre la superficie del agua, salpicándolo de espuma. No era más que la modesta manera que tenía Benj de llamar su atención; un instante después, la marsopa se encaramó a la torre, para que Don pudiera acariciarle la cabeza. Sus ojos grandes e inteligentes se fijaron en él: ¿era mera imaginación, o bailaba en sus pupilas un regocijo casi humano?
Como de costumbre, Susan se mantuvo tímidamente a distancia hasta que los celos pudieron más que ella y empujó a Benj a un lado. Don distribuyó sus caricias con imparcialidad y se disculpó porque no tenía nada para darles. Decidió reparar esta omisión en cuanto regresase al Herman Melville.
–También iré a nadar con vosotras –prometió– con tal de que os portéis bien la próxima vez.
Se frotó reflexivamente un gran cardenal producido por las ganas de jugar de Benj, y se preguntó si no era ya un poco viejo para juegos tan duros como éste.
–Es hora de volver a casa –dijo firmemente, metiéndose en la cabina y cerrando de golpe la escotilla. De pronto notó que estaba hambriento y que aún no había tomado el desayuno. No había muchos hombres en el mundo con más derecho que él a la comida de la mañana. Había salvado para la humanidad más toneladas de carne, aceite y leche de lo que se podría calcular.
Don Burley era el guerrero feliz, volviendo a casa después de una batalla que el hombre siempre tendría que librar. Estaba manteniendo a raya el espectro del hambre con el que había tenido que enfrentarse la humanidad en todas las etapas anteriores, pero que nunca volvería a amenazar al mundo mientras los grandes cultivos de plancton produjesen millones de toneladas de proteínas, y las manadas de ballenas obedeciesen a sus nuevos amos.
El hombre había vuelto al mar después de eones de exilio; hasta que se congelasen los océanos, no volvería a tener hambre...
Don miró la pantalla al fijar el rumbo. Sonrió al ver los dos ecos que sostenían el ritmo de la mancha de luz central correspondiente a su embarcación.
–Aguantad –dijo–. Los mamíferos debemos mantenernos juntos.
Entonces puso en marcha el piloto automático y se retrepó en su asiento.

Y ahora Benj y Susan oyeron un ruido muy peculiar que subía y bajaba contra el zumbido de las turbinas. Se había filtrado débilmente a través de las paredes de Sub 5, y sólo los sensibles oídos de las marsopas podían haberlo detectado. Pero por muy inteligentes que fuesen, difícilmente se hubiese podido esperar que comprendiesen por qué Don Burley estaba anunciando, en voz estridente, que se estaba dirigiendo a la Última Ronda...