sábado, 3 de septiembre de 2016

BESTIARIO DE CIENCIA FICCIÓN - UNA NUEVA VISIÓN: EL HORROR DE LAS ALTURAS POR SIR ARTHUR CONAN DOYLE (3)

CONTINUACIÓN PARTE 3
Fue en esos momentos cuando me ocurrió una cosa extraordinaria. Sentí que pasaba por mi lado, y que se me adelantaba, algo sibilante, que dejaba un reguero de humo y que estalló con un ruido estrepitoso y siseante, despidiendo una nube de vapor. De momento no pude imaginarme lo que había ocurrido. Luego recordé que la Tierra sufre un constante bombardeo de piedras meteóricas, y que apenas sería habitable si esas piedras no se vaporizaran la mayoría de las veces al entrar en las capas exteriores de la atmósfera. He ahí un peligro más para el aviador de las grandes alturas; lo digo porque pasaron por mi lado otras dos cuando estaba acercándome a la marca de los doce mil metros. No me cabe la menor duda de que ese peligro ha de ser muy grande en el borde de la envoltura de la Tierra.
La aguja de mi barógrafo marcaba doce mil trescientos metros cuando me di cuenta de que ya no podía seguir subiendo. Para mi físico, el esfuerzo no era todavía tan grande como para no soportarlo; pero mi aparato sí que había llegado a su límite. El aire rarificado no presentaba apoyo firme a las alas, y el más mínimo movimiento se convertía en un deslizamiento lateral; los controles respondían como con pereza. Quizá si el motor hubiese funcionado de una manera perfecta hubiésemos podido subir otros trescientos metros, pero seguía teniendo fallos, y dos de los diez cilindros parecían estar inutilizados. Si no había alcanzado aún la zona del espacio que venía buscando, era evidente que ya no tropezaría con ella en este viaje. ¿Y no sería posible que la hubiese alcanzado ya? Cerniéndome en círculo, lo mismo que un colosal halcón, al nivel de los doce mil metros, dejé que el monoplano marchase libre, y me dediqué a observar con cuidado los alrededores con mis prismáticos Mannheim. El firmamento estaba absolutamente limpio, sin indicio alguno de los peligros que yo había supuesto.
He dicho que me cernía trazando círculos. Se me ocurrió de pronto que haría bien en dar una mayor amplitud a esos círculos, trazando una nueva ruta aérea. El cazador que penetra en una selva terrestre la atraviesa cuando busca levantar caza. Mis razonamientos me llevaron a pensar que la selva aérea que yo había supuesto tenía que estar más o menos por encima del Wiltshire. En ese caso, debía de estar hacia el sur y el oeste de donde me encontraba. Me orienté por el sol, puesto que la brújula de nada me servía, y tampoco era visible punto alguno de la Tierra; sólo se distinguía la lejana llanura plateada de nubes. Sin embargo, obtuve la dirección hacia el punto señalado. Calculé que mi provisión de gasolina duraría otra hora, más o menos; pero podía permitirme gastarla hasta la última gota, ya que me era posible en cualquier momento lanzarme en un planeo continuo y magnífico que me condujese hasta la superficie de la Tierra.
De pronto tuve la sensación de algo nuevo para mí. La atmósfera que tenía delante había perdido su transparencia cristalina. Estaba cubierta de manojitos alargados y desflecados de una cosa que yo podría comparar únicamente con las volutas finísimas del humo de cigarrillos. Flotaba formando roscas y guirnaldas, y se retorcía y giraba lentamente a la luz del sol. Cuando el monoplano los atravesó como una flecha, percibí en mis labios un regusto débil de aceite, y en las partes de madera del aparato apareció una espuma grasienta. Se habría dicho que en la atmósfera flotaba una materia orgánica enormemente tenue. Orgánica, pero sin vida, como algo difuso y naciente, que se extendía por miles de metros cuadrados y que se iba desflecando hasta penetrar en el vacío. No; aquello no tenía vida. ¿Y no podrían ser unos restos de vida? Y, sobre todo, ¿no podría ser el alimento de una vida, de una vida monstruosa, de la misma manera que la pobre grasa del océano sirve de alimento a la enorme ballena? Eso iba pensando cuando alcé los ojos y distinguí la más asombrosa visión que se ofreció nunca a los ojos de un hombre. ¿Podré describírsela al lector tal como yo mismo la vi el jueves pasado?
Imagínese el lector una medusa de mar como las que cruzan por nuestros mares en verano, en forma de campana y de un tamaño enorme; mucho más voluminosa, por lo que a mí me pareció, que la cúpula de la iglesia de San Pablo. Su color era ligeramente sonrosado, con venas de un fino color verde; pero el conjunto de aquella colosal construcción era tan tenue que apenas se vislumbraba su silueta sobre el fondo azul oscuro del firmamento.
Un ritmo suave y regular marcaba sus pulsaciones. De ese cuerpo enorme colgaban dos tentáculos verdes y fláccidos que se balanceaban con lentitud hacia atrás y hacia adelante. Esa visión magnífica cruzó suavemente, con silenciosa majestad, por encima de mi cabeza; era tan ingrávida y frágil como una pompa de jabón, y se deslizó majestuosa por su ruta.
Yo había impreso un medio viraje a mi monoplano, a fin de poder seguir contemplando aquel ser grandioso; de pronto, y de forma instantánea, me encontré en medio de una escuadra de otros similares, de todos los tamaños, aunque ninguno de la magnitud del primero. Algunos eran pequeñísimos, pero la mayoría tenía más o menos el volumen de un globo aerostático corriente, con idéntica curvatura en la parte superior. Se observaba en ellos una finura de grano y de color que me trajo a la memoria los espejos venecianos de mejor calidad. Los matices predominantes eran el rosa y el verde, pero todos mostraban encantadoras iridiscencias allí donde el sol brillaba a través de sus formas delicadas. Cruzaron, dejándome atrás, algunos centenares de esos seres, formando una escuadra fantástica y maravillosa de bajeles sorprendentes y desconocidos en el océano del firmamento. Eran unas criaturas cuyas formas y sustancia se hallaban tan a tono con aquellas alturas serenas que no podía concebirse cosa tan delicada dentro del radio visual y de sonido de nuestra tierra.
Pero un nuevo fenómeno atrajo casi en seguida mi atención: el de las serpientes de las regiones exteriores de la atmósfera. Eran éstas unas espirales largas, delgadas y fantásticas de una materia vaporosa, que giraban y se enroscaban con gran rapidez, volando y retorciéndose sobre sí mismas con tal velocidad que mis ojos apenas podían seguirlas. Algunos de esos seres fantasmales tenían seis o nueve metros de largo, y era difícil calcular su grosor, porque sus diluidos perfiles parecían esfumarse en la atmósfera que las rodeaba. Esas serpientes aéreas eran de un color gris muy claro, del color del humo, advirtiéndose en su interior algunas líneas más oscuras, que producían la impresión de un auténtico organismo. Una de esas serpientes pasó rozándome casi la cara. Tuve la sensación de un contacto frío y viscoso; pero la composición era tan impalpable que no me sugirió la idea de ninguna clase de peligro físico, como tampoco me lo sugirieron los bellos seres acampanados que los habían precedido. Su contextura no ofrecía solidez mayor que la espuma flotante que deja una ola al romperse.
Pero me esperaba otra experiencia más terrible. Dejándose caer ingrávida desde una gran altura, vino hacia mí una mancha vaporosa y purpúrea. Cuando la vi por vez primera me pareció pequeña, pero se fue agrandando con rapidez mientras se me aproximaba, hasta llegar a ser de centenares de metros cuadrados de extensión. Aunque moldeada en alguna sustancia transparente y como gelatinosa, tenía contornos mucho más marcados y una consistencia más sólida que todo lo que había visto antes. Se advertían también detalles de que poseía una organización física; destacaban de una manera especial dos láminas circulares, enormes y sombreadas, a uno y otro lado, que podían ser sus ojos, y entre las dos láminas un saliente blanco perfectamente sólido, que presentaba la curvatura y la crueldad del pico de un buitre.
El aspecto general de aquel monstruo era terrible y amenazador; cambiaba constantemente de colores, pasando desde un malva muy claro hasta un púrpura sombrío e irritado, tan espeso que, al interponerse entre mi monoplano y el sol, proyectó una sombra. En la curva superior de su cuerpo inmenso se distinguían tres grandes salientes, que sólo se me ocurre comparar con enormes burbujas, y al contemplarlas quedé convencido de que estaban repletas de algún gas extraordinariamente ligero, con el fin de sostener la masa informe y semisólida que flota en el aire rarificado.
Aquel ser avanzó rápido, manteniéndose paralelo al monoplano y siguiendo fácilmente su misma velocidad; me escoltó en un trecho de más de veinte millas, cerniéndose sobre mí como ave de presa que espera el instante de lanzarse sobre su víctima. Su sistema de avance —tan rápido que no era fácil seguirlo— consistía en proyectar delante de él un saliente largo y gelatinoso que, a su vez, parecía tirar hacia sí el resto de aquel cuerpo que se contorsionaba constantemente. Era tan elástico y gelatinoso que no ofrecía en dos momentos sucesivos idéntica conformación, y, sin embargo, a cada nuevo cambio parecía más amenazador y repugnante.
Me di cuenta de que traía malas intenciones. Lo pregonaba con los sucesivos aflujos purpúreos de su repugnante cuerpo. Aquellos ojos difusos y salientes, vueltos siempre hacia mí, eran fríos e implacables dentro de su rencorosa solidez. Lancé mi monoplano en picada para huir de aquello. Al hacer yo esa maniobra, se disparó con la rapidez de un relámpago desde aquella masa de burbuja flotante un largo tentáculo y cayó tan rápido y sinuoso como un trallazo sobre la parte delantera de mi aparato. Al apoyarse por un instante sobre el ardiente motor, se oyó un ruidoso silbido, y el tentáculo se retiró con la misma rapidez, y el cuerpo enorme y sin relieve se encogió como acometido de un dolor súbito. Yo me dejé caer en picada; pero el tentáculo volvió a descargarse sobre mi monoplano, y la hélice lo cortó con la misma facilidad que habría cortado una voluta de humo. Una espiral larga, reptante, pegajosa, parecida al anillo de una serpiente, me agarró por detrás, rodeó mi cintura y comenzó a arrastrarme fuera del fuselaje. Yo pugné por libertarme; mis dedos se hundieron en la superficie viscosa, gelatinosa, y logré desembarazarme por un instante de aquella presión; sólo por un instante, porque otro anillo me aferró por una de mis botas y me dio tal tirón que casi me hizo caer de espaldas.
En ese momento disparé los dos cañones de mi escopeta, aunque era lo mismo que atacar a un elefante con una honda, pues no se podía suponer que ningún arma humana dejara lisiado a aquel volumen gigantesco. Sin embargo, mi puntería fue mejor de lo que yo podía imaginar; una de las grandes ampollas o burbujas que aquel ser tenía en lo alto de la espalda estalló con una tremenda explosión al ser perforada por los proyectiles de mi escopeta. Había acertado en mi suposición: aquellas vejigas enormes y transparentes encerraban un gas que las distendía con su fuerza elevadora. El cuerpo enorme y de aspecto de nube cayó instantáneamente de costado, en medio de retorcimientos desesperados para volver a encontrar el equilibrio, y mientras tanto el pico blanco castañeteaba y jadeaba, presa de una furia espantosa.
Pero yo había huido, lanzándome por el plano más agudo que me atreví a buscar; mi motor a toda marcha, y la hélice en plena propulsión, unidos a la fuerza de gravedad, me lanzaron hacia tierra lo mismo que un meteorito. Al volver la vista, vi que la mancha informe y purpúrea se empequeñecía rápidamente hasta fundirse en el azul del firmamento que dejaba atrás. Yo me encontraba fuera de la selva mortal de la región exterior de la atmósfera.
Cuando me vi fuera de peligro, cerré la válvula del combustible del motor, porque no hay nada que destroce con tanta rapidez un avión como lanzarse con toda la potencia del motor desde gran altura. El mío fue un vuelo planeado magnífico, en espiral, desde casi diez mil metros de altura primero, hasta el nivel del banco de nubes de plata; después, hasta la nube tormentosa del estrato inferior, y, por último, atravesando los goterones de lluvia, hasta la superficie de la tierra. Al salir de las nubes, distinguí por debajo de mí el canal de Bristol; pero como aún me quedaba en el depósito algo de gasolina, me metí veinte millas tierra adentro antes de aterrizar en un campo que quedaba a media milla de la aldea de Ashcombe. Un automóvil que pasaba por allí me cedió tres latas de gasolina, y a las seis y diez minutos de aquella tarde logré posarme suavemente en un prado de mi propia casa, en Devizes, después de una excursión que ningún ser humano ha realizado jamás, quedando con vida para contarlo. He visto la belleza y he visto también el espanto de las alturas; no existe al alcance del Hombre una belleza mayor y un espanto mayor que ésos.
Pues bien: tengo el proyecto de retornar a esas alturas antes de anunciar al mundo lo que he descubierto. Me mueve a ello mi necesidad de mostrar algo tangible, a manera de prueba, antes de dar a conocer a los hombres lo que he relatado. Es cierto que pronto otros seguirán mi camino y traerán la confirmación de lo que he afirmado; pero quisiera convencer a todos desde el primer momento. No creo que resulte difícil la captura de aquellas encantadoras burbujas iridiscentes del aire. Se dejan arrastrar con tanta lentitud en su carrera que un monoplano rápido no tendría dificultad alguna en interceptarlas. Es muy probable que se disuelvan en las capas más densas de la atmósfera, en cuyo caso todo lo que yo podría traer a tierra sería un montoncito de jalea amorfa. Sin embargo, no dejaría de ser algo que proporcione consistencia a mi relato. Sí, volveré a subir, aunque con ello corra un peligro. No parece que abunden esos espantables seres purpúreos. Es probable que no tropiece con ninguno; pero si tropiezo, me zambulliré en el acto hacia la tierra. En el peor de los casos, dispongo siempre de mi escopeta y sé que debo apuntar...»

Aquí falta, por desgracia, una página del manuscrito. En la siguiente, con letras grandes e inseguras, aparecen estas líneas:

« ...doce mil novecientos metros. No volveré a ver tierra. Por debajo de mí hay tres de esos seres. ¡Que Dios me valga, porque será morir de muerte espantosa!»


Tal es, al pie de la letra, el relato de Joyce-Armstrong. De su autor nada ha vuelto a saberse. En el coto de mister Budd-Lushington, en los límites de Kent y de Sussex, a pocas millas del lugar en que fue encontrado el cuaderno, se han recogido algunas piezas de su monoplano destrozado. Si resulta cierta la hipótesis del desdichado aviador sobre la existencia de lo que él llama "selva aérea" en un espacio limitado de las regiones atmosféricas que quedan encima del sudoeste de Inglaterra, se deduciría de ello que Joyce-Armstrong lanzó su monoplano a toda velocidad para salir de ella, pero fue alcanzado y devorado por aquellos seres espantosos en algún lugar por debajo de la atmósfera exterior y por encima del sitio en el que fueron encontrados esos tristes restos. Una persona que aprecie su equilibrio cerebral preferiría no hacer hincapié en el cuadro de aquel monoplano resbalando a toda velocidad cielo abajo, perseguido por unos seres espantosos e innominados que se deslizaban con igual rapidez por debajo de él, cortándole siempre el camino de la tierra y estrechando poco a poco el cerco de su víctima. Sé muy bien que son muchos los que todavía se burlan de los hechos que acabo de relatar; pero incluso quienes se mofan tendrán que reconocer, por fuerza, que Joyce-Armstrong ha desaparecido, y yo les recomendaría que hiciesen caso de las palabras que escribió: «Este cuaderno podrá servir de explicación de lo que intento hacer, y de cómo perdí mi vida al intentarlo. Pero, por favor, señores: nada de estúpidas chácharas acerca de accidentes y misterios ».
FIN