jueves, 21 de julio de 2016

BESTIARIO DE CIENCIA FICCIÓN - UNA NUEVA VISIÓN: EL HORROR DE LAS ALTURAS POR SIR ARTHUR CONAN DOYLE (2)

...CONTINUACIÓN PARTE 2

Para realizar mi tarea he elegido mi monoplano Paul Veroner. Cuando se trata de hacer algo práctico, no hay nada como el monoplano. Ya Beaumont lo descubrió en los primeros días de la aviación. Empezando por que no le perjudica la humedad, y se tiene la impresión en todo momento de que se vuela entre nubes, este aparato mío es un pequeño y simpático modelo, que me responde del mismo modo que un caballo de boca blanda responde a las riendas. El motor es un Robur de seis cilindros, que desarrolla una potencia de ciento setenta y cinco caballos. Dispone de todos los adelantos modernos: fuselaje cerrado, buen tren de aterrizaje, frenos, estabilizadores giroscópicos y tres velocidades; se timonea mediante la alteración del ángulo de los planos, de acuerdo con el principio de las persianas de Venecia. Llevo conmigo una escopeta y una docena de cartuchos cargados con postas de caza mayor. ¡Qué cara puso Perkins, mi buen mecánico, cuando le ordené que pusiese esas cosas dentro del aparato! Me vestí con la indumentaria de un explorador del Polo Ártico, con dos elásticos debajo de mi traje especial, y con gruesos calcetines dentro de botas acolchadas, un pasamontañas con orejeras, y mis anteojeras de talco. Dentro del cobertizo me ahogaba de calor, pero yo pretendía subir a alturas de Himalayas y tenía que ataviarme en consecuencia. Perkins se dio cuenta de que yo me traía entre manos algo importante, y me suplicó que lo dejara acompañarme. Quizá lo habría hecho si el aparato hubiese sido un biplano, pero el monoplano es cosa de un solo hombre, si de veras se quiere aprovechar toda su capacidad de ascensión. Metí, como es lógico, una bolsa de oxígeno; quien intente superar la marca de altura y no la lleve se desvanecerá o se hará pedazos, si no le ocurren ambas cosas a la vez.
Revisé cuidadosamente los planos del timón, la dirección y la palanca elevadora. Hecho eso, me metí en el aparato. Todo, por lo que pude ver, estaba en condiciones. Entonces puse en marcha el motor y comprobé que funcionaba suavemente. Cuando soltaron el aparato, éste se elevó casi al instante en su velocidad mínima. Tracé un par de círculos por encima de mi campo de aviación para que el motor se calentara; saludé entonces a Perkins y a los demás con la mano, puse horizontales los planos y puse el motor en la máxima velocidad. El aparato se deslizó igual que una golondrina a favor del viento por espacio de doce o quince kilómetros; luego lo levanté un poco de cabeza y empezó a subir trazando una enorme espiral, en dirección al banco de nubes que tenía por encima de mí. Es de la máxima importancia ir ganando altura lentamente para adaptar el organismo a la presión atmosférica conforme se sube.
El día era sofocante y caluroso para lo que suele ser un mes de septiembre en Inglaterra, y se advertían el silencio y la pesadez de la lluvia inminente. De cuando en cuando llegaban súbitas ráfagas de viento por el sudoeste. Una de ellas fue tan violenta e inesperada que me sorprendió y casi me hizo cambiar de dirección. Recuerdo los tiempos en que bastaba una ráfaga, un súbito torbellino o un bache en el aire para poner en peligro a un aparato; eso ocurría antes de que aprendiésemos a dotar a nuestros aeroplanos de motores potentes capaces de dominarlo todo. En el momento en que yo alcanzaba los bancos de nubes y el altímetro señalaba los novecientos metros, comenzó a caer la lluvia. ¡Qué manera de diluviar! El agua tamborileaba sobre las alas del aparato y me azotaba en la cara, empañando mis anteojos de manera que apenas podía distinguir nada. Puse la máquina a la velocidad mínima, porque resultaba difícil avanzar a contralluvia. Al ganar altura, la lluvia se convirtió en granizo, y no tuve más remedio que volverle la espalda. Uno de los cilindros dejó de funcionar; creo que por culpa de una bujía sucia; pero yo seguía subiendo, a pesar de todo, y a la máquina le sobraba fuerza. Todas esas molestias del cilindro, obedeciesen a la causa que fuere, pasaron al cabo de un rato, y pude oír el runruneo pleno y profundo de la máquina, los diez cilindros cantaban al unísono. Ahí es donde se advierte la belleza de nuestros modernos silenciadores. Nos permiten el control de nuestros motores por el oído. ¡Cómo chillan, berrean y sollozan cuando funcionan defectuosamente! Antaño se perdían todos esos gritos con que piden socorro, porque el estruendo monstruoso del aparato se lo tragaba todo. ¡Qué lástima que los aviadores primitivos no puedan resucitar para ver la belleza y la perfección del mecanismo, conseguidas al precio de sus vidas!
A eso de las nueve y media me estaba aproximando a las nubes. Allá abajo, convertida en borrón oscuro por la lluvia, se extendía la gran llanura de Salisbury. Media docena de aparatos volaban llevando pasajeros a una altura de seiscientos metros, y parecían negras golondrinas sobre el fondo verde. Supongo que se preguntaban qué diablos hacía yo tan arriba, en la región de las nubes. De pronto se extendió por debajo de mí una cortina gris y sentí que los pliegues húmedos del vapor formaban torbellinos alrededor de mi cara. Experimenté una sensación desagradable de frío y de viscosidad. Pero me encontraba sobre la tormenta de granizo, y eso era una ventaja. La nube era tan negra y espesa como las nieblas londinenses. Anhelando salir de ella, dirigí el aparato hacia arriba hasta que resonó la campanilla de alarma, y advertí que me estaba deslizando hacia atrás. Las alas de mi aparato, empapadas de agua, le habían dado un peso mayor que el que yo pensaba; pero entré en una nube menos espesa y no tardé en superar la primera capa nubosa. Surgió una segunda capa, de color opalino y como deshilachada, a gran altura por encima de mi cabeza; me encontré, pues, con un techo igualmente blanco por encima y con un suelo negro e ininterrumpido por debajo, mientras el monoplano ascendía trazando una espiral enorme entre los dos estratos de nubes. En esos espacios de nube a nube se experimenta una mortal sensación de soledad. En cierta ocasión, se me adelantó una gran bandada de pequeñas aves acuáticas, que volaban rapidísimas hacia Occidente. El rápido revuelo de sus alas y sus chillidos sonoros fueron una delicia para mis oídos. Creo que se trataba de cercetas, pero valgo poco como zoólogo. Ahora que nosotros los hombres nos hemos convertido en pájaros, sería preciso que aprendiésemos a conocer a fondo y de una sola ojeada a nuestras hermanas las aves.
Por debajo de mí, el viento soplaba con fuerza e imprimía balanceos a la inmensa llanura de nubes. En un momento dado se formó una gran marea, un torbellino de vapores, y a través de su centro, que tomó la configuración de una chimenea, distinguí un trozo del mundo lejano. Un gran biplano blanco cruzó a enorme profundidad debajo de mí. Me imagino que sería el encargado del servicio matutino de correos entre Bristol y Londres. El agujero provocado por el torbellino de nubes volvió a cerrarse y entonces nada alteró la inmensa soledad en que me encontraba.
Poco después de las diez alcancé el borde inferior del estrato superior de nubes. Estaban formadas por finos vapores diáfanos que se deslizaban rápidamente desde el Oeste. Durante todo ese tiempo había ido creciendo de manera constante la fuerza del viento, hasta convertirse en una fuerte brisa de cuarenta y cinco kilómetros por hora, según mi aparato. La temperatura era ya muy fría, a pesar de que mi altímetro sólo señalaba los dos mil setecientos metros. El motor funcionaba admirablemente, y nos lanzamos hacia arriba con firme runruneo. El banco de nubes era de mayor espesor que lo calculado por mí, pero pude salir de él, poco después, descubriendo un cielo sin nubes y un sol brillante, es decir, todo azul y oro por encima; y todo plata brillante por debajo, formando una llanura inmensa y luminosa hasta perderse de vista. Eran ya más de las diez y cuarto y la aguja del barógrafo señalaba los tres mil cuatrocientos metros. Seguí subiendo y subiendo, con el oído puesto en el profundo rumor de mi motor y los ojos clavados tan pronto en el indicador de revoluciones como en el marcador del combustible y en la bomba de aceite. Con razón se afirma que los aviadores son gente que no conoce el miedo. La verdad es que tienen que pensar en tantas cosas que no les queda tiempo para preocuparse por sí mismos. Fue en ese momento cuando advertí la poca confianza que se podía tener en la brújula al alcanzar determinadas alturas. A los cuatro mil quinientos metros la mía señalaba hacia occidente, con un punto de desviación hacia el sur; pero el sol y el viento me proporcionaron la orientación exacta.
A semejantes alturas esperaba encontrar una inmovilidad absoluta; pero a cada cien metros de nueva elevación el viento adquiría mayor fuerza. Mi aparato se estremecía y todas sus junturas y remaches gruñían cuando se ponía de cara al viento y resultaba arrastrado como una hoja de papel cuando yo lo frenaba para hacer un viraje, resbalando a favor del viento a una velocidad superior, quizá, a la que ha viajado mortal alguno. Sin embargo, tenía que seguir haciendo virajes a sotavento, porque lo que me proponía no era únicamente superar la marca de altura. Según todos mis cálculos mi selva aérea quedaba por encima del pequeño Wiltshire, y todo mi esfuerzo resultaría perdido si saliera a la superficie superior del estrato de nubes más allá de ese punto.
Cuando alcancé los cinco mil setecientos metros de altura, a eso del mediodía, el viento soplaba con tal fuerza que no pude menos que observar con algo de preocupación los soportes de mis alas, temiendo que de un momento a otro estallasen, o se aflojasen. Incluso llegué a preparar el paracaídas que llevaba atrás y aseguré su gancho en la argolla de mi cinturón de cuero, para estar preparado por si ocurría lo peor. Había llegado el momento en que la más pequeña chapucería en la tarea del mecánico se paga con la vida del aviador. El aparato, sin embargo, resistió valerosamente. Todas las fibras y tirantes zumbaban y vibraban lo mismo que cuerdas de arpa bien templada; pero resultaba magnífico ver cómo el aparato seguía imponiéndose a la naturaleza y enseñoreándose del firmamento, a pesar de todos los golpes y sacudidas. Algo de divino hay, sin duda alguna, en el Hombre mismo, para que haya podido superar las limitaciones que parecían serle impuestas por la Creación; para superarlas, además, con el desprendimiento, el heroísmo y la abnegación que ha demostrado en esta conquista del aire. ¡Que se callen los que hablan de que el hombre degenera! ¿En qué época de los anales de nuestra raza se ha escrito hazaña como la de la aviación?
Éstos eran los pensamientos que circulaban por mi cerebro mientras trepaba por aquel monstruoso plano inclinado, y el viento me azotaba unas veces en la cara y otras me silbaba detrás de las orejas, y el reino de nubes que quedaba por debajo de mí se hundía a tal distancia que los pliegues y montículos de plata habían quedado alisados y convertidos en una llanura resplandeciente. Pero tuve de pronto la sensación de algo horrible y sin precedentes. Antes había tenido conciencia práctica de lo que suponía encontrarse metido dentro de un torbellino, pero jamás en un torbellino de semejante magnitud. Aquella enorme y arrebatadora riada de viento de la que he hablado tenía dentro de su corriente, según parece, unos remolinos tan monstruosos como ella. Me vi arrastrado súbitamente, y sin un segundo de advertencia, hasta el centro de uno de ellos. Giré sobre mí mismo por espacio de un par de minutos con tal velocidad que perdí casi el sentido, y de pronto caí a plomo, sobre el ala izquierda, dentro de la hueca chimenea que formaba el eje del torbellino. Caí lo mismo que una piedra y perdí casi trescientos metros de altura. Sólo gracias a mi cinturón permanecí en mi asiento, y el golpe de la sorpresa y la falta de respiración me dejaron tirado y casi insensible, de bruces sobre el costado del fuselaje. Pero yo he sido siempre capaz de realizar un esfuerzo supremo; ése es mi único gran mérito como aviador. Tuve la sensación de que el descenso se frenaba. El torbellino tenía más bien forma de cono que de túnel vertical, y yo me había metido durante mi ascensión justo en el vértice. Con un tirón terrorífico, echando todo mi peso a un lado, enderecé los planos del timón y me zafé del viento. Un instante después salía como una bala de aquel oleaje y me deslizaba suavemente hacia abajo por el firmamento. Después, zarandeado, pero victorioso, dirigí la cabeza del aparato hacia arriba y reanudé mi firme esfuerzo en espiral hacia lo alto. Di un gran rodeo para evitar la zona de riesgo del torbellino, y no tardé en hallarme a salvo por encima de él. Muy poco después de la una me encontraba a seis mil trescientos metros sobre el nivel del mar. Vi con júbilo que había salido por encima del huracán y que el aire se iba calmando más y más a cada cien metros que subía.
Por otro lado, la temperatura era muy fría, y sentí las nauseas características que se producen por el enrarecimiento del aire. Desatornillé por vez primera la boca de mi bolsa de oxígeno y aspiré de cuando en cuando una bocanada del reconfortante gas. Lo sentía correr por mis venas igual que una bebida cordial, y me sentí jubiloso casi hasta el punto de la borrachera. Me puse a gritar y cantar mientras me remontaba cada vez más arriba, dentro de un mundo exterior helado y silencioso.

Para mí es cosa completamente clara que la insensibilidad que se apoderó de Glaisher, y en menor grado de Coxwell, cuando llegaron, en 1862, en su ascensión en globo, hasta la altura de nueve mil metros, fue causada por la extraordinaria velocidad con que se realiza una subida perpendicular. No se producen esos síntomas tan espantosos cuando la ascensión se lleva a cabo siguiendo una suave pendiente, acostumbrándose de ese modo, por una graduación lenta, a la menor presión barométrica. A esa misma altura de los nueve mil metros no necesité ni inhalador de oxígeno, y pude respirar sin mucha fatiga. Sin embargo, el frío era crudísimo, y mi termómetro estaba a cero grado. A la una y media me hallaba yo a casi once mil metros por encima de la superficie terrestre, y seguía elevándome más y más. Comprobé, sin embargo, que el aire rarificado presentaba un apoyo mucho menos sensible a mis planos, y en consecuencia fue necesario rebajar mucho mi ángulo de ascenso. Era evidente que, a pesar de lo ligero de mi peso y de la gran fuerza de mi motor, llegaría a un punto del que no podría pasar. Para empeorar la situación aún más, una de las bujías empezó a fallar, y el motor producía explosiones intermitentes a destiempo. Me angustié, temiendo el fracaso.
CONTINUARA

domingo, 17 de julio de 2016

UN POCO MÁS DE RITSUKA

 Hace 6 años (pfft como pasa el tiempo) conteste este test que alguien hiso favor de pasarme, hoy, para variarle un poquito se me ocurrio volverlo a hacer, a ver que tanto a cambiado y por si quieren saber un poquito más de mi ;)

• Nombre: Ritsuka Kitsune
 • Alias: Ritsu, Rits, Ritszi... y otros derivados, Kitsune, Yuuko (este ya nadie me lo dice), en pocas ocasiones Rociel, Kary, laura y otros tantos nombres que no son el mio (real) XD
 • Signo del zodiaco: Tauro ^^
  • Estatura: 1.60 ¬¬
 • Color de ojos: cafes
 • Color de cabello: actualmente cobrizo con puntas californianas rojas/rosas/naranjas
 • Dónde te gustaría ir de vacaciones?: Japon, Europa, New York
 • ¿Qué canción estás escuchando ahora? : Absolutamente - Fangoria
 • ¿A quién odias?: a medio mundo, soy sociologa XD
  • Un amigo / a: no tngo un amig@ tngo much@s
 • Un animal: gato owo
 • Piercing o tatuaje: ambos owo... pero no me dan permiso -.-
 • Un color: morado
 • Época en la que te gustaría vivir: Me han gustado mis epocas, pero los 90's los ame
 • Una serie de televisión: The Big Bang Theory... (aunque actualmente ya no veo televisión)
  • Marca de cigarrillos: no fumo
 • El día más feliz: El dia ke estoy con Fer ^///^ ... o en dia en el ke compro zapatos o ropa o muñecas o mangas o me llevan a comer *w*
 • El día más triste: el día que las cosas no me van bien y todo el universo conspira en mi contra
 • Como eres de feliz?: Suficiente... supongo... no me quejo... tanto XD
 • Un defecto propio: Falta de modestia XD y tacto (?)
 • Una virtud propia: Toda yo soy una Virtud ^.^
 • Mayor virtud de una persona: La inteligencia
• Frío o calor?: Frio
 • Estas enamorado / a? : sip n///n 
• Una estación: Invierno
 • Tienes buen humor? : a veces
 • Alguien a quien le debes mucho?: ummmmm... a muchas personitas lindas que me han apoyado, Yo sé que saben quienes son, y si algún día leen esto GRACIAS!!!
 • Ultima película que viste?: Independence Day Resurgence (meh)
 • Una canción: Peluquitas - Nancys Rubias (estoy traumada con esa canción en este momento y me encantaría hacer un video de ella XD)
 • Cuando tienes problemas que te suele ayudar?: mis amig@s, el internet, un buen libro, Fer, Hideki
 • ¿Sientes que la importas a alguien?: ... supongo, pero no sé que tanto... 
• Cuando sueles llorar? : ammmm... cuando me viene el periodo, duele T.T... cuando Fer me hace llorar u.u ... o cuando me viene en gana XD
 • ¿Hay alguien enamorado de ti?: sip n///n
 • ¿Cómo de paciencia?: pfft depende de la situación, para "l@s amig@s" demasiada, al grado que llegan a hacerme daño por no saber cuando parar de aguantar :S
 • Te has emborrachado alguna vez?: sip jeje ^^'
 • Te gustan los ojos de ...: Olivia Wilde *¬* o los ojos verdes en los chavos lindos doble *¬*
 • Un numero: 7
 • Un sueño cumplido: mm... mi relación, y mi aceptación de mi misma actual.
 • Un buen recuerdo: muchos... pero el que se me venga a la cabeza en este momento... cuando llegaron mis primeras monsters <3 p="">
 • Un postre: mousse de chocolate *¬*
 • Una letra: R
 • El día o la noche?: Noche
 • Rollito o relación sería?: relación seria (esta pregunta es una pendejada tomando en cuenta las anteriores sobre el amor)
 • Ríes a menudo?: JAJAJA sip XD
 • Rubios o morenos?: es lo mismo
 • La persona que más te ha ayudado: mm... Fer y Hideki
 • La persona que mas te conoce: Fer
 • ¿Has llorado alguna vez por alguien?: sip, más de una vezu.u
 • Has ayudado a alguien?: Espero ke sip ^^'
 • Bebida favorita: Vodka
 • ¿Has probado los porros?: sí
 • Sexo o amor? : ambos 
 • Sales por las noches?: no mucho... aunque me gusta ^^
 • ¿Dónde vas?: Voy a la mitad de este eteeeerno test XD 
 • Emisora de radio: ... últimamente la "que buena" que es la que escucha el del camión en la mañana, no soy mucho de radio.
 • Una serie de dibujos animados: Evangelion (pense en cambiarla, pero creo que a la fehca sigue siendo la que más me apasiona... aunque no es mi favorita, es extraño XD)
 • Una flor:  Orquidea
 • Asignatura favorita: Cultura ^^
 • ¿Crees que es factible tener un amor a distancia?: a lo mejor, nunca lo he intentado
 • Tu hobbie favorito: Cosplay !!!!!!!! y el art nail y coleccionar cosas, muchas cosas ^^
 • Tu nombre favorito: Ritsuka ^^
 • Refresco favorito: Frutastica
 • Comida preferida: sushi
• Tienda favorita: ... todas? o.o... las de ropa linda y zapatos... zapatos *¬*... y las de cosas de anime <3 p="">
 • Has robado alguna vez?: sip XP
 • Eres sincero? : depende la situación... en la vida aprendes que no puedes ser sincero todo el tiempo y quien diga que sí lo es, es un hipócrita o un reverendo gilipollas.
 • Deportista preferido: Yevgueni Víktorovich Pliúshchenko
 • Actor favorito: Will Smith
 • Rubio, moreno o pelirrojo?: como sea :p
 • Un olor que te guste: chocolate y menta
 • Día de la semana preferido: Los sabados (siempre y cuando no trabaje)
 • ¿Tienes alguna manía?: jajaja un monton XP
 • ¿Qué?: pos que?
 • Fumas?: no...
 • Bebes?: cuando tengo sed
  • Género de cine favorito: Sci fi, Terror, misterio, fantastico(?)
 • Te has enamorado viendo tan sólo una foto?: Jared Leto *¬*
 • Churros o porras?: WTF???? ._.
 • Internet o televisión?: Internet!!! y por muchoo XD
 • Telecino o antena?: otra ves WTF???? qiien escribió las preguntas???? XD
 • ¿Te consideras inteligente?: sip
 • Idiomas que sabes leer y escribir: Español e ingles, estoy en proceso de aprendizaje de japones ^^
 • Idioma que te gustaría aprender: muchos!!
 • Has ganado algo en algún sorteo?: sip... que en este momento no recuerde en cual no quiere decir que no haya sido así XD
 • Juguete favorito?: maquina d coser y mis monster ^.^... ah! no mis monster son "elementos de colección" 
 • Una almohada o dos:? mas XD
 • Que te pone de buen humor?: Fer (a veces), mis amig@s, Nekojitablog, el internet (a veces), un buen libro, la música de mika y el video d a million ways to be cruel, y cocolates con menta, eso siempre me anima :D
 • ¿Cuántos hijos quieres tener?: DIOS! ninguno >.
 • Palabras que más dices: kyu (es una palabra? o.o), ñe! ¬¬, no mames, shit, nyau (?)
 • ¿Quién te felicitó primero en tu cumpleaños?: mm... ni idea o.o
 • Lugar para que te besen: depende de quien sea ;)
 • Día de cumpleaños: 5 mayo
 • Amas tanto a alguien como para llorar?: sip u.u
 • Mascotas?: Holly Canija (alias la pitu) y Setsuna la culebra
 • Gusto de helado favorito: chocomenta *¬*
 • Que tienes pensado hacer después de este test?: dormir XD
 • ¿Con qué edad te gustaría casarte?: mmm no sé, cuando tenga dinero para hacer la fiesta bien(?)
•Que hora es? : 11:23 x.x

martes, 5 de julio de 2016

BESTIARIO DE CIENCIA FICCIÓN - UNA NUEVA VISIÓN: EL HORROR DE LAS ALTURAS POR SIR ARTHUR CONAN DOYLE (1)


De la pluma de este reconocido escritor aunque no tan famoso medico, mucho más conocido por el celebre Detective de Baker Street al que dio vida, más que por cualquiera de sus otros muchos trabajos. Hoy les presento esta terrible historia, que como él lo sabe hacer te atrapa y de lo más convencional hace algo muy entramado y te enseña que siempre hay que mirar con muchísima atención y más de una vez las cosas antes de determinar lo que realmente pueden ser o significar. 
Esta obra no figura en el bestiario de Silverberg, pero como había comentado antes, algunos relatos los he ido agregando yo, este es uno de ellos. Quizá la mayoría piense que raya más en el horror que en la ciencia ficción, pero después de leerlo y recordando algunos casos de "ufos biológicos" avistados principalmente en Sudamérica, puede que a más de uno nos haga mirar al cielo de forma diferente.
El horror de las alturas
Sir Arthur Conan Doyle
The Horror of the Heights, © 1913 (Axxón 177 - septiembre de 2007). Traducción de ....
Arthur Ignatius Conan Doyle (Edimburgo, Escocia; 22 de mayo de 1859 – Crowborough, Inglaterra; 7 de julio de 1930), fue un escritor escocés célebre por la creación del personaje de Sherlock Holmes, detective de ficción famoso en el mundo entero.

Ha quedado descartada por cuantos han entrado a fondo en el estudio del caso la idea de que el extraordinario relato conocido con el nombre de Notas fragmentarias de Joyce-Armstrong sea una complicada y macabra broma tramada por un desconocido que poseía un perverso sentido del humor. Hasta el maquinador más fantástico y tortuoso vacilaría ante la perspectiva de ligar sus morbosas alucinaciones con sucesos trágicos y fehacientes para darles una mayor credibilidad. A pesar de que las afirmaciones hechas en esas notas sean asombrosas y lleguen incluso hasta la monstruosidad, lo cierto es que la opinión general se está viendo obligada a darlas por auténticas, y resulta imprescindible que reajustemos nuestras ideas de acuerdo con la nueva situación. Según parece, este mundo nuestro se encuentra ante un peligro por demás extraño e inesperado, del que únicamente lo separa un margen de seguridad muy ligero y precario. En este relato, en el que se transcribe el documento original en su forma, que es por fuerza algo fragmentaria, trataré de exponer ante el lector el conjunto de los hechos hasta el día de hoy, y como prefacio a lo que voy a narrar, diré que si alguien duda de lo que cuenta Joyce-Armstrong no puede ponerse ni por un momento en tela de juicio todo cuanto se refiere al teniente Myrtle, R. N. y a mister Harry Connor, que halló su fin, sin ninguna duda posible, de la manera que en el documento se describe.
Las Notas fragmentarias de Joyce-Armstrong fueron encontradas en el campo conocido con el nombre de Lower Haycook, que queda a una milla al oeste de la aldea de Withyham, en la divisoria de los condados de Kent y de Sussex. El día 15 del pasado mes de septiembre, James Flynn, un peón de labranza que trabaja con el agricultor Mathew Dodd, de la granja Chanutry, de Withyham, vio una pipa de palo de rosa cerca del sendero que rodea el cierre de arbustos de Lower Haycook. A pocos pasos de distancia recogió unos prismáticos rotos. Por último, distinguió entre algunas ortigas que había en el canal lateral un libro poco abultado, con tapas de lona, que resultó ser un cuaderno de hojas desprendibles, algunas de las cuales se habían soltado y se movían aquí y allá por la base de la cerca. El campesino las recogió, pero algunas de esas hojas, y entre ellas la que debía ser la primera del cuaderno, no se encontraron por más que se las buscó, y esas páginas perdidas dejan un vacío lamentable en este importantísimo relato. El peón entregó el cuaderno a su amo, y éste, a su vez, se lo mostró al doctor H. M. Atherton, de Hartfield. Este caballero comprendió en el acto la necesidad de que tal documento fuese sometido al examen de un técnico, y con ese objeto lo hizo llegar al Club Aéreo de Londres, donde se encuentra actualmente.
Faltan las dos primeras páginas del manuscrito, y también ha sido arrancada la página final en que termina el relato; sin embargo, su pérdida no le hace perder coherencia. Se supone que las primeras exponían en detalle los títulos que como aeronauta poseía mister Joyce-Armstrong, pero esos títulos pueden buscarse en otras fuentes, siendo algo reconocido por todos que nadie lo superaba entre los muchos pilotos aéreos de Inglaterra. Mister Joyce-Armstrong gozó durante muchos años la reputación de ser el más audaz y el más cerebral de los aviadores. Esa combinación de cualidades lo puso en condiciones de inventar y de poner a prueba varios dispositivos nuevos, entre los que está incluido el hoy corriente mecanismo giroscópico bautizado con su apellido. La parte principal del manuscrito está escrita con tinta y buena letra, pero, unas cuantas líneas del final lo están a lápiz y con letra tan confusa que resultan difíciles de leer. Para ser exactos, diríamos que están escritas como si hubiesen sido garrapateadas apresuradamente desde el asiento de un aeroplano en vuelo. Conviene que digamos también que hay varias manchas, tanto en la última página como en la tapa exterior, y que los técnicos del Ministerio del Interior han dictaminado que se trata de manchas de sangre, sangre humana probablemente y, sin duda alguna, de animal mamífero. Como en esas manchas de sangre se descubrió algo que se parece extraordinariamente al microbio de la malaria, y como se sabe que Joyce-Armstrong padecía de fiebres intermitentes, podemos presentar el caso como un ejemplo notable de las nuevas armas que la ciencia moderna ha puesto en manos de nuestros detectives.
Digamos ahora algunas palabras acerca de la personalidad del autor de este relato que hará época. Según lo que afirman los pocos amigos que sabían en verdad algo de Joyce-Armstrong, era un poeta y soñador, además de mecánico e inventor. Disponía de una fortuna importante, y había invertido buena parte de ella en su afición al vuelo. En sus cobertizos de las proximidades de Devizes tenía cuatro aeroplanos particulares, y se asegura que en el transcurso del año pasado realizó no menos de ciento setenta vuelos. Era hombre reservado y sufría de accesos de misantropía. En esos accesos esquivaba el trato con los demás. El capitán Dangerfield, que era quien más a fondo lo trataba, afirma que en ciertos momentos la excentricidad de su amigo amenazaba con adquirir contornos de algo más grave. Una manifestación de esa excentricidad era su costumbre de llevar una escopeta en su aeroplano.
Otro detalle característico era la impresión morbosa que produjo el accidente del teniente Myrtle en sus facultades. Éste había caído desde una altura aproximada de novecientos metros, cuando intentaba superar la marca. Aunque su cuerpo conservó su apariencia de tal, la verdad horrible fue que no quedó el menor rastro de su cabeza. Joyce-Armstrong, según cuenta Dangerfield, planteaba en toda reunión de aviadores la siguiente pregunta, subrayada con una enigmática sonrisa: ¿Quieren decirme a dónde fue a parar la cabeza de Myrtle?
En otra ocasión, estando de sobremesa en el comedor común de la Escuela de Aviación de Salisbury Plain, planteó un debate acerca de cuál sería el mayor peligro permanente con el que tendrían que enfrentarse los aviadores. Después de escuchar las opiniones que se fueron exponiendo acerca de los baches aéreos, la construcción defectuosa y la pérdida de velocidad, al llegarle el turno para exponer su opinión se encogió de hombros y rehusó hacerlo, dejando la impresión de que no estaba conforme con ninguna de las expuestas por sus compañeros.
No estará de más que digamos que, al examinar sus asuntos particulares después de la total desaparición de este aviador, se vio que lo tenía todo arreglado con tal precisión que parece indicar que había tenido una fuerte premonición de la catástrofe. Hechas estas advertencias esenciales, paso a copiar la narración al pie de la letra, empezando en la página tercera del ensangrentado cuaderno:

« ...sin embargo, durante mi cena en Reims con Coselli y con Gustavo Raymond, pude convencerme de que ni el uno ni el otro habían percibido ningún peligro especial en las capas más altas de la atmósfera. No les expuse lo que pensaba; pero como estuve tan próximo a ese peligro, tengo la seguridad de que si ellos lo hubiesen percibido de una manera parecida, habrían expuesto, sin duda alguna, lo que les había ocurrido. Ahora bien; esos dos aviadores son hombres vanidosos que sólo piensan en ver sus nombres en los periódicos. Es interesante hacer constar que ni el uno ni el otro pasaron nunca mucho más allá de los seiscientos metros de altura. Todos sabemos que en algunas ascensiones en globo y en la escalada de montañas se ha llegado a cifras más elevadas. Tiene que ser bastante más allá de esa altura cuando el aeroplano penetra en la zona de peligro, dando siempre por bueno el que mis conjeturas y corazonadas sean exactas.
La aviación se practica entre nosotros desde hace más de veinte años, y surge en el acto la siguiente pregunta: ¿Por qué este peligro no se ha descubierto hasta el día de hoy? La respuesta es evidente. Antaño, cuando se pensaba que un motor de cien caballos de las marcas Gnome o Green bastaba y sobraba para todas las necesidades, los vuelos eran muy limitados. En la actualidad, cuando el motor de trescientos caballos es la regla y no la excepción, el vuelo hasta las capas superiores de la atmósfera se ha hecho fácil y es más corriente. Algunos de nosotros podemos recordar que, siendo jóvenes, Garros conquistó celebridad mundial alcanzando los mil novecientos pies de altura y que se juzgó como hazaña extraordinaria el sobrevuelo de los Alpes. En la actualidad, la norma corriente es inmensamente más elevada, y se hacen veinte vuelos de altura al año por cada uno de los que se hacían en épocas pasadas. Muchos de esos vuelos de altura se han acometido sin problema alguno. Se han alcanzado los novecientos metros una y otra vez, sin más molestias que el frío y la dificultad de respirar. ¿Qué demuestra esto? Un visitante ajeno a nuestro planeta podría realizar mil descensos en éste sin ver jamás un tigre. Sin embargo, los tigres existen, y si ese visitante descendiera en el interior de una selva, quizá fuese devorado por ellos. Pues bien: en las regiones superiores del aire existen selvas y habitan en ellas cosas peores que los tigres. Yo creo que se llegará, andando el tiempo, a trazar mapas exactos de esas selvas y junglas. Hoy mismo podría yo citar los nombres de dos de ellas. Una se extiende sobre el distrito Pau-Biarritz, en Francia: la otra queda exactamente sobre mi cabeza en este momento, cuando escribo estas líneas en mi casa de Wiltshire. Y estoy por creer que existe otra en el distrito de Homburg-Wiesbaden.

Empecé a pensar en el problema al ver cómo desaparecían algunos aviadores. Claro está que todo el mundo aseguraba que habían caído en el mar; pero yo no me quedé en modo alguno satisfecho con esa explicación. Por ejemplo, el caso de Verrier en Francia: su aparato fue encontrado en las proximidades de Bayona, pero nunca se descubrió el paradero de su cadáver. Vino después el caso de Baxter, que desapareció, aunque su motor y una parte de la armazón de hierro fueron descubiertos en un bosque de Leicestershire. El doctor Middleton, de Amesbury, que seguía el vuelo de ese aviador por medio de un telescopio, declara que un momento antes de que las nubes ocultasen el campo visual, vio cómo el aparato, que se encontraba a enorme altura, picó súbitamente en línea perpendicular hacia arriba, y dio una serie de respingos sucesivos de que él jamás habría creído capaz a un aeroplano. Esa fue la última visión que se tuvo de Baxter. Se publicaron cartas en los periódicos, pero no se llegó a nada concreto. Ocurrieron otros casos similares, y de pronto se produjo la muerte de Harry Connor. ¡Qué alboroto se armó a propósito del misterio sin resolver que se encerraba en los aires, y cuántas columnas se imprimieron a ese respecto en los periódicos populares; pero qué poco se hizo para llegar hasta el fondo mismo del problema! Harry Connor descendió desde una altura ignorada y lo hizo en un fantástico planeo. No salió del aparato y murió en su asiento de piloto. ¿De qué murió? Enfermedad cardiaca, dijeron los médicos. ¡Tonterías! El corazón de Connor funcionaba tan a la perfección como funciona el mío. ¿Qué fue lo que dijo Venables? Venables fue el único que estaba al lado de Connor cuando murió. Dijo que el piloto temblaba, y daba la impresión de un hombre que ha sufrido un susto terrible. Murió de miedo, afirmó Venables; pero no podía imaginarse qué fue lo que le asustó. Una sola palabra pronunció el muerto delante de Venables; una palabra que sonó algo así como monstruoso. En la investigación judicial no lograron sacar nada en limpio. Pero yo sí que pude sacar. ¡Monstruos! Esa fue la última palabra que pronunció el pobre Harry Connor. Y, en efecto, murió de miedo, tal y como opinó Venables. Tenemos luego el caso de la cabeza de Myrtle. ¿Creen ustedes —cree en realidad alguien— que la fuerza de la caída desde lo alto puede arrancar limpiamente a una persona la cabeza del resto del cuerpo? Bien; quizá eso sea posible, pero yo al menos no he creído nunca que a Myrtle le ocurriese una cosa semejante. Tenemos, además, la grasa con que estaban manchadas sus ropas; alguien declaró en la investigación que estaban pegajosas de grasa. ¡Y pensar que esas palabras no intrigaron a nadie! A mí sí que me hicieron meditar, aunque, a decir verdad, ya pensaba en eso hace bastante tiempo. He llevado a cabo tres vuelos de altura, pero nunca llegué a la suficiente. ¡Cuántas bromas me dirigía Dangerfield a propósito de mi escopeta! En la actualidad, disponiendo como dispongo de este aparato ligero de Paul Veroner, con su motor Robur de ciento setenta caballos, podría alcanzar fácilmente mañana mismo los novecientos metros. Llevaré mi escopeta al tratar de superar esa marca, y quizá al mismo tiempo de apuntar a otra cosa. Es peligroso, sin duda alguna. Quien no quiera correr peligros es mejor que renuncie por completo a volar y que se acoja a las zapatillas de franela y al batín. Pero yo haré mañana una visita a la selva de la atmósfera, y si hay algo oculto en ella lo descubriré. Si vuelvo de la escalada, me habré convertido en hombre bastante célebre. Si no regreso, este cuaderno podrá servir de explicación de lo que intento hacer, y de cómo perdí mi vida al intentarlo. Pero, por favor, señores: nada de estúpidas chácharas acerca de accidentes y misterios.
CONTINUARA

domingo, 3 de julio de 2016

BESTIARIO DE CIENCIA FICCIÓN - UNA NUEVA VISIÓN: LOS POSEIDOS POR ARTHUR C. CLARKE

Los poseídos
Arthur C. Clarke
The possessed, © 1952 by Columbia Publications Inc.. Traducido por María J. Sabejano en Alcanza el mañana, relatos de Arthur C. Clarke, grandes éxitos BOLSILLO B-153 Ciencia Ficción-81, Ultramar Editores S. A., 1989.

Se dirigieron hacia el futuro... en busca de algo oculto en el distante pasado.

Clarke, en uno de sus cuentos más originales, nos recuerda que lo grande y lo pequeño están relacionados; ambos aspectos forman parte del proceso que está actuando en el Universo. Un proceso que, en su totalidad, es indiferente al hombre. Puede que las incursiones del hombre en el Universo, si es que llega a realizarlas, sean más como las de los lemmings, que progresiones racionales.
Brian Aldiss

Si no me falla la memoria, he escrito sólo dos cuentos basados en ideas sugeridas por otras personas. Uno de ellos es este, y aquí confieso mi agradecimiento a Mike Wilson, que puede compartir su parte de culpa.
Arthur C. Clarke

Y ahora este sol estaba tan cercano que el huracán de radiación estaba obligando al Swarm a volver a la obscura noche del espacio. Pronto ya no podría acercarse más; los ventarrones de luz sobre los cuales cabalgaba de estrella en estrella ya no podrían ser enfrentados tan cerca de su origen. A menos que encontrara un planeta muy pronto, y pudiera caer bajo la paz y seguridad de su sombra, este sol debía ser abandonado como ya lo habían sido tantos otros anteriormente.
Ya se habían buscado y descartado seis fríos mundos exteriores. O estaban congelados más allá de toda esperanza de vida orgánica, o si no albergaban entidades de especies que eran inútiles para el Swarm. Para que éste pudiera sobrevivir, debía encontrar huéspedes no demasiado distintos de aquellos que había abandonado en su sentenciado y distante hogar. Hacía millones de años que el Swarm había comenzado su viaje, barrido hacia las estrellas por los fuegos que produjo, al estallar, su propio sol. Aun así, el recuerdo de su perdida tierra natal era agudo y claro, un dolor que no moriría nunca.
Adelante había un planeta, arrastrando su cono de sombra a través de la noche barrida por las llamas. Los sentidos que el Swarm había desarrollado a lo largo de su extenso viaje se proyectaron hacia el mundo que se acercaba, se proyectaron y lo encontraron bueno. Los inclementes golpes de radiación cesaron cuando el negro disco del planeta eclipsó al Sol. El Swarm se deslizó suavemente en caída libre hasta que golpeó la franja exterior de la atmósfera. La primera vez que había descendido sobre un planeta casi encuentra la muerte, pero ahora contrajo su tenue substancia con la impensada habilidad que da la larga práctica, hasta que formó una esfera pequeña y firmemente tejida. Su velocidad disminuyó lentamente, hasta que al fin flotó inmóvil entre la tierra y el cielo.
Durante muchos años cabalgó los vientos de la estratosfera de polo a polo, o dejó que los silenciosos disparos del alba lo arrojaran hacia el oeste, apartándolo del sol naciente. En todos lados encontró vida, pero inteligencia en ninguno. Había cosas que se arrastraban, y volaban y saltaban, pero no había cosas que hablaran o construyeran. Dentro de diez millones de años podría haber aquí criaturas con mentes que el Swarm podría poseer y guiar para sus propios propósitos; pero ahora no había señal de ellas. No podía adivinar cuál de las innumerables formas de vida de este planeta sería la heredera del futuro, y sin tal huésped estaba indefenso..., un simple esquema de cargas eléctricas, una matriz de orden y propio conocimiento en un universo de caos. El Swarm no tenía control sobre la materia por sus propios medios, pero aun así, una vez que se hubiera alojado en la mente de una raza sensorial, no había nada que estuviera fuera de su poder.
No era la primera vez, y no sería la última, que el planeta fuera vigilado por un visitante del espacio..., pero nunca por ninguno en una tan peculiar y urgente necesidad. El Swarm se enfrentaba con un dilema atormentador. Podía comenzar una vez más sus agotadores viajes, esperando poder encontrar definitivamente las condiciones que buscaba, o podía esperar aquí sobre este mundo, haciendo tiempo hasta que se levantara una raza que se acomodara a sus propósitos.
Se movió como la niebla a través de las sombras, dejando que los vientos vagabundos lo llevaran donde quisieran. Los toscos y malformados reptiles de este joven mundo nunca lo vieron pasar, pero él los observó, grabando, analizando, tratando de extrapolar hacia el futuro. Había tan poco que elegir entre todas estas criaturas; ninguna de ellas mostraba siquiera los primeros débiles brillos de una mente consciente. Pero si abandonaba este mundo en búsqueda de otro, podría recorrer el universo en vano hasta el fin del tiempo.
Finalmente tomó una decisión. Debido a su propia naturaleza, podía elegir las dos alternativas. La mayor parte del Swarm continuaría sus viajes entre las estrellas, pero una porción de él permanecería sobre este mundo, como una semilla plantada en espera de la futura cosecha.
Comenzó a girar sobre su eje, y su tenue cuerpo se aplanó hasta convertirse en un disco. Ahora fluctuaba entre las fronteras de la visibilidad..., era un pálido fantasma, un débil fuego fatuo que súbitamente se escindió en dos fragmentos desiguales. La rotación murió lentamente: el Swarm se había convertido en dos, cada uno de ellos una entidad con todos los recuerdos del original, y todos sus deseos y necesidades.
Hubo un último intercambio de ideas entre padre e hijo que al mismo tiempo eran gemelos idénticos. Si todo anduviera bien para los dos, se encontrarían nuevamente en el futuro lejano, aquí en este valle entre las montañas. El que iba a permanecer aquí, retornaría a este punto a intervalos regulares, indefinidamente; el que continuara la búsqueda enviaría un emisario si alguna vez encontraba un mundo mejor. Y entonces se unirían nuevamente, sin ser ya exiliados sin hogar vagando en vano en medio de las indiferentes estrellas.
La luz del alba se derramaba sobre las montañas nuevas y desnudas cuando el Swarm padre se elevó para enfrentar al Sol. En el borde de la atmósfera, los ventarrones de radiación lo atraparon y lo barrieron irresistiblemente más allá de los planetas, para comenzar una vez más la interminable búsqueda.
El que quedó comenzó su igualmente desesperanzada tarea. Necesitaba un animal que no fuera de una especie tan escasa, que las enfermedades o los accidentes la hicieran extinguirse, ni tampoco tan pequeño que nunca pudiera adquirir poder sobre el mundo físico. Y debería multiplicarse rápidamente, de modo tal que su evolución pudiera ser dirigida y controlada tan suavemente como fuera posible. La búsqueda fue prolongada, y la elección difícil, pero al fin el Swarm seleccionó su huésped. Como la lluvia que se hunde en el suelo sediento, penetró en los cuerpos de ciertos pequeños lagartos y comenzó a dirigir sus destinos. Fue un trabajo intenso, aun para un ser que nunca podría conocer la muerte. Pasaron generaciones y generaciones de lagartos hasta que se produjo la más mínima mejora en la raza. Y siempre, de acuerdo con lo convenido, el Swarm retornaba a su cita entre las montañas. Siempre retornó en vano. No había mensajero proveniente de las estrellas que trajera noticias de mejor fortuna en alguna otra parte.
Los siglos se alargaron en milenios, los milenios en eones. De acuerdo con los estándares geológicos, los lagartos estaban ahora cambiando rápidamente. En realidad ya no eran lagartos, sino criaturas de sangre cálida, cubiertas de piel, que parían vivos a sus hijos. Todavía eran pequeñas y débiles, sus mentes eran rudimentarias, pero contenían las semillas de la futura grandeza.
Pero no sólo las criaturas vivientes cambiaban a medida que pasaban las épocas. Los continentes se separaban, las montañas se gastaban bajo el peso de las constantes lluvias. A través de todos estos cambios, el Swarm mantuvo su propósito; y siempre, en los plazos convenidos, iba al lugar de encuentro que se había elegido hacía ya tanto tiempo, esperaba pacientemente durante un rato y se alejaba. Quizá el Swarm padre todavía estaba buscando o quizá (era una idea terrible y difícil de aceptar) lo había alcanzado algún destino desconocido y había seguido el camino de la raza a la que había dominado anteriormente. No había nada que hacer más que esperar, y ver si la tenaz forma de vida de este planeta podía ser obligada a entrar en el sendero que conducía a la inteligencia.
Y así pasaron los eones...

En algún lugar del laberinto de la evolución, el Swarm cometió su error fatal y tomó el camino equivocado. Hacía cien millones de años que había llegado a la Tierra, y estaba muy cansado. No podía morir, pero podía degenerar. Los recuerdos de su viejo hogar y de sus destinos se estaban desvaneciendo: su inteligencia estaba decayendo aun cuando sus huéspedes estaban trepando la larga ladera que los conduciría al conocimiento de sí mismos.
Por una cósmica ironía, al dar el ímpetu que un día traería la inteligencia a este mundo, el Swarm se había consumido. Había alcanzado el último estado de parasitismo; ya no podía existir alejado de sus huéspedes. Ya nunca más podría cabalgar libre por sobre este mundo, conducido por el viento y por el sol. Para hacer el peregrinaje hasta el viejo lugar de encuentro, debía viajar lenta y penosamente dentro de mil pequeños cuerpos. Aun así continuaba la costumbre inmemorial, conducido por el deseo de reunión que lo quemaba con más voracidad que nunca, ahora que conocía la amargura del fracaso. Sólo si el Swarm padre retornara y lo reabsorbiera, podría conocer nueva vida y vigor.
Los glaciares llegaron y se fueron; las pequeñas bestias que ahora albergaban a la decadente inteligencia extraña, escaparon sólo por milagro de las garras del hielo. Los océanos conquistaron la tierra, y aun así la raza sobrevivió. Incluso se multiplicó, pero no podía hacer más. Este mundo no sería nunca su propiedad, porque muy lejos, en el corazón de otro continente, un cierto mono había descendido de los árboles, y estaba mirando hacia las estrellas con los primeros indicios de curiosidad.
La mente del Swarm se estaba dispersando, desparramándose entre un millón de pequeños cuerpos, y ya no era capaz de unirse y hacer imponer su voluntad. Había perdido toda cohesión, sus recuerdos se estaban desvaneciendo. En un millón de años como máximo, se habrían ido todos.
Sólo se mantenía una cosa..., la ciega urgencia que todavía, a intervalos, que por alguna extraña aberración se estaban volviendo cada vez más cortos, lo conducía a buscar su fin en un valle que había dejado de existir hacía ya mucho tiempo.

Recorriendo tranquilamente la senda de la luz lunar, el crucero de placer pasó la isla con su guiñante faro, y entró al fiordo. Era una noche calma y agradable, Venus se hundía en el oeste, más allá de las Faroes, y las luces del puerto se reflejaban apenas temblorosamente en las lejanas y quietas aguas.
Nils y Christina estaban extremadamente contentos. Parados uno al lado del otro contra la barandilla del barco, los dedos entrelazados, observaban las arboladas laderas que se deslizaban silenciosamente. Los altos árboles estaban inmóviles bajo la luz lunar, ni el menor soplo de viento removía sus hojas; desde charcos de sombra sus delgados troncos se elevaban pálidamente. Todo el mundo estaba dormido; solamente el barco se atrevía a quebrar el encanto que había hechizado la noche. De repente, Christina lanzó un pequeño gemido, y Nils sintió sus dedos apretarse convulsivamente sobre los suyos. Siguió su mirada: ella estaba mirando fijamente a través de las aguas, hacia los silenciosos centinelas del bosque.
–¿Qué pasa, querida?
–¡Mira! –replicó ella, en un suspiro que Nils apenas pudo escuchar.
–¡Allá, bajo los pinos!
Nils miró, y mientras lo hacía, la belleza de la noche se desvaneció lentamente, y terrores ancestrales llegaron gateando desde el exilio. Porque debajo de los árboles la tierra estaba viva: una sucia marea marrón se movía bajando las laderas de la colina y se sumergía en las aguas obscuras. Aquí había un claro sobre el cual caía, no ensombrecida, la luz lunar. Estaba cambiando incluso mientras él observaba: la superficie de la tierra parecía estar ondulándose hacia abajo, como una lenta cascada que buscara unirse con el mar.
Y entonces Nils se rió, y el mundo estuvo cuerdo una vez más. Christina lo miró, sorprendida pero confiada nuevamente.
–¿No te acuerdas? –sonrió–. Lo leímos en el diario de esta mañana. Lo hacen cada tanto y siempre de noche. Está pasando esto desde hace días.
Se estaba burlando de ella, alejando la tensión de los últimos minutos. Christina le devolvió la mirada y una lenta sonrisa iluminó su rostro.
–¡Por supuesto! –dijo ella– ¡Qué tonta soy! Luego se volvió una vez más hacia la Tierra, y su expresión se tornó triste, porque tenía muy buen corazón.
–¡Pobrecitas –suspiró–. Quisiera saber por qué lo hacen. Nils se encogió de hombros con indiferencia.
–Nadie lo sabe –contestó–. Es nada más que otro de esos misterios. Yo no pensaría en eso, si tanto te preocupa. Mira..., pronto estaremos en el puerto.
Se volvieron hacia las luces en donde estaba su futuro, y sólo una vez Christina miró hacia atrás, hacia la marca trágica y sin sentido que todavía flotaba sobre la luna.
Obedeciendo a un impulso cuyo significado nunca habían conocido, las sentenciadas legiones de lemmings habían encontrado el olvido bajo las olas.


Edición digital de Arácnido.