jueves, 21 de julio de 2016

BESTIARIO DE CIENCIA FICCIÓN - UNA NUEVA VISIÓN: EL HORROR DE LAS ALTURAS POR SIR ARTHUR CONAN DOYLE (2)

...CONTINUACIÓN PARTE 2

Para realizar mi tarea he elegido mi monoplano Paul Veroner. Cuando se trata de hacer algo práctico, no hay nada como el monoplano. Ya Beaumont lo descubrió en los primeros días de la aviación. Empezando por que no le perjudica la humedad, y se tiene la impresión en todo momento de que se vuela entre nubes, este aparato mío es un pequeño y simpático modelo, que me responde del mismo modo que un caballo de boca blanda responde a las riendas. El motor es un Robur de seis cilindros, que desarrolla una potencia de ciento setenta y cinco caballos. Dispone de todos los adelantos modernos: fuselaje cerrado, buen tren de aterrizaje, frenos, estabilizadores giroscópicos y tres velocidades; se timonea mediante la alteración del ángulo de los planos, de acuerdo con el principio de las persianas de Venecia. Llevo conmigo una escopeta y una docena de cartuchos cargados con postas de caza mayor. ¡Qué cara puso Perkins, mi buen mecánico, cuando le ordené que pusiese esas cosas dentro del aparato! Me vestí con la indumentaria de un explorador del Polo Ártico, con dos elásticos debajo de mi traje especial, y con gruesos calcetines dentro de botas acolchadas, un pasamontañas con orejeras, y mis anteojeras de talco. Dentro del cobertizo me ahogaba de calor, pero yo pretendía subir a alturas de Himalayas y tenía que ataviarme en consecuencia. Perkins se dio cuenta de que yo me traía entre manos algo importante, y me suplicó que lo dejara acompañarme. Quizá lo habría hecho si el aparato hubiese sido un biplano, pero el monoplano es cosa de un solo hombre, si de veras se quiere aprovechar toda su capacidad de ascensión. Metí, como es lógico, una bolsa de oxígeno; quien intente superar la marca de altura y no la lleve se desvanecerá o se hará pedazos, si no le ocurren ambas cosas a la vez.
Revisé cuidadosamente los planos del timón, la dirección y la palanca elevadora. Hecho eso, me metí en el aparato. Todo, por lo que pude ver, estaba en condiciones. Entonces puse en marcha el motor y comprobé que funcionaba suavemente. Cuando soltaron el aparato, éste se elevó casi al instante en su velocidad mínima. Tracé un par de círculos por encima de mi campo de aviación para que el motor se calentara; saludé entonces a Perkins y a los demás con la mano, puse horizontales los planos y puse el motor en la máxima velocidad. El aparato se deslizó igual que una golondrina a favor del viento por espacio de doce o quince kilómetros; luego lo levanté un poco de cabeza y empezó a subir trazando una enorme espiral, en dirección al banco de nubes que tenía por encima de mí. Es de la máxima importancia ir ganando altura lentamente para adaptar el organismo a la presión atmosférica conforme se sube.
El día era sofocante y caluroso para lo que suele ser un mes de septiembre en Inglaterra, y se advertían el silencio y la pesadez de la lluvia inminente. De cuando en cuando llegaban súbitas ráfagas de viento por el sudoeste. Una de ellas fue tan violenta e inesperada que me sorprendió y casi me hizo cambiar de dirección. Recuerdo los tiempos en que bastaba una ráfaga, un súbito torbellino o un bache en el aire para poner en peligro a un aparato; eso ocurría antes de que aprendiésemos a dotar a nuestros aeroplanos de motores potentes capaces de dominarlo todo. En el momento en que yo alcanzaba los bancos de nubes y el altímetro señalaba los novecientos metros, comenzó a caer la lluvia. ¡Qué manera de diluviar! El agua tamborileaba sobre las alas del aparato y me azotaba en la cara, empañando mis anteojos de manera que apenas podía distinguir nada. Puse la máquina a la velocidad mínima, porque resultaba difícil avanzar a contralluvia. Al ganar altura, la lluvia se convirtió en granizo, y no tuve más remedio que volverle la espalda. Uno de los cilindros dejó de funcionar; creo que por culpa de una bujía sucia; pero yo seguía subiendo, a pesar de todo, y a la máquina le sobraba fuerza. Todas esas molestias del cilindro, obedeciesen a la causa que fuere, pasaron al cabo de un rato, y pude oír el runruneo pleno y profundo de la máquina, los diez cilindros cantaban al unísono. Ahí es donde se advierte la belleza de nuestros modernos silenciadores. Nos permiten el control de nuestros motores por el oído. ¡Cómo chillan, berrean y sollozan cuando funcionan defectuosamente! Antaño se perdían todos esos gritos con que piden socorro, porque el estruendo monstruoso del aparato se lo tragaba todo. ¡Qué lástima que los aviadores primitivos no puedan resucitar para ver la belleza y la perfección del mecanismo, conseguidas al precio de sus vidas!
A eso de las nueve y media me estaba aproximando a las nubes. Allá abajo, convertida en borrón oscuro por la lluvia, se extendía la gran llanura de Salisbury. Media docena de aparatos volaban llevando pasajeros a una altura de seiscientos metros, y parecían negras golondrinas sobre el fondo verde. Supongo que se preguntaban qué diablos hacía yo tan arriba, en la región de las nubes. De pronto se extendió por debajo de mí una cortina gris y sentí que los pliegues húmedos del vapor formaban torbellinos alrededor de mi cara. Experimenté una sensación desagradable de frío y de viscosidad. Pero me encontraba sobre la tormenta de granizo, y eso era una ventaja. La nube era tan negra y espesa como las nieblas londinenses. Anhelando salir de ella, dirigí el aparato hacia arriba hasta que resonó la campanilla de alarma, y advertí que me estaba deslizando hacia atrás. Las alas de mi aparato, empapadas de agua, le habían dado un peso mayor que el que yo pensaba; pero entré en una nube menos espesa y no tardé en superar la primera capa nubosa. Surgió una segunda capa, de color opalino y como deshilachada, a gran altura por encima de mi cabeza; me encontré, pues, con un techo igualmente blanco por encima y con un suelo negro e ininterrumpido por debajo, mientras el monoplano ascendía trazando una espiral enorme entre los dos estratos de nubes. En esos espacios de nube a nube se experimenta una mortal sensación de soledad. En cierta ocasión, se me adelantó una gran bandada de pequeñas aves acuáticas, que volaban rapidísimas hacia Occidente. El rápido revuelo de sus alas y sus chillidos sonoros fueron una delicia para mis oídos. Creo que se trataba de cercetas, pero valgo poco como zoólogo. Ahora que nosotros los hombres nos hemos convertido en pájaros, sería preciso que aprendiésemos a conocer a fondo y de una sola ojeada a nuestras hermanas las aves.
Por debajo de mí, el viento soplaba con fuerza e imprimía balanceos a la inmensa llanura de nubes. En un momento dado se formó una gran marea, un torbellino de vapores, y a través de su centro, que tomó la configuración de una chimenea, distinguí un trozo del mundo lejano. Un gran biplano blanco cruzó a enorme profundidad debajo de mí. Me imagino que sería el encargado del servicio matutino de correos entre Bristol y Londres. El agujero provocado por el torbellino de nubes volvió a cerrarse y entonces nada alteró la inmensa soledad en que me encontraba.
Poco después de las diez alcancé el borde inferior del estrato superior de nubes. Estaban formadas por finos vapores diáfanos que se deslizaban rápidamente desde el Oeste. Durante todo ese tiempo había ido creciendo de manera constante la fuerza del viento, hasta convertirse en una fuerte brisa de cuarenta y cinco kilómetros por hora, según mi aparato. La temperatura era ya muy fría, a pesar de que mi altímetro sólo señalaba los dos mil setecientos metros. El motor funcionaba admirablemente, y nos lanzamos hacia arriba con firme runruneo. El banco de nubes era de mayor espesor que lo calculado por mí, pero pude salir de él, poco después, descubriendo un cielo sin nubes y un sol brillante, es decir, todo azul y oro por encima; y todo plata brillante por debajo, formando una llanura inmensa y luminosa hasta perderse de vista. Eran ya más de las diez y cuarto y la aguja del barógrafo señalaba los tres mil cuatrocientos metros. Seguí subiendo y subiendo, con el oído puesto en el profundo rumor de mi motor y los ojos clavados tan pronto en el indicador de revoluciones como en el marcador del combustible y en la bomba de aceite. Con razón se afirma que los aviadores son gente que no conoce el miedo. La verdad es que tienen que pensar en tantas cosas que no les queda tiempo para preocuparse por sí mismos. Fue en ese momento cuando advertí la poca confianza que se podía tener en la brújula al alcanzar determinadas alturas. A los cuatro mil quinientos metros la mía señalaba hacia occidente, con un punto de desviación hacia el sur; pero el sol y el viento me proporcionaron la orientación exacta.
A semejantes alturas esperaba encontrar una inmovilidad absoluta; pero a cada cien metros de nueva elevación el viento adquiría mayor fuerza. Mi aparato se estremecía y todas sus junturas y remaches gruñían cuando se ponía de cara al viento y resultaba arrastrado como una hoja de papel cuando yo lo frenaba para hacer un viraje, resbalando a favor del viento a una velocidad superior, quizá, a la que ha viajado mortal alguno. Sin embargo, tenía que seguir haciendo virajes a sotavento, porque lo que me proponía no era únicamente superar la marca de altura. Según todos mis cálculos mi selva aérea quedaba por encima del pequeño Wiltshire, y todo mi esfuerzo resultaría perdido si saliera a la superficie superior del estrato de nubes más allá de ese punto.
Cuando alcancé los cinco mil setecientos metros de altura, a eso del mediodía, el viento soplaba con tal fuerza que no pude menos que observar con algo de preocupación los soportes de mis alas, temiendo que de un momento a otro estallasen, o se aflojasen. Incluso llegué a preparar el paracaídas que llevaba atrás y aseguré su gancho en la argolla de mi cinturón de cuero, para estar preparado por si ocurría lo peor. Había llegado el momento en que la más pequeña chapucería en la tarea del mecánico se paga con la vida del aviador. El aparato, sin embargo, resistió valerosamente. Todas las fibras y tirantes zumbaban y vibraban lo mismo que cuerdas de arpa bien templada; pero resultaba magnífico ver cómo el aparato seguía imponiéndose a la naturaleza y enseñoreándose del firmamento, a pesar de todos los golpes y sacudidas. Algo de divino hay, sin duda alguna, en el Hombre mismo, para que haya podido superar las limitaciones que parecían serle impuestas por la Creación; para superarlas, además, con el desprendimiento, el heroísmo y la abnegación que ha demostrado en esta conquista del aire. ¡Que se callen los que hablan de que el hombre degenera! ¿En qué época de los anales de nuestra raza se ha escrito hazaña como la de la aviación?
Éstos eran los pensamientos que circulaban por mi cerebro mientras trepaba por aquel monstruoso plano inclinado, y el viento me azotaba unas veces en la cara y otras me silbaba detrás de las orejas, y el reino de nubes que quedaba por debajo de mí se hundía a tal distancia que los pliegues y montículos de plata habían quedado alisados y convertidos en una llanura resplandeciente. Pero tuve de pronto la sensación de algo horrible y sin precedentes. Antes había tenido conciencia práctica de lo que suponía encontrarse metido dentro de un torbellino, pero jamás en un torbellino de semejante magnitud. Aquella enorme y arrebatadora riada de viento de la que he hablado tenía dentro de su corriente, según parece, unos remolinos tan monstruosos como ella. Me vi arrastrado súbitamente, y sin un segundo de advertencia, hasta el centro de uno de ellos. Giré sobre mí mismo por espacio de un par de minutos con tal velocidad que perdí casi el sentido, y de pronto caí a plomo, sobre el ala izquierda, dentro de la hueca chimenea que formaba el eje del torbellino. Caí lo mismo que una piedra y perdí casi trescientos metros de altura. Sólo gracias a mi cinturón permanecí en mi asiento, y el golpe de la sorpresa y la falta de respiración me dejaron tirado y casi insensible, de bruces sobre el costado del fuselaje. Pero yo he sido siempre capaz de realizar un esfuerzo supremo; ése es mi único gran mérito como aviador. Tuve la sensación de que el descenso se frenaba. El torbellino tenía más bien forma de cono que de túnel vertical, y yo me había metido durante mi ascensión justo en el vértice. Con un tirón terrorífico, echando todo mi peso a un lado, enderecé los planos del timón y me zafé del viento. Un instante después salía como una bala de aquel oleaje y me deslizaba suavemente hacia abajo por el firmamento. Después, zarandeado, pero victorioso, dirigí la cabeza del aparato hacia arriba y reanudé mi firme esfuerzo en espiral hacia lo alto. Di un gran rodeo para evitar la zona de riesgo del torbellino, y no tardé en hallarme a salvo por encima de él. Muy poco después de la una me encontraba a seis mil trescientos metros sobre el nivel del mar. Vi con júbilo que había salido por encima del huracán y que el aire se iba calmando más y más a cada cien metros que subía.
Por otro lado, la temperatura era muy fría, y sentí las nauseas características que se producen por el enrarecimiento del aire. Desatornillé por vez primera la boca de mi bolsa de oxígeno y aspiré de cuando en cuando una bocanada del reconfortante gas. Lo sentía correr por mis venas igual que una bebida cordial, y me sentí jubiloso casi hasta el punto de la borrachera. Me puse a gritar y cantar mientras me remontaba cada vez más arriba, dentro de un mundo exterior helado y silencioso.

Para mí es cosa completamente clara que la insensibilidad que se apoderó de Glaisher, y en menor grado de Coxwell, cuando llegaron, en 1862, en su ascensión en globo, hasta la altura de nueve mil metros, fue causada por la extraordinaria velocidad con que se realiza una subida perpendicular. No se producen esos síntomas tan espantosos cuando la ascensión se lleva a cabo siguiendo una suave pendiente, acostumbrándose de ese modo, por una graduación lenta, a la menor presión barométrica. A esa misma altura de los nueve mil metros no necesité ni inhalador de oxígeno, y pude respirar sin mucha fatiga. Sin embargo, el frío era crudísimo, y mi termómetro estaba a cero grado. A la una y media me hallaba yo a casi once mil metros por encima de la superficie terrestre, y seguía elevándome más y más. Comprobé, sin embargo, que el aire rarificado presentaba un apoyo mucho menos sensible a mis planos, y en consecuencia fue necesario rebajar mucho mi ángulo de ascenso. Era evidente que, a pesar de lo ligero de mi peso y de la gran fuerza de mi motor, llegaría a un punto del que no podría pasar. Para empeorar la situación aún más, una de las bujías empezó a fallar, y el motor producía explosiones intermitentes a destiempo. Me angustié, temiendo el fracaso.
CONTINUARA

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