martes, 28 de enero de 2014

LAPPIN Y LAPINOVA, Virginia Woolf


Copyright  ©  by  Virginia Woolf. Reprinted by permission of Leonard Woolf.
Los derechos de la imagen corresponden a su respectivo autor@
Traducción de
Irene Peypocb

Estaban casados. Resonaba la marcha nupcial. Las palomas revoloteaban. Niños pequeños con chaquetillas de Eton, tiraban arroz y un fox terrier vagaba por el sendero. Ernest Thorburn condujo a su novia hacia el coche, pasando a través de aquella pequeña e inquisitiva multitud de completos desconocidos que siempre se congrega en Londres para gozar con la felicidad o la desdicha ajenas. Era bien parecido y la novia tenía un aspecto tímido. Les tiraron más arroz y el coche se alejó.
Aquello ocurrió el martes. Ya era sábado. Rosalind tenía que habituarse aún al hecho de que era la señora Ernest Thorburn. Quizá jamás lograría hacerse a la idea de ser la mujer de alguien, pensó mientras permanecía sentada en el mirador del hotel que daba sobre el lago en las montañas, esperando que su marido bajase a desayunar. Era difícil acostumbrarse al nombre de Ernest, no era el que ella habría escogido. Habría preferido Timothy, Anthony o Peter. Además, él no tenía aspecto de Ernest. El nombre sugería el Albert Memorial, aparadores de caoba, grabados en acero del príncipe consorte y su familia... En pocas palabras, el comedor de su suegra en Porchester Terrace.
Pero ya llegaba él. Gracias a Dios, no parecía Ernest... No, pero, ¿a qué se parecía? Le observó de soslayo. El caso es que cuando comía pan tostado se asemejaba un conejo. Nadie más hubiera podido descubrir el parecido entre una criatura tan diminuta y tímida, y aquel pulcro y musculoso joven de nariz recta, ojos azules y boca muy firme. Pero así resultaba todo más divertido. Al masticar, fruncía ligeramente la nariz, igual que sus conejitos. Ella miró su nariz fruncida, y luego, cuando él captó su mirada, tuvo que explicarle el motivo de haberse echado a reír.
—Porque pareces un conejo, Ernest —dijo—. Eres igual que un conejo silvestre —añadió, mirándole—. Un conejo cazador, un rey de los conejos que dicta sus leyes a los demás miembros de su especie.
Ernest no opuso ninguna objeción al verse clasificado entre esta clase de conejos, y ya que a ella la divertía verle fruncir la nariz —nunca se dio cuenta de que lo hacía—, la frunció a sabiendas. Ella reía y reía, y él también se echó a reír. Las damas solteras, el pescador y el camarero suizo con su grasienta chaqueta negra, pensaron con razón que ellos eran felices. Pero se preguntaban cuánto duraría esta clase de felicidad y su respuesta estuvo de acuerdo con sus propias circunstancias.
A la hora del almuerzo, sentados a la orilla del lago, sobre un montón de brezos, Rosalind le enseñó la lechuga que les habían dado para acompañar los huevos duros y dijo:
—¿Quieres lechuga, conejo? —Después añadió—: Cómela de mi mano.
El se estiró y mordisqueó la lechuga frunciendo la nariz.
—Buen conejo, simpático conejo—murmuró ella, acariciándole como acostumbraba a hacerlo con su conejo domesticado.
Pero aquello era absurdo, sea como fuere, Ernest no era un conejo domesticado. Lo tradujo al francés.
—«Lapin» —le llamó.
Pero el caso es que tampoco era un conejo francés. Era sencilla y exclusivamente inglés, nacido en Porchester Terrace, educado en Rugby y en la actualidad secretario en la Administración Civil de Su Majestad. Trató de llamarle «Bunny», pero fue peor. «Bunny» era un ser rollizo, blando y cómico. Ernest era delgado, duro y serio. Pero su nariz se fruncía.
—Lappin —exclamó de pronto, dando un pequeño grito como si hubiese encontrado la palabra que buscaba. —Lappin, Lappin, rey Lappin —repitió.
El nombre parecía sentarle a las mil maravillas; no era Ernest, era el rey Lappin. ¿Por qué? No lo sabía.
Cuando no había nada nuevo de que hablar en sus paseos solitarios, o llovía —como todos les habían prevenido que ocurriría—, o cuando se sentaban junto al fuego en la noche, porque hacía frío, y las damas solteras y el pescador se habían retirado, y el camarero sólo acudía si se le llamaba, dejaba que su imaginación jugase con la tribu Lappin. Bajo sus manos —ella estaba cosiendo, él leía—, los conejos se hacían muy reales, muy animados, muy divertidos. Ernest dejaba el periódico y la ayudaba. Los había negros y rojos; los había enemigos y amistosos. Vivían en un bosque, en extensas praderas y un pantano. Por encima de todos estaba el rey Lappin, quien lejos de tener un solo don —fruncir la nariz—, llegó a ser un animal de gran carácter; Rosalind le encontraba siempre nuevas cualidades. Pero, por encima de todo, era un gran cazador.
—¿Qué ha hecho hoy el rey? —preguntó Rosalind el último día de su luna de miel.
En realidad habían pasado el día de excursión y ella había regresado con una ampolla en el pie, pero no se refería a esto.
—Hoy he cazado una liebre —respondió Ernest, frunciendo la nariz mientras mordisqueaba la punta de su puro.
Se calló, encendió una cerilla y volvió a fruncir el ceño.
—Una liebre hembra —añadió.
—¡Una liebre blanca! —exclamó Rosalind, como si lo hubiese estado esperando—. ¿Era bastante pequeña, gris plateada y con grandes ojos brillantes?
—Sí —asintió Ernest, mirándola como ella le había mirado—. Un animalito pequeño, con los ojos saltones y dos pequeñas garras delanteras que se balanceaban.
La había descrito exactamente, sentada, con la costura balanceándose en sus manos, y sus ojos, grandes y brillantes, eran desde luego un poco prominentes.
—Ah, Lapinova —murmuró Rosalind.
—¿Es así como se llamaba? —preguntó Ernest—. La verdadera Rosalind.
La miró, estaba muy enamorado de ella.
—Sí, así se llamaba —afirmó Rosalind—. Lapinova.
Y aquella noche, antes de irse a la cama, todo quedó arreglado. El era el rey Lappin y ella la reina Lapinova. Eran los dos polos, opuestos: él, intrépido y decidido; ella, prudente e insegura. El dirigía el atareado mundo de los conejos; el mundo de ella era un lugar desolado y misterioso, que gobernaba casi siempre bajo la luz de la luna. Sin embargo, sus territorios eran colindantes, eran el rey y la reina.
De esta forma, al volver de su luna de miel, tenían un mundo privado donde, a excepción de una liebre blanca, sólo vivían conejos. Nadie imaginaba que tal lugar existiese y ello, claro está, lo hacía más divertido. Les permitía sentirse más que a la mayoría de matrimonios jóvenes, unidos contra el resto del mundo. A menudo, cuando la gente hablaba de conejos, bosques, trampas y cacerías, se miraban a hurtadillas. 0 se guiñaban los ojos a través de la mesa cuando la tía Mary decía que nunca había podido soportar la visión de una liebre en un plato, eran tan parecidas a un niño. O cuando John, el hermano deportista de Ernest, les explicaba a qué precio se pagaban los conejos aquel año en Wiltshire, con piel y todo. A veces, cuando necesitaban un guardabosques, un cazador furtivo o un terrateniente, se divertían distribuyendo los papeles entre sus amigos. Por ejemplo, la madre de Ernest, la señora de Reginald Thorburn, se adaptaba a la perfección al papel de hacendado. Pero mantenían el secreto, era la clave de todo. Nadie, excepto ellos mismos, conocía aquel mundo.
Sin aquel mundo, se preguntaba Rosalind, ¿cómo habría podido vivir aquel invierno? Cómo hubiera resistido, por ejemplo, la fiesta de las bodas de oro, aquella en que todos los Thorburn se reunieron en Porchester Terrace para celebrar el cincuenta aniversario de aquella unión que había resultado tan afortunada—¿no había producido a Ernest Thorburn?—, y tan fructífera —¿no había producido otros nueve hijos e hijas, muchos de ellos ya casados y también dichosos?—. Temía aquella reunión, pero era ineludible. Mientras subía las escaleras, lamentó amargamente su condición de hija única y huérfana, perdida entre todos aquellos Thorburn reunidos en el gran salón con el empapelado de raso brillante y los lustrosos retratos de familia. Los Thorburn vivos se parecían mucho a los pintados; sólo que en vez de dibujados, sus labios eran reales, y de ellos salían chistes, bromas acerca del colegio y de cómo le habían quitado la silla a la institutriz; bromas referentes a ranas ocultas entre las sábanas virginales de algunas solteronas. Y ella ni tan siquiera había hecho la petaca en una cama. Con el regalo en la mano, se acercó a su suegra, suntuosa en su vestido de raso amarillo, y a su suegro, condecorado con un gran clavel también amarillo. A su alrededor, sobre mesas y sillas, había tributos de oro, algunos de ellos envueltos en algodón, otros resplandecientes —candelabros, cigarreras, cadenas—, y todos estampados con la marca del orfebre, prueba de su calidad de oro sólido, contrastado, auténtico. En cambio, su regalo consistía únicamente en una pequeña caja de imitación cubierta de agujeros; un antiguo secante de arena, reliquia del siglo XVIII, alguna vez empleado para espolvorear arena sobre la tinta fresca. Un regalo bastante absurdo en la época moderna, pensó. Mientras lo ofrecía, aparecieron ante sus ojos las gruesas letras negras con las que su suegra le había expresado, cuando se prometió la esperanza de que «Mi hijo te hará feliz». No, no era feliz. Nada feliz. Miró a Ernest, derecho como una baqueta, con una nariz como todas las narices de los retratos de la familia. Una nariz que no se fruncía.
Después bajaron a comer. Rosalind quedaba medio oculta tras los altos crisantemos que retorcían sus pótalos rojos y dorados en numerosos globos apretados. Todo era dorado. Una tarjeta con bordes dorados e iniciales doradas entrelazadas recitaba la lista de todos los platos que irían desfilando ante ellos. Hundió su cuchara en un claro líquido dorado. La niebla blanca y fría del exterior había sido convertida por las lámparas en una capa dorada que empañaba los bordes de las bandejas y daba a las pinas americanas una áspera piel dorada. Únicamente ella y su vestido blanco de novia, con sus ojos saltones, parecía insoluble como un carámbano.
A medida que transcurría la comida, iba aumentando el calor en la habitación. Gotas de sudor cubrían la frente de los hombres. Sintió que su carámbano se convertía en agua, se estaba fundiendo, dispersando, disolviendo en la nada, y que pronto se desmayaría. Entonces, a través del caos de su cabeza y del zumbido en sus oídos, oyó exclamar a una voz femenina:
—¡Pero son tan fecundos!
Los Thorburn, sí, son tan fecundos, repitió mirando a todas las caras rojas y redondas que parecían doblarse en el vértigo que la dominaba y se potenciaba en la niebla dorada que los envolvía como un halo.
—¡Son tan fecundos!
Entonces John vociferó:
—¡Pequeños diablos! ¡Matadlos! Aunque sea a patadas. ¡Es el único medio de acabar con ellos! ¡Conejos!
Al oír aquella palabra, aquella palabra mágica, revivió. Atisbando entre los crisantemos vio que la nariz de Ernest se fruncía, oscilaba y se fruncía sucesivamente. En aquel momento, una misteriosa catástrofe se abatió sobre los Thorburn. La mesa dorada se convirtió en un páramo con los brazos en plena floración; el zumbido de las voces se convirtió en risas de alondra bajando del cielo. Era un cielo azul... Las nubes lo cruzaban lentamente. Los Thorburn se habían transformado. Miró a su suegro, un hombrecillo furtivo con bigotes teñidos. Su debilidad era coleccionar sellos, cajas esmaltadas, fruslerías de tocador del siglo XVIII, que ocultaba de su esposa en los cajones de su despacho. Ahora lo veía tal como era: un cazador furtivo, escabullándose, con el abrigo abultado por los faisanes y perdices, que dejaba caer subrepticiamente en la enorme marmita de su morada humeante. Así era su suegro en realidad: un cazador furtivo. Y Celia, la hija soltera, que siempre metía la nariz en los secretos de los demás, la pequenez que querían ocultar... Era un hurón blanco con ojos rosados y una nariz llena de la tierra de sus horrendos, subterráneos y rastreros husmeos... Lanzaba alrededor de los hombres una red y loc empujaba al vacío. Una vida lastimosa la de Celia, pero no era culpa suya. Así vio a Celia. Luego miró a su suegra, a quien investían de hacendado. Encendida, burda, montón de carne en conserva, era todo esto mientras les iba dando las gracias. Pero ahora que Rosalind —es decir, Lapinova— la observó, percibió en torno a ella la ruinosa mansión solariega, la pintura cayéndose de las paredes y la oyó, con su voz lacrimosa, dar las gracias a sus hijos (que la odiaban) por un mundo que había dejado de existir. Hubo un súbito silencio. Todos mantenían las copas levantadas, todos bebieron, todo había concluido.
—¡Oh, rey Lappin! —exclamó mientras volvían a su casa a través de la niebla—. ¡Si no llegas a fruncir la nariz en aquel momento, me habrían atrapado!
—Pero ahora ya estás a salvo —dijo el rey Lappin, oprimiéndole la mano.
—Completamente a salvo —le contestó.
Y fueron por el parque, rey y reina del marjal, de la niebla y del brezal perfumado.
Pasó el tiempo, un año, dos años. Y una noche de invierno, que por singular coincidencia era el aniversario de la fiesta de las bodas de oro —aunque la señora de Reginald Thorburn había muerto, la casa se ofrecía en alquiler y en ella sólo vivía el vigilante—, Ernest volvió a casa desde su oficina. Tenían un bonito hogar, medio piso sobre la tienda de un talabartero en South Kensington, no lejos de la estación del metro. Hacia frío, con niebla en el aire y Rosalind estaba cosiendo, sentada cerca del fuego.
—¿Qué creerías que me ha pasado hoy? —empezó tan pronto como él se hubo sentado con las piernas extendidas ante el fuego—. Estaba cruzando el riachuelo cuando...
—¿Qué riachuelo? —la interrumpió Ernest.
—El riachuelo que hay en el fondo, allí donde nuestro bosque se une a la selva negra —explicó.
Ernest quedó un instante perplejo por completo.
—¿De qué diantres estás hablando? —preguntó.
—¡Querido Ernest! —exclamó ella, desmayadamente—. Rey Lappin —añadió columpiando sus pequeñas extremidades delanteras ante la luz del fuego.
Pero él no frunció la nariz. Sus manos —se convirtieron en manos— se aferraron a la tela que sostenía y sus ojos casi salieron de sus órbitas. El necesitó casi cinco minutos para convertirse de Ernest Thorburn en el rey Lappin. Mientras esperaba, ella sentía un peso sobre la nuca, como si alguien tratase de retorcerle el cuello. Por fin, él se convirtió en el rey Lappin, frunció la nariz y pasaron la velada vagando, como de costumbre, por los bosques.
Pero ella durmió mal, se despertó en la mitad de la noche sintiendo que le había ocurrido algo extraño. Se notaba embotada y fría. Encendió la luz y miró a Ernest, quien, tendido a su lado, estaba completamente dormido. Roncaba, pero aun así, su nariz permanecía absolutamente inmóvil. Parecía no haberse fruncido jamás. ¿Era posible que fuese Ernest y ella estuviera realmente casada con él? La visión del comedor de su suegra apareció ante sus ojos, y allí estaban sentados ella y Ernest, ya viejos, bajo los grabados, frente al aparador... celebrando sus bodas de oro. No pudo soportarlo.
—¡Lappin, rey Lappin, despierta! —gritó.
Ernest se despertó y al verle sentada, erguida a su lado,  preguntó:
—¿Qué te pasa?
—Creí que mi conejo había muerto —lloriqueó ella.
Ernest se puso furioso.
—No digas sandeces, Rosalind —dijo—. Acuéstate y duerme.
Le dio la espalda y al momento estaba profundamente dormido y roncaba.
Pero ella no pudo dormirse. Yacía agazapada como una liebre en su lado de la cama. Había apagado la luz y la iluminación de la calle se reflejaba tenuemente en el techo. Los árboles del exterior formaban una tupida red sobre su cabeza, como si le hubiese crecido una sombra al techo, por la que ella deambulaba dando vueltas, retorciéndose hacia dentro y hacia fuera, dando vueltas y más vueltas, cazando, siendo cazada, oyendo el ladrido de los sabuesos y los cuernos de caza; volando, escapando... hasta que la sirvienta alzó las persianas y les trajo su primer té.
Durante el día no hizo nada a derechas, parecía haber perdido algo. Sentía como si su cuerpo se hubiese encogido, haciéndose más pequeño, negro y duro. Sus articulaciones estaban como anquilosadas y al mirarse al espejo —cosa que hizo infinidad de veces mientras vagaba por el piso—, vio que sus ojos eran más prominentes que nunca. Las habitaciones también parecían haberse encogido. Grandes muebles se proyectaban en ángulos extraños y tropezó varias veces con ellos. Por fin se puso el sombrero y salió a la calle. Siguió a lo largo de la calle Cromwell y en cada habitación que atisbaba al pasar, veía un comedor con los comensales reunidos bajo grabados en acero, gruesas cortinas amarillas y aparadores de caoba. Llegó al Museo de Historia Natural. En su niñez gozaba visitándolo. Lo primero que percibió al entrar fue una liebre disecada, puesta sobre nieve de imitación y con los ojos de vidrio rojo. Se estremeció sin saber la causa. Quizá se sentiría mejor al anochecer. Volvió a casa y se sentó junto al fuego sin encender la luz. Trató de imaginar que estaba sola en un páramo por el que cruzaba un riachuelo y, detrás de éste, un bosque oscuro. Pero no pudo ir más allá de la corriente. Al fin se agazapó cerca de la orilla, sobre la hierba húmeda. Se sentó en cuclillas sobre el sillón, con las manos colgando, vacías, y los ojos brillantes a la luz del fuego como cuentas de cristal. De pronto oyó el chasquido de un rifle..., se sobresaltó como si le hubiesen disparado. Era Ernest, metiendo la llave en la cerradura. Entró y encendió la luz. Se quedó en la puerta, alto, bien parecido, frotándose las manos rojas por el frío.
—¿Sentada en la oscuridad? —dijo.
—Oh, ¡Ernest, Ernest! —gritó, levantándose del sillón.
—Bueno, ¿qué te pasa ahora? —preguntó secamente, mientras se calentaba las manos ante el fuego.
—Es Lapinova... —balbució, escrutándole desatinadamente con sus grandes ojos asustados—. ¡Se ha ido, la he perdido!
Ernest frunció el ceño y unió los labios en una línea dura.
—Ah... ¿Con que se trata de esto? —repuso sonriendo ásperamente a su esposa.
La miró en silencio durante diez segundos. Ella esperaba, sintiendo manos que le oprimían la nuca.
—Sí —comentó al fin—. Pobre Lapinova... —se arregló la corbata ante el espejo que había sobre la chimenea—. Cogida en una trampa —añadió—. Asesinada.
Se sentó y empezó a leer el periódico.
Y así terminó aquel matrimonio.

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