Fue
en esos momentos cuando me ocurrió una cosa extraordinaria. Sentí que pasaba
por mi lado, y que se me adelantaba, algo sibilante, que dejaba un reguero de
humo y que estalló con un ruido estrepitoso y siseante, despidiendo una nube de
vapor. De momento no pude imaginarme lo que había ocurrido. Luego recordé que
la Tierra sufre un constante bombardeo de piedras meteóricas, y que apenas
sería habitable si esas piedras no se vaporizaran la mayoría de las veces al
entrar en las capas exteriores de la atmósfera. He ahí un peligro más para el
aviador de las grandes alturas; lo digo porque pasaron por mi lado otras dos
cuando estaba acercándome a la marca de los doce mil metros. No me cabe la
menor duda de que ese peligro ha de ser muy grande en el borde de la envoltura
de la Tierra.
La
aguja de mi barógrafo marcaba doce mil trescientos metros cuando me di cuenta
de que ya no podía seguir subiendo. Para mi físico, el esfuerzo no era todavía
tan grande como para no soportarlo; pero mi aparato sí que había llegado a su
límite. El aire rarificado no presentaba apoyo firme a las alas, y el más
mínimo movimiento se convertía en un deslizamiento lateral; los controles
respondían como con pereza. Quizá si el motor hubiese funcionado de una manera
perfecta hubiésemos podido subir otros trescientos metros, pero seguía teniendo
fallos, y dos de los diez cilindros parecían estar inutilizados. Si no había
alcanzado aún la zona del espacio que venía buscando, era evidente que ya no
tropezaría con ella en este viaje. ¿Y no sería posible que la hubiese alcanzado
ya? Cerniéndome en círculo, lo mismo que un colosal halcón, al nivel de los
doce mil metros, dejé que el monoplano marchase libre, y me dediqué a observar
con cuidado los alrededores con mis prismáticos Mannheim. El firmamento estaba
absolutamente limpio, sin indicio alguno de los peligros que yo había supuesto.
He
dicho que me cernía trazando círculos. Se me ocurrió de pronto que haría bien
en dar una mayor amplitud a esos círculos, trazando una nueva ruta aérea. El
cazador que penetra en una selva terrestre la atraviesa cuando busca levantar
caza. Mis razonamientos me llevaron a pensar que la selva aérea que yo había
supuesto tenía que estar más o menos por encima del Wiltshire. En ese caso,
debía de estar hacia el sur y el oeste de donde me encontraba. Me orienté por
el sol, puesto que la brújula de nada me servía, y tampoco era visible punto
alguno de la Tierra; sólo se distinguía la lejana llanura plateada de nubes.
Sin embargo, obtuve la dirección hacia el punto señalado. Calculé que mi
provisión de gasolina duraría otra hora, más o menos; pero podía permitirme
gastarla hasta la última gota, ya que me era posible en cualquier momento
lanzarme en un planeo continuo y magnífico que me condujese hasta la superficie
de la Tierra.
De
pronto tuve la sensación de algo nuevo para mí. La atmósfera que tenía delante había
perdido su transparencia cristalina. Estaba cubierta de manojitos alargados y
desflecados de una cosa que yo podría comparar únicamente con las volutas
finísimas del humo de cigarrillos. Flotaba formando roscas y guirnaldas, y se
retorcía y giraba lentamente a la luz del sol. Cuando el monoplano los atravesó
como una flecha, percibí en mis labios un regusto débil de aceite, y en las
partes de madera del aparato apareció una espuma grasienta. Se habría dicho que
en la atmósfera flotaba una materia orgánica enormemente tenue. Orgánica, pero
sin vida, como algo difuso y naciente, que se extendía por miles de metros
cuadrados y que se iba desflecando hasta penetrar en el vacío. No; aquello no
tenía vida. ¿Y no podrían ser unos restos de vida? Y, sobre todo, ¿no podría
ser el alimento de una vida, de una vida monstruosa, de la misma manera que la
pobre grasa del océano sirve de alimento a la enorme ballena? Eso iba pensando
cuando alcé los ojos y distinguí la más asombrosa visión que se ofreció nunca a
los ojos de un hombre. ¿Podré describírsela al lector tal como yo mismo la vi
el jueves pasado?
Imagínese
el lector una medusa de mar como las que cruzan por nuestros mares en verano,
en forma de campana y de un tamaño enorme; mucho más voluminosa, por lo que a
mí me pareció, que la cúpula de la iglesia de San Pablo. Su color era
ligeramente sonrosado, con venas de un fino color verde; pero el conjunto de
aquella colosal construcción era tan tenue que apenas se vislumbraba su silueta
sobre el fondo azul oscuro del firmamento.
Un
ritmo suave y regular marcaba sus pulsaciones. De ese cuerpo enorme colgaban
dos tentáculos verdes y fláccidos que se balanceaban con lentitud hacia atrás y
hacia adelante. Esa visión magnífica cruzó suavemente, con silenciosa majestad,
por encima de mi cabeza; era tan ingrávida y frágil como una pompa de jabón, y
se deslizó majestuosa por su ruta.
Yo
había impreso un medio viraje a mi monoplano, a fin de poder seguir
contemplando aquel ser grandioso; de pronto, y de forma instantánea, me encontré
en medio de una escuadra de otros similares, de todos los tamaños, aunque
ninguno de la magnitud del primero. Algunos eran pequeñísimos, pero la mayoría
tenía más o menos el volumen de un globo aerostático corriente, con idéntica
curvatura en la parte superior. Se observaba en ellos una finura de grano y de
color que me trajo a la memoria los espejos venecianos de mejor calidad. Los
matices predominantes eran el rosa y el verde, pero todos mostraban
encantadoras iridiscencias allí donde el sol brillaba a través de sus formas
delicadas. Cruzaron, dejándome atrás, algunos centenares de esos seres,
formando una escuadra fantástica y maravillosa de bajeles sorprendentes y
desconocidos en el océano del firmamento. Eran unas criaturas cuyas formas y
sustancia se hallaban tan a tono con aquellas alturas serenas que no podía
concebirse cosa tan delicada dentro del radio visual y de sonido de nuestra
tierra.
Pero
un nuevo fenómeno atrajo casi en seguida mi atención: el de las serpientes de
las regiones exteriores de la atmósfera. Eran éstas unas espirales largas,
delgadas y fantásticas de una materia vaporosa, que giraban y se enroscaban con
gran rapidez, volando y retorciéndose sobre sí mismas con tal velocidad que mis
ojos apenas podían seguirlas. Algunos de esos seres fantasmales tenían seis o
nueve metros de largo, y era difícil calcular su grosor, porque sus diluidos
perfiles parecían esfumarse en la atmósfera que las rodeaba. Esas serpientes
aéreas eran de un color gris muy claro, del color del humo, advirtiéndose en su
interior algunas líneas más oscuras, que producían la impresión de un auténtico
organismo. Una de esas serpientes pasó rozándome casi la cara. Tuve la
sensación de un contacto frío y viscoso; pero la composición era tan impalpable
que no me sugirió la idea de ninguna clase de peligro físico, como tampoco me
lo sugirieron los bellos seres acampanados que los habían precedido. Su
contextura no ofrecía solidez mayor que la espuma flotante que deja una ola al
romperse.
Pero
me esperaba otra experiencia más terrible. Dejándose caer ingrávida desde una
gran altura, vino hacia mí una mancha vaporosa y purpúrea. Cuando la vi por vez
primera me pareció pequeña, pero se fue agrandando con rapidez mientras se me
aproximaba, hasta llegar a ser de centenares de metros cuadrados de extensión.
Aunque moldeada en alguna sustancia transparente y como gelatinosa, tenía
contornos mucho más marcados y una consistencia más sólida que todo lo que
había visto antes. Se advertían también detalles de que poseía una organización
física; destacaban de una manera especial dos láminas circulares, enormes y
sombreadas, a uno y otro lado, que podían ser sus ojos, y entre las dos láminas
un saliente blanco perfectamente sólido, que presentaba la curvatura y la
crueldad del pico de un buitre.
El
aspecto general de aquel monstruo era terrible y amenazador; cambiaba
constantemente de colores, pasando desde un malva muy claro hasta un púrpura
sombrío e irritado, tan espeso que, al interponerse entre mi monoplano y el
sol, proyectó una sombra. En la curva superior de su cuerpo inmenso se
distinguían tres grandes salientes, que sólo se me ocurre comparar con enormes
burbujas, y al contemplarlas quedé convencido de que estaban repletas de algún
gas extraordinariamente ligero, con el fin de sostener la masa informe y
semisólida que flota en el aire rarificado.
Aquel
ser avanzó rápido, manteniéndose paralelo al monoplano y siguiendo fácilmente
su misma velocidad; me escoltó en un trecho de más de veinte millas,
cerniéndose sobre mí como ave de presa que espera el instante de lanzarse sobre
su víctima. Su sistema de avance —tan rápido que no era fácil seguirlo—
consistía en proyectar delante de él un saliente largo y gelatinoso que, a su
vez, parecía tirar hacia sí el resto de aquel cuerpo que se contorsionaba
constantemente. Era tan elástico y gelatinoso que no ofrecía en dos momentos
sucesivos idéntica conformación, y, sin embargo, a cada nuevo cambio parecía
más amenazador y repugnante.
Me
di cuenta de que traía malas intenciones. Lo pregonaba con los sucesivos
aflujos purpúreos de su repugnante cuerpo. Aquellos ojos difusos y salientes,
vueltos siempre hacia mí, eran fríos e implacables dentro de su rencorosa
solidez. Lancé mi monoplano en picada para huir de aquello. Al hacer yo esa maniobra,
se disparó con la rapidez de un relámpago desde aquella masa de burbuja
flotante un largo tentáculo y cayó tan rápido y sinuoso como un trallazo sobre
la parte delantera de mi aparato. Al apoyarse por un instante sobre el ardiente
motor, se oyó un ruidoso silbido, y el tentáculo se retiró con la misma
rapidez, y el cuerpo enorme y sin relieve se encogió como acometido de un dolor
súbito. Yo me dejé caer en picada; pero el tentáculo volvió a descargarse sobre
mi monoplano, y la hélice lo cortó con la misma facilidad que habría cortado
una voluta de humo. Una espiral larga, reptante, pegajosa, parecida al anillo
de una serpiente, me agarró por detrás, rodeó mi cintura y comenzó a
arrastrarme fuera del fuselaje. Yo pugné por libertarme; mis dedos se hundieron
en la superficie viscosa, gelatinosa, y logré desembarazarme por un instante de
aquella presión; sólo por un instante, porque otro anillo me aferró por una de
mis botas y me dio tal tirón que casi me hizo caer de espaldas.
En
ese momento disparé los dos cañones de mi escopeta, aunque era lo mismo que
atacar a un elefante con una honda, pues no se podía suponer que ningún arma
humana dejara lisiado a aquel volumen gigantesco. Sin embargo, mi puntería fue
mejor de lo que yo podía imaginar; una de las grandes ampollas o burbujas que
aquel ser tenía en lo alto de la espalda estalló con una tremenda explosión al
ser perforada por los proyectiles de mi escopeta. Había acertado en mi
suposición: aquellas vejigas enormes y transparentes encerraban un gas que las
distendía con su fuerza elevadora. El cuerpo enorme y de aspecto de nube cayó
instantáneamente de costado, en medio de retorcimientos desesperados para
volver a encontrar el equilibrio, y mientras tanto el pico blanco castañeteaba
y jadeaba, presa de una furia espantosa.
Pero
yo había huido, lanzándome por el plano más agudo que me atreví a buscar; mi
motor a toda marcha, y la hélice en plena propulsión, unidos a la fuerza de
gravedad, me lanzaron hacia tierra lo mismo que un meteorito. Al volver la vista,
vi que la mancha informe y purpúrea se empequeñecía rápidamente hasta fundirse
en el azul del firmamento que dejaba atrás. Yo me encontraba fuera de la selva
mortal de la región exterior de la atmósfera.
Cuando
me vi fuera de peligro, cerré la válvula del combustible del motor, porque no
hay nada que destroce con tanta rapidez un avión como lanzarse con toda la
potencia del motor desde gran altura. El mío fue un vuelo planeado magnífico,
en espiral, desde casi diez mil metros de altura primero, hasta el nivel del
banco de nubes de plata; después, hasta la nube tormentosa del estrato
inferior, y, por último, atravesando los goterones de lluvia, hasta la
superficie de la tierra. Al salir de las nubes, distinguí por debajo de mí el
canal de Bristol; pero como aún me quedaba en el depósito algo de gasolina, me
metí veinte millas tierra adentro antes de aterrizar en un campo que quedaba a
media milla de la aldea de Ashcombe. Un automóvil que pasaba por allí me cedió
tres latas de gasolina, y a las seis y diez minutos de aquella tarde logré
posarme suavemente en un prado de mi propia casa, en Devizes, después de una
excursión que ningún ser humano ha realizado jamás, quedando con vida para
contarlo. He visto la belleza y he visto también el espanto de las alturas; no
existe al alcance del Hombre una belleza mayor y un espanto mayor que ésos.
Pues
bien: tengo el proyecto de retornar a esas alturas antes de anunciar al mundo
lo que he descubierto. Me mueve a ello mi necesidad de mostrar algo tangible, a
manera de prueba, antes de dar a conocer a los hombres lo que he relatado. Es
cierto que pronto otros seguirán mi camino y traerán la confirmación de lo que
he afirmado; pero quisiera convencer a todos desde el primer momento. No creo
que resulte difícil la captura de aquellas encantadoras burbujas iridiscentes
del aire. Se dejan arrastrar con tanta lentitud en su carrera que un monoplano
rápido no tendría dificultad alguna en interceptarlas. Es muy probable que se
disuelvan en las capas más densas de la atmósfera, en cuyo caso todo lo que yo
podría traer a tierra sería un montoncito de jalea amorfa. Sin embargo, no
dejaría de ser algo que proporcione consistencia a mi relato. Sí, volveré a
subir, aunque con ello corra un peligro. No parece que abunden esos espantables
seres purpúreos. Es probable que no tropiece con ninguno; pero si tropiezo, me
zambulliré en el acto hacia la tierra. En el peor de los casos, dispongo
siempre de mi escopeta y sé que debo apuntar...»
Aquí
falta, por desgracia, una página del manuscrito. En la siguiente, con letras
grandes e inseguras, aparecen estas líneas:
«
...doce mil novecientos metros. No volveré a ver tierra. Por debajo de mí hay
tres de esos seres. ¡Que Dios me valga, porque será morir de muerte espantosa!»
Tal
es, al pie de la letra, el relato de Joyce-Armstrong. De su autor nada ha
vuelto a saberse. En el coto de mister Budd-Lushington, en los límites de Kent
y de Sussex, a pocas millas del lugar en que fue encontrado el cuaderno, se han
recogido algunas piezas de su monoplano destrozado. Si resulta cierta la
hipótesis del desdichado aviador sobre la existencia de lo que él llama
"selva aérea" en un espacio limitado de las regiones atmosféricas que
quedan encima del sudoeste de Inglaterra, se deduciría de ello que Joyce-Armstrong
lanzó su monoplano a toda velocidad para salir de ella, pero fue alcanzado y
devorado por aquellos seres espantosos en algún lugar por debajo de la
atmósfera exterior y por encima del sitio en el que fueron encontrados esos
tristes restos. Una persona que aprecie su equilibrio cerebral preferiría no
hacer hincapié en el cuadro de aquel monoplano resbalando a toda velocidad
cielo abajo, perseguido por unos seres espantosos e innominados que se
deslizaban con igual rapidez por debajo de él, cortándole siempre el camino de
la tierra y estrechando poco a poco el cerco de su víctima. Sé muy bien que son
muchos los que todavía se burlan de los hechos que acabo de relatar; pero
incluso quienes se mofan tendrán que reconocer, por fuerza, que Joyce-Armstrong
ha desaparecido, y yo les recomendaría que hiciesen caso de las palabras que
escribió: «Este cuaderno podrá servir de explicación de lo que intento hacer, y
de cómo perdí mi vida al intentarlo. Pero, por favor, señores: nada de
estúpidas chácharas acerca de accidentes y misterios ».
FIN