Arthur C. Clarke
The deep
range, © 1954 (Argosy,
Abril de 1954). Traducción de Joseph Ferrer i Aleu en Cuentos del planeta
Tierra, Colección VIB 17/1, Ediciones B S.A., 1992.
Escribí el cuento En las profundidades en 1954,
mucho antes del casi obsesivo interés actual por la exploración y la
explotación de los océanos. Un año después fui al Great Barrier Reef, tal como
expliqué en The coast of
coral (La
costa de Coral). Aquella aventura me dio ímpetu –y
datos– para ampliar el cuento en una novela del mismo título, que terminé
después de fijar mi residencia en Ceilán (hoy Sri Lanka).
Por esta razón, nunca volví a publicar el
cuento original en ninguna de mis colecciones, y hoy ofrezco a los esperanzados
aspirantes a doctores en Literatura Inglesa la oportunidad de «comparar y
contrastar».
La idea de reunir en manadas a las ballenas
es algo que aún no ha llegado, pero me pregunto si algún día llegará. En el
curso del último decenio, las ballenas han adquirido tanto prestigio que la
mayoría de los europeos y de los americanos antes comerían hamburguesas de
perro o de gato que carne de ballena. Yo la probé una vez durante la Segunda
Guerra Mundial: sabía a carne de vaca bastante dura.
Sin embargo, hay un producto de las
profundidades que podría consumirse sin escrúpulos morales. ¿Qué les parecería
un batido de leche de ballena?
Arthur C. Clarke
Había un asesino suelto en la zona. Un
helicóptero de patrulla había visto a ciento cincuenta kilómetros de la costa
de Groenlandia, el gran cadáver tiñendo el agua de rojo mientras flotaba en las
olas. A los pocos segundos se había puesto en funcionamiento el intrincado
sistema de alerta: los hombres trazaban círculos y movían piezas sobre la carta
del Atlántico Norte, y Don Burley aún se estaba frotando los ojos cuando
descendió en silencio hasta treinta metros de profundidad. Las luces verdes del
tablero eran un símbolo resplandeciente de seguridad. Mientras esto no
cambiase, mientras ninguna de las luces esmeralda pasara al rojo, todo iría
bien para Don y su pequeña embarcación. Aire, carburante, fuerza: éste era el
triunvirato que regía su vida. Si fallaba uno, descendería en un ataúd de acero
hasta el cieno pelágico, como le había pasado a Johnnie Tyndall la penúltima
temporada. Pero no había motivo para que fallasen; los accidentes que uno
preveía, se dijo Don para tranquilizarse, no ocurrían nunca.
Se inclinó sobre el tablero de control y
habló por el micro. Sub 5 aún estaba lo bastante cerca de la nave
nodriza como para alcanzarla por radio, pero pronto tendría que pasar a los
sónicos.
–Pongo rumbo 255, velocidad 50 nudos,
profundidad 30 metros, el sonar en pleno funcionamiento... Tiempo calculado
hasta el sector de destino, 70 minutos... Informaré a intervalos de 10 minutos.
Esto es todo... Cambio.
La contestación, ya debilitada por la
distancia, llegó al momento desde el Herman Melville.
–Mensaje recibido y comprendido. Buena caza.
¿Qué hay de los sabuesos?
Don se mordisqueó el labio inferior,
reflexionando. Esto podía ser un trabajo que tuviese que hacer él solo. No
tenía idea de dónde estaban en este momento Benj y Susan, en un radio de
ochenta kilómetros. Lo seguirían sin duda si les hacía la señal, pero no
podrían mantener su velocidad y pronto se quedarían atrás. Además, podía
encontrarse con una pandilla de asesinos y lo último que quería era poner en
peligro a sus marsopas cuidadosamente adiestradas. Era lógico y sensato.
También apreciaba mucho a Susan y a Benj.
–Está demasiado lejos y no sé en qué voy a
meterme –respondió–. Si están en el área de interceptación cuando llegue allí,
puede que los llame.
Apenas pudo oír el asentimiento de la nave
nodriza, y Don apagó la radio. Era hora de mirar a su alrededor.
Bajó las luces de la cabina para poder ver
más claramente la pantalla del sonar, se caló la gafas Polaroid y escudriñó las
profundidades. Éste era el momento en que Don se sentía como un dios, capaz de
abarcar entre las manos un círculo de treinta kilómetros de diámetro del
Atlántico, y de ver con claridad las todavía inexploradas profundidades, a
cinco mil metros por debajo de él. El lento rayo giratorio de sonido inaudible
estaba registrando el mundo en el que él flotaba, buscando amigos y enemigos en
la eterna obscuridad donde jamás podía penetrar la luz. Los chillidos
insonoros, demasiado agudos incluso para el oído de los murciélagos que habían
inventado el sonar un millón de años antes que el hombre, latieron en la noche
del mar: los débiles ecos se reflejaron en la pantalla como motas flotantes
verdeazuladas.
Gracias a su mucha práctica, Don podía leer
su mensaje con toda facilidad. A trescientos metros debajo de él, extendiéndose
hasta el horizonte sumergido, estaba la capa de vida que envolvía la mitad del
mundo. El prado hundido del mar subía y bajaba con el paso del sol,
manteniéndose siempre al borde de la obscuridad. Pero las últimas profundidades
no le interesaban. Las bandadas que guardaba y los enemigos que hacían estragos
en ellas, pertenecían a los niveles superiores del mar.
Don pulsó el interruptor del selector de
profundidad y el rayo del sonar se concentró automáticamente en el plano
horizontal. Se desvanecieron los resplandecientes ecos del abismo, pero pudo
ver más claramente lo que había aquí, a su alrededor, en las alturas
estratosféricas del océano. Aquella nube reluciente a tres kilómetros delante
de él era un banco de peces; se preguntó si la Base estaba enterada de esto, y
puso una nota en su cuaderno de bitácora. Había algunas motas más grandes y
aisladas al borde del banco: los carnívoros persiguiéndolo, asegurándose de que
la rueda eternamente giratoria de la vida y la muerte no perdiese nunca su
impulso. Pero este conflicto no era de la competencia de Don; él perseguía una
caza mayor.
Sub 5 siguió
navegando hacia el oeste, como una aguja de acero más rápida y mortífera que
cualquiera de las otras criaturas que rondaban por los mares. La pequeña
cabina, iluminada tan sólo por el resplandor de las luces del tablero de
instrumentos, vibraba con fuerza al expulsar el agua las turbinas. Don examinó
la carta y se preguntó cómo había podido penetrar esta vez el enemigo. Todavía
había muchos puntos débiles, pues vallar los océanos del mundo había sido una
tarea gigantesca. Los tenues campos eléctricos, extendidos entre generadores a
muchas millas de distancia los unos de los otros, no podían mantener siempre a
raya a los hambrientos monstruos de las profundidades. Éstos también estaban
aprendiendo. Cuando se abrían las vallas, se deslizaban a veces entre las
ballenas y hacían estragos antes de ser descubiertos.
El receptor de larga distancia hizo una
señal que parecía un lamento, y Don marcó TRANSCRIBA. No era práctico
transmitir palabras a cualquier distancia por un rayo ultrasónico, y además en
clave. Don nunca había aprendido a interpretarla de oídas, pero la cinta de
papel que salía de la rendija le solucionó esta dificultad.
HELICÓPTERO INFORMA MANADA. 50-100 BALLENAS
DIRIGIÉNDOSE 95 GRADOS REF CUADRÍCULA X186475 Y438034 STOP. A GRAN VELOCIDAD. STOP. MELVILLE. CORTO.
Don empezó a poner las coordenadas en la
cuadrícula, pero entonces vio que ya no era necesario. En el extremo de su
pantalla había aparecido una flotilla de débiles estrellas. Alteró ligeramente
el curso y puso rumbo a la manada que se acercaba.
El helicóptero tenía razón: se movían de
prisa. Don sintió una creciente excitación, pues esto podía significar que
huían y atraían a los asesinos hacia él. A la velocidad en que viajaban,
estaría entre ellas dentro de cinco minutos. Apagó los motores y sintió el
tirón hacia atrás del agua que lo detuvo muy pronto.
Don Burley, caballero de punta en blanco,
permaneció sentado en su pequeña habitación débilmente iluminada, a quince
metros por debajo de las brillantes olas del Atlántico, probando sus armas para
el inminente conflicto. En aquellos momentos de serena tensión, antes de
empezar la acción, su cerebro excitado se entregaba a menudo a estas fantasías.
Se sentía pariente de todos los pastores que habían cuidado los rebaños desde
la aurora de los tiempos. Era David, en los antiguos montes de Palestina,
alerta contra los leones de montaña que querían hacer presa en las ovejas de su
padre. Pero más cercanos en el tiempo, y sobre todo su espíritu, estaban los
hombres que habían conducido las grandes manadas de reses en las llanuras
americanas hacía tan sólo unas pocas generaciones. Ellos habrían comprendido su
trabajo, aunque sus instrumentos les habrían parecido mágicos. La escena era la
misma; sólo había cambiado la escala. No existía ninguna diferencia fundamental
en que los animales al cuidado de Don pesasen casi cien toneladas y pastaran en
las sabanas infinitas del mar.
La manada estaba ahora a menos de tres
kilómetros de distancia y Don comprobó el continuo movimiento del sonar para
concentrarlo en el sector que tenía delante. La imagen de la pantalla adoptó
una forma de abanico cuando el rayo de sonar empezó a oscilar de un lado a
otro; ahora podía contar el número de ballenas e incluso calcular su tamaño con
bastante exactitud. Con ojos avezados empezó a buscar las rezagadas.
Don jamás hubiese podido explicar qué atrajo
al instante su atención hacia los cuatro ecos en el borde sur de la manada.
Cierto que estaban un poco apartados de los demás, pero otros se habían
rezagado más. Y es que el hombre adquiere un sexto sentido cuando lleva
bastante tiempo contemplando las pantallas de sonar; un instinto que le permite
deducir más de lo normal de las motas en movimiento. Sin pensarlo, accionó el
control que pondría en marcha las turbinas. El Sub 5 empezaba a moverse
cuando resonaron tres golpes sordos en el casco, como si alguien llamase a la
puerta y quisiera entrar.
–¡Que me aspen! –dijo Don–. ¿Cómo habéis
llegado aquí?
No se molestó en encender la TV; habría
reconocido la señal de Benj en cualquier parte. Las marsopas estaban sin duda
en las cercanías y lo habían localizado antes de que él diese el toque de caza.
Por milésima vez, se maravilló de su inteligencia y de su fidelidad. Era
extraño que la Naturaleza hubiese realizado dos veces el mismo truco: en
tierra, con el perro; en el océano, con la marsopa. ¿Por qué querían tanto
estos graciosos animales marinos al hombre a quien debían tan poco? Esto hacía
pensar que a fin de cuentas la raza humana valía algo, ya que podía inspirar
una devoción tan desinteresada.
Se sabía desde hacía siglos que la marsopa
era al menos tan inteligente como el perro y que podía obedecer órdenes
verbales muy complejas. Todavía se estaban haciendo experimentos; si éstos
tenían éxito, la antigua sociedad entre el pastor y el mastín tendría un nuevo
modelo en la vida.
Don puso en marcha los altavoces ocultos en
el casco del submarino y empezó a hablar con sus acompañantes. La mayoría de
los sonidos que emitía no habrían significado nada a los oídos humanos; eran
producto de una larga investigación por parte de los etólogos de la World Food
Administration. Dio una orden y la reiteró para asegurarse de que lo habían
comprendido. Después comprobó con el sonar que Benj y Susan lo estaban
siguiendo a popa, tal como les había dicho.
Los cuatro ecos que le habían llamado la
atención eran ahora más claros y cercanos, y el grueso de la manada de ballenas
había pasado más allá, hacia el este. No temía una colisión; los grandes
animales, incluso en su pánico, podían sentir su presencia con la misma
facilidad con que él detectaba la de ellos, y por medios similares. Don se
preguntó si debía encender su radiofaro. Ellos reconocerían su imagen sonora y
esto les tranquilizaría. Pero el enemigo aún desconocido también podía
reconocerle.
Se acercó para una interceptación y se
inclinó sobre la pantalla como para extraer de ella, por pura fuerza de
voluntad, hasta las menores informaciones que pudiese proporcionarle. Había dos
grandes ecos, a cierta distancia entre ellos, y uno iba acompañado de un par de
satélites más pequeños. Don se preguntó si llegaba demasiado tarde. Pudo
imaginarse la lucha a muerte que se desarrollaba en el agua a menos de un par
de kilómetros. Aquellas dos manchitas más débiles debían de ser el enemigo
(tiburones o pequeños cetáceos asesinos) atacando a una ballena mientras una de
sus compañeras permanecía inmovilizada por el terror, sin más armas para
defenderse que sus poderosas aletas.
Ahora estaba casi lo bastante cerca para ver.
La cámara de TV, en la proa del Sub 5, escrutó la penumbra, pero al
principio sólo pudo mostrar la niebla de plancton. Entonces empezó a formarse
en el centro de la pantalla una forma grande y vaga, con dos compañeras más
pequeñas debajo de ella. Don estaba viendo, con la mayor precisión pero
irremediablemente limitado por el alcance de la luz ordinaria, lo que el sonar
le había comunicado.
Casi al instante, se percató del error que
había cometido. Los dos satélites eran crías, no tiburones. Era la primera vez
que veía una ballena con gemelos; aunque los partos múltiples no eran
desconocidos, la ballena hembra sólo podía amamantar a dos pequeños a la vez y
generalmente sólo sobrevivía el más vigoroso. Ahogó su contrariedad, el error
le había costado muchos minutos y debía empezar la búsqueda de nuevo.
Entonces oyó el frenético golpeteo en el
casco que significaba peligro. No era fácil asustar a Benj, y Don le gritó para
tranquilizarlo mientras hacía girar el Sub 5 de manera que la cámara
pudiese registrar las aguas a su alrededor. Se había vuelto automáticamente
hacia la cuarta mota en la pantalla del sonar, el eco que había imaginado, por
su tamaño, que era otra ballena adulta. Y vio que, a fin de cuentas, había
localizado el sitio preciso.
–¡Dios mío! –exclamó en voz baja–. No sabía
que los hubiese tan grandes.
En otras ocasiones había visto grandes
tiburones, pero se trataba de vegetarianos inofensivos. Éste (pudo darse cuenta
a primera vista) era un tiburón de Groenlandia, el asesino de los mares del
Norte. Se creía que podía alcanzar hasta nueve metros de largo, pero este
ejemplar era mayor que el Sub 5. No tenía menos de doce metros desde el
hocico a la cola y, cuando él lo descubrió, se estaba ya volviendo contra su
víctima. Como cobarde que era, iba a atacar a una de las crías.
Don gritó a Benj y a Susan, y observó que
entraban a toda prisa en su campo visual. Se preguntó un instante por qué
odiarían tanto las marsopas a los tiburones; entonces soltó los controles,
dejando al piloto automático la tarea de enfocar el blanco. Retorciéndose y
girando tan ágilmente como cualquier otra criatura marina de su tamaño, Sub
5 empezó a acercarse al tiburón, dejando en libertad a Don para
concentrarse en el armamento.
El asesino estaba tan absorto en su presa
que Benj lo pilló completamente desprevenido, golpeándole justo detrás del ojo
izquierdo. Debió de ser un golpe doloroso: un morro duro como el hierro,
impulsado por un cuarto de tonelada de músculos moviéndose a ochenta kilómetros
por hora, es algo que ni los peces más grandes pueden menospreciar. El tiburón
giró en redondo en una curva extraordinariamente cerrada y Don casi saltó de su
asiento al virar de golpe el submarino. Si esto continuaba así, le sería
difícil emplear el aguijón. Pero al menos el asesino estaba ahora demasiado
ocupado como para pensar en sus presuntas víctimas.
Benj y Susan estaban acosando al gigante
como los perros que muerden las patas de un oso furioso. Eran demasiado ágiles
para ser presa de aquellas feroces mandíbulas, y Don se maravilló de la
coordinación con que trabajaban. Cuando uno de ellos emergía para respirar, el
otro esperaba un minuto para poder seguir el ataque con su compañero.
Parecía que el tiburón no se daba cuenta de
que un adversario mucho más peligroso se le estaba viniendo encima y que las
marsopas no eran más que una maniobra de distracción. Esto convenía mucho a
Don; la próxima operación sería difícil, a menos que pudiese mantener un rumbo
fijo durante quince segundos como mínimo. En caso de necesidad, podía usar los
pequeños torpedos, y sin duda lo habría hecho si hubiese estado solo frente a
una bandada de tiburones. Pero la situación era confusa y había un sistema
mejor. Prefería la técnica del estoque a la de la granada de mano.
Ahora estaba a tan sólo quince metros de
distancia y se acercaba con rapidez. Nunca se le ofrecería una oportunidad
mejor. Apretó el botón de lanzamiento.
De debajo de la panza del submarino salió
disparado algo que parecía una raya. Don había reducido la velocidad de la
embarcación; ahora ya no tenía que acercarse más. El pequeño proyectil, en
forma de flecha y de sólo medio metro de anchura, podía moverse más de prisa
que la embarcación y recorrería el trayecto en pocos segundos. Mientras
avanzaba a gran velocidad, fue soltando el fino cable de control, como una
araña subacuática desprendiendo su hilo. A lo largo del cable pasaba la energía
que impulsaba al aguijón y las señales que lo dirigían hacia el objetivo. Don
se había olvidado completamente de su propia embarcación, en su esfuerzo por
guiar aquel misil submarino. Respondía tan de prisa a su contacto que tuvo la
impresión de que estaba controlando un sensible y enérgico corcel.
El tiburón vio el peligro menos de un
segundo antes del impacto. El parecido del aguijón con una raya corriente le
había confundido, tal como habían pretendido los diseñadores del arma. Antes de
que el pequeño cerebro pudiese darse cuenta de que ninguna raya se comportaba
de aquella manera, el misil dio en el blanco. La aguja hipodérmica de acero,
impulsada por la explosión de un cartucho, atravesó la dura piel del tiburón y
éste saltó en un frenesí de pánico. Don puso rápidamente marcha atrás, pues un
coletazo le haría saltar como un guisante en un bote y podría incluso causar
daño al Sub 5. Ahora no podía hacer nada más, salvo hablar por el
micrófono y llamar a sus mastines.
El maldito asesino estaba tratando de
arquear el cuerpo para poder arrancarse el dardo envenenado.
Don había guardado ya el aguijón en su
escondite, satisfecho de haber podido recobrar indemne el misil. Observó
despiadadamente cómo el monstruo sucumbía a su parálisis.
Sus movimientos se estaban debilitando.
Nadaba sin rumbo y, en una ocasión, Don tuvo que apartarse hábilmente a un lado
para evitar un choque. Al perder el control de flotación, el animal ascendió
moribundo a la superficie. Don no trató de seguirlo; esto podía esperar hasta
que hubiese resuelto asuntos más importantes.
Encontró a la ballena y a sus dos crías a un
kilómetro y las examinó minuciosamente. Estaban ilesas, y no había necesidad
por tanto de llamar al veterinario, en su especial submarino de dos plazas,
capaz de resolver cualquier crisis cetológica, desde un dolor de estómago a una
cesárea. Don tomó nota del número de la madre, grabado debajo de las aletas.
Las crías, a juzgar por su tamaño, eran de esta temporada y aún no habían sido
marcadas.
Don estuvo un rato observando. Ya no estaban
alarmadas, y una comprobación por el sonar le había mostrado que la manada
había interrumpido su desaforada fuga. Se preguntó cómo podían saber lo que
había ocurrido; se había aprendido mucho sobre la comunicación entre ballenas,
pero muchas cosas aún seguían siendo un misterio.
–Espero que me agradezca lo que he hecho por
usted, señora –murmuró.
Entonces, mientras pensaba que cincuenta
toneladas de amor maternal era un espectáculo realmente asombroso, vació los
depósitos y ascendió a la superficie.
El mar estaba en calma, por lo que abrió el
compartimiento estanco y asomó la cabeza por la pequeña torre. El agua se
hallaba a sólo unos centímetros de su barbilla, y de vez en cuando una ola
hacía un decidido esfuerzo para inundar la embarcación. Había poco peligro de
que esto ocurriese pues había fijado la escotilla de manera que era como un
tapón completamente eficaz.
A quince metros de distancia, un bulto largo
y de color de pizarra, como una barca panza arriba, se estaba meciendo en la
superficie. Don lo miró e hizo algunos cálculos mentales. Una bestia de este
tamaño sería muy valiosa: con un poco de suerte, tal vez conseguiría una doble
recompensa. Dentro de unos minutos radiaría su informe, pero de momento era
agradable respirar el aire fresco del Atlántico y sentir el cielo despejado
sobre su cabeza.
Una bomba gris saltó desde las profundidades
y volvió a caer sobre la superficie del agua, salpicándolo de espuma. No era
más que la modesta manera que tenía Benj de llamar su atención; un instante
después, la marsopa se encaramó a la torre, para que Don pudiera acariciarle la
cabeza. Sus ojos grandes e inteligentes se fijaron en él: ¿era mera
imaginación, o bailaba en sus pupilas un regocijo casi humano?
Como de costumbre, Susan se mantuvo
tímidamente a distancia hasta que los celos pudieron más que ella y empujó a
Benj a un lado. Don distribuyó sus caricias con imparcialidad y se disculpó
porque no tenía nada para darles. Decidió reparar esta omisión en cuanto
regresase al Herman Melville.
–También iré a nadar con vosotras –prometió–
con tal de que os portéis bien la próxima vez.
Se frotó reflexivamente un gran cardenal
producido por las ganas de jugar de Benj, y se preguntó si no era ya un poco
viejo para juegos tan duros como éste.
–Es hora de volver a casa –dijo firmemente,
metiéndose en la cabina y cerrando de golpe la escotilla. De pronto notó que
estaba hambriento y que aún no había tomado el desayuno. No había muchos
hombres en el mundo con más derecho que él a la comida de la mañana. Había
salvado para la humanidad más toneladas de carne, aceite y leche de lo que se
podría calcular.
Don Burley era el guerrero feliz, volviendo
a casa después de una batalla que el hombre siempre tendría que librar. Estaba
manteniendo a raya el espectro del hambre con el que había tenido que
enfrentarse la humanidad en todas las etapas anteriores, pero que nunca
volvería a amenazar al mundo mientras los grandes cultivos de plancton
produjesen millones de toneladas de proteínas, y las manadas de ballenas
obedeciesen a sus nuevos amos.
El hombre había vuelto al mar después de
eones de exilio; hasta que se congelasen los océanos, no volvería a tener
hambre...
Don miró la pantalla al fijar el rumbo.
Sonrió al ver los dos ecos que sostenían el ritmo de la mancha de luz central
correspondiente a su embarcación.
–Aguantad –dijo–. Los mamíferos debemos
mantenernos juntos.
Entonces puso en marcha el piloto automático
y se retrepó en su asiento.
Y ahora Benj y Susan oyeron un ruido muy
peculiar que subía y bajaba contra el zumbido de las turbinas. Se había
filtrado débilmente a través de las paredes de Sub 5, y sólo los
sensibles oídos de las marsopas podían haberlo detectado. Pero por muy
inteligentes que fuesen, difícilmente se hubiese podido esperar que
comprendiesen por qué Don Burley estaba anunciando, en voz estridente, que se
estaba dirigiendo a la Última Ronda...
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