Para
realizar mi tarea he elegido mi monoplano Paul Veroner. Cuando se trata de
hacer algo práctico, no hay nada como el monoplano. Ya Beaumont lo descubrió en
los primeros días de la aviación. Empezando por que no le perjudica la humedad,
y se tiene la impresión en todo momento de que se vuela entre nubes, este
aparato mío es un pequeño y simpático modelo, que me responde del mismo modo
que un caballo de boca blanda responde a las riendas. El motor es un Robur de
seis cilindros, que desarrolla una potencia de ciento setenta y cinco caballos.
Dispone de todos los adelantos modernos: fuselaje cerrado, buen tren de
aterrizaje, frenos, estabilizadores giroscópicos y tres velocidades; se timonea
mediante la alteración del ángulo de los planos, de acuerdo con el principio de
las persianas de Venecia. Llevo conmigo una escopeta y una docena de cartuchos
cargados con postas de caza mayor. ¡Qué cara puso Perkins, mi buen mecánico,
cuando le ordené que pusiese esas cosas dentro del aparato! Me vestí con la
indumentaria de un explorador del Polo Ártico, con dos elásticos debajo de mi
traje especial, y con gruesos calcetines dentro de botas acolchadas, un
pasamontañas con orejeras, y mis anteojeras de talco. Dentro del cobertizo me
ahogaba de calor, pero yo pretendía subir a alturas de Himalayas y tenía que
ataviarme en consecuencia. Perkins se dio cuenta de que yo me traía entre manos
algo importante, y me suplicó que lo dejara acompañarme. Quizá lo habría hecho
si el aparato hubiese sido un biplano, pero el monoplano es cosa de un solo
hombre, si de veras se quiere aprovechar toda su capacidad de ascensión. Metí,
como es lógico, una bolsa de oxígeno; quien intente superar la marca de altura
y no la lleve se desvanecerá o se hará pedazos, si no le ocurren ambas cosas a
la vez.
Revisé
cuidadosamente los planos del timón, la dirección y la palanca elevadora. Hecho
eso, me metí en el aparato. Todo, por lo que pude ver, estaba en condiciones.
Entonces puse en marcha el motor y comprobé que funcionaba suavemente. Cuando
soltaron el aparato, éste se elevó casi al instante en su velocidad mínima.
Tracé un par de círculos por encima de mi campo de aviación para que el motor
se calentara; saludé entonces a Perkins y a los demás con la mano, puse
horizontales los planos y puse el motor en la máxima velocidad. El aparato se
deslizó igual que una golondrina a favor del viento por espacio de doce o
quince kilómetros; luego lo levanté un poco de cabeza y empezó a subir trazando
una enorme espiral, en dirección al banco de nubes que tenía por encima de mí.
Es de la máxima importancia ir ganando altura lentamente para adaptar el
organismo a la presión atmosférica conforme se sube.
El
día era sofocante y caluroso para lo que suele ser un mes de septiembre en
Inglaterra, y se advertían el silencio y la pesadez de la lluvia inminente. De
cuando en cuando llegaban súbitas ráfagas de viento por el sudoeste. Una de
ellas fue tan violenta e inesperada que me sorprendió y casi me hizo cambiar de
dirección. Recuerdo los tiempos en que bastaba una ráfaga, un súbito torbellino
o un bache en el aire para poner en peligro a un aparato; eso ocurría antes de
que aprendiésemos a dotar a nuestros aeroplanos de motores potentes capaces de
dominarlo todo. En el momento en que yo alcanzaba los bancos de nubes y el
altímetro señalaba los novecientos metros, comenzó a caer la lluvia. ¡Qué
manera de diluviar! El agua tamborileaba sobre las alas del aparato y me
azotaba en la cara, empañando mis anteojos de manera que apenas podía
distinguir nada. Puse la máquina a la velocidad mínima, porque resultaba
difícil avanzar a contralluvia. Al ganar altura, la lluvia se convirtió en
granizo, y no tuve más remedio que volverle la espalda. Uno de los cilindros
dejó de funcionar; creo que por culpa de una bujía sucia; pero yo seguía
subiendo, a pesar de todo, y a la máquina le sobraba fuerza. Todas esas
molestias del cilindro, obedeciesen a la causa que fuere, pasaron al cabo de un
rato, y pude oír el runruneo pleno y profundo de la máquina, los diez cilindros
cantaban al unísono. Ahí es donde se advierte la belleza de nuestros modernos
silenciadores. Nos permiten el control de nuestros motores por el oído. ¡Cómo
chillan, berrean y sollozan cuando funcionan defectuosamente! Antaño se perdían
todos esos gritos con que piden socorro, porque el estruendo monstruoso del
aparato se lo tragaba todo. ¡Qué lástima que los aviadores primitivos no puedan
resucitar para ver la belleza y la perfección del mecanismo, conseguidas al
precio de sus vidas!
A
eso de las nueve y media me estaba aproximando a las nubes. Allá abajo,
convertida en borrón oscuro por la lluvia, se extendía la gran llanura de
Salisbury. Media docena de aparatos volaban llevando pasajeros a una altura de
seiscientos metros, y parecían negras golondrinas sobre el fondo verde. Supongo
que se preguntaban qué diablos hacía yo tan arriba, en la región de las nubes.
De pronto se extendió por debajo de mí una cortina gris y sentí que los
pliegues húmedos del vapor formaban torbellinos alrededor de mi cara.
Experimenté una sensación desagradable de frío y de viscosidad. Pero me
encontraba sobre la tormenta de granizo, y eso era una ventaja. La nube era tan
negra y espesa como las nieblas londinenses. Anhelando salir de ella, dirigí el
aparato hacia arriba hasta que resonó la campanilla de alarma, y advertí que me
estaba deslizando hacia atrás. Las alas de mi aparato, empapadas de agua, le
habían dado un peso mayor que el que yo pensaba; pero entré en una nube menos
espesa y no tardé en superar la primera capa nubosa. Surgió una segunda capa,
de color opalino y como deshilachada, a gran altura por encima de mi cabeza; me
encontré, pues, con un techo igualmente blanco por encima y con un suelo negro
e ininterrumpido por debajo, mientras el monoplano ascendía trazando una
espiral enorme entre los dos estratos de nubes. En esos espacios de nube a nube
se experimenta una mortal sensación de soledad. En cierta ocasión, se me
adelantó una gran bandada de pequeñas aves acuáticas, que volaban rapidísimas
hacia Occidente. El rápido revuelo de sus alas y sus chillidos sonoros fueron
una delicia para mis oídos. Creo que se trataba de cercetas, pero valgo poco
como zoólogo. Ahora que nosotros los hombres nos hemos convertido en pájaros,
sería preciso que aprendiésemos a conocer a fondo y de una sola ojeada a
nuestras hermanas las aves.
Por
debajo de mí, el viento soplaba con fuerza e imprimía balanceos a la inmensa
llanura de nubes. En un momento dado se formó una gran marea, un torbellino de
vapores, y a través de su centro, que tomó la configuración de una chimenea,
distinguí un trozo del mundo lejano. Un gran biplano blanco cruzó a enorme
profundidad debajo de mí. Me imagino que sería el encargado del servicio
matutino de correos entre Bristol y Londres. El agujero provocado por el
torbellino de nubes volvió a cerrarse y entonces nada alteró la inmensa soledad
en que me encontraba.
Poco
después de las diez alcancé el borde inferior del estrato superior de nubes.
Estaban formadas por finos vapores diáfanos que se deslizaban rápidamente desde
el Oeste. Durante todo ese tiempo había ido creciendo de manera constante la
fuerza del viento, hasta convertirse en una fuerte brisa de cuarenta y cinco
kilómetros por hora, según mi aparato. La temperatura era ya muy fría, a pesar
de que mi altímetro sólo señalaba los dos mil setecientos metros. El motor
funcionaba admirablemente, y nos lanzamos hacia arriba con firme runruneo. El
banco de nubes era de mayor espesor que lo calculado por mí, pero pude salir de
él, poco después, descubriendo un cielo sin nubes y un sol brillante, es decir,
todo azul y oro por encima; y todo plata brillante por debajo, formando una
llanura inmensa y luminosa hasta perderse de vista. Eran ya más de las diez y
cuarto y la aguja del barógrafo señalaba los tres mil cuatrocientos metros.
Seguí subiendo y subiendo, con el oído puesto en el profundo rumor de mi motor
y los ojos clavados tan pronto en el indicador de revoluciones como en el
marcador del combustible y en la bomba de aceite. Con razón se afirma que los
aviadores son gente que no conoce el miedo. La verdad es que tienen que pensar
en tantas cosas que no les queda tiempo para preocuparse por sí mismos. Fue en
ese momento cuando advertí la poca confianza que se podía tener en la brújula
al alcanzar determinadas alturas. A los cuatro mil quinientos metros la mía
señalaba hacia occidente, con un punto de desviación hacia el sur; pero el sol
y el viento me proporcionaron la orientación exacta.
A
semejantes alturas esperaba encontrar una inmovilidad absoluta; pero a cada
cien metros de nueva elevación el viento adquiría mayor fuerza. Mi aparato se
estremecía y todas sus junturas y remaches gruñían cuando se ponía de cara al
viento y resultaba arrastrado como una hoja de papel cuando yo lo frenaba para
hacer un viraje, resbalando a favor del viento a una velocidad superior, quizá,
a la que ha viajado mortal alguno. Sin embargo, tenía que seguir haciendo
virajes a sotavento, porque lo que me proponía no era únicamente superar la
marca de altura. Según todos mis cálculos mi selva aérea quedaba por encima del
pequeño Wiltshire, y todo mi esfuerzo resultaría perdido si saliera a la
superficie superior del estrato de nubes más allá de ese punto.
Cuando
alcancé los cinco mil setecientos metros de altura, a eso del mediodía, el
viento soplaba con tal fuerza que no pude menos que observar con algo de
preocupación los soportes de mis alas, temiendo que de un momento a otro
estallasen, o se aflojasen. Incluso llegué a preparar el paracaídas que llevaba
atrás y aseguré su gancho en la argolla de mi cinturón de cuero, para estar
preparado por si ocurría lo peor. Había llegado el momento en que la más
pequeña chapucería en la tarea del mecánico se paga con la vida del aviador. El
aparato, sin embargo, resistió valerosamente. Todas las fibras y tirantes
zumbaban y vibraban lo mismo que cuerdas de arpa bien templada; pero resultaba
magnífico ver cómo el aparato seguía imponiéndose a la naturaleza y
enseñoreándose del firmamento, a pesar de todos los golpes y sacudidas. Algo de
divino hay, sin duda alguna, en el Hombre mismo, para que haya podido superar
las limitaciones que parecían serle impuestas por la Creación; para superarlas,
además, con el desprendimiento, el heroísmo y la abnegación que ha demostrado en
esta conquista del aire. ¡Que se callen los que hablan de que el hombre
degenera! ¿En qué época de los anales de nuestra raza se ha escrito hazaña como
la de la aviación?
Éstos
eran los pensamientos que circulaban por mi cerebro mientras trepaba por aquel monstruoso
plano inclinado, y el viento me azotaba unas veces en la cara y otras me
silbaba detrás de las orejas, y el reino de nubes que quedaba por debajo de mí
se hundía a tal distancia que los pliegues y montículos de plata habían quedado
alisados y convertidos en una llanura resplandeciente. Pero tuve de pronto la
sensación de algo horrible y sin precedentes. Antes había tenido conciencia
práctica de lo que suponía encontrarse metido dentro de un torbellino, pero
jamás en un torbellino de semejante magnitud. Aquella enorme y arrebatadora
riada de viento de la que he hablado tenía dentro de su corriente, según
parece, unos remolinos tan monstruosos como ella. Me vi arrastrado súbitamente,
y sin un segundo de advertencia, hasta el centro de uno de ellos. Giré sobre mí
mismo por espacio de un par de minutos con tal velocidad que perdí casi el
sentido, y de pronto caí a plomo, sobre el ala izquierda, dentro de la hueca
chimenea que formaba el eje del torbellino. Caí lo mismo que una piedra y perdí
casi trescientos metros de altura. Sólo gracias a mi cinturón permanecí en mi
asiento, y el golpe de la sorpresa y la falta de respiración me dejaron tirado
y casi insensible, de bruces sobre el costado del fuselaje. Pero yo he sido
siempre capaz de realizar un esfuerzo supremo; ése es mi único gran mérito como
aviador. Tuve la sensación de que el descenso se frenaba. El torbellino tenía
más bien forma de cono que de túnel vertical, y yo me había metido durante mi
ascensión justo en el vértice. Con un tirón terrorífico, echando todo mi peso a
un lado, enderecé los planos del timón y me zafé del viento. Un instante
después salía como una bala de aquel oleaje y me deslizaba suavemente hacia
abajo por el firmamento. Después, zarandeado, pero victorioso, dirigí la cabeza
del aparato hacia arriba y reanudé mi firme esfuerzo en espiral hacia lo alto.
Di un gran rodeo para evitar la zona de riesgo del torbellino, y no tardé en
hallarme a salvo por encima de él. Muy poco después de la una me encontraba a
seis mil trescientos metros sobre el nivel del mar. Vi con júbilo que había
salido por encima del huracán y que el aire se iba calmando más y más a cada
cien metros que subía.
Por
otro lado, la temperatura era muy fría, y sentí las nauseas características que
se producen por el enrarecimiento del aire. Desatornillé por vez primera la
boca de mi bolsa de oxígeno y aspiré de cuando en cuando una bocanada del
reconfortante gas. Lo sentía correr por mis venas igual que una bebida cordial,
y me sentí jubiloso casi hasta el punto de la borrachera. Me puse a gritar y
cantar mientras me remontaba cada vez más arriba, dentro de un mundo exterior
helado y silencioso.
Para
mí es cosa completamente clara que la insensibilidad que se apoderó de
Glaisher, y en menor grado de Coxwell, cuando llegaron, en 1862, en su
ascensión en globo, hasta la altura de nueve mil metros, fue causada por la
extraordinaria velocidad con que se realiza una subida perpendicular. No se
producen esos síntomas tan espantosos cuando la ascensión se lleva a cabo
siguiendo una suave pendiente, acostumbrándose de ese modo, por una graduación
lenta, a la menor presión barométrica. A esa misma altura de los nueve mil
metros no necesité ni inhalador de oxígeno, y pude respirar sin mucha fatiga.
Sin embargo, el frío era crudísimo, y mi termómetro estaba a cero grado. A la
una y media me hallaba yo a casi once mil metros por encima de la superficie
terrestre, y seguía elevándome más y más. Comprobé, sin embargo, que el aire rarificado
presentaba un apoyo mucho menos sensible a mis planos, y en consecuencia fue
necesario rebajar mucho mi ángulo de ascenso. Era evidente que, a pesar de lo
ligero de mi peso y de la gran fuerza de mi motor, llegaría a un punto del que
no podría pasar. Para empeorar la situación aún más, una de las bujías empezó a
fallar, y el motor producía explosiones intermitentes a destiempo. Me angustié,
temiendo el fracaso.
CONTINUARA
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