Los poseídos
Arthur C.
Clarke
The
possessed, © 1952
by Columbia Publications Inc.. Traducido por María J.
Sabejano en Alcanza el mañana, relatos de Arthur C. Clarke, grandes
éxitos BOLSILLO B-153 Ciencia Ficción-81, Ultramar Editores S. A., 1989.
Se dirigieron hacia el futuro... en busca
de algo oculto en el distante pasado.
Clarke, en uno de sus cuentos más
originales, nos recuerda que lo grande y lo pequeño están relacionados; ambos
aspectos forman parte del proceso que está actuando en el Universo. Un proceso
que, en su totalidad, es indiferente al hombre. Puede que las incursiones del
hombre en el Universo, si es que llega a realizarlas, sean más como las de los
lemmings, que progresiones racionales.
Brian Aldiss
Si no me falla la memoria, he escrito sólo
dos cuentos basados en ideas sugeridas por otras personas. Uno de ellos es
este, y aquí confieso mi agradecimiento a Mike Wilson, que puede compartir su
parte de culpa.
Arthur C. Clarke
Y ahora este sol estaba tan cercano que el
huracán de radiación estaba obligando al Swarm a volver a la obscura noche del
espacio. Pronto ya no podría acercarse más; los ventarrones de luz sobre los
cuales cabalgaba de estrella en estrella ya no podrían ser enfrentados tan
cerca de su origen. A menos que encontrara un planeta muy pronto, y pudiera
caer bajo la paz y seguridad de su sombra, este sol debía ser abandonado como
ya lo habían sido tantos otros anteriormente.
Ya se habían buscado y descartado seis fríos
mundos exteriores. O estaban congelados más allá de toda esperanza de vida
orgánica, o si no albergaban entidades de especies que eran inútiles para el
Swarm. Para que éste pudiera sobrevivir, debía encontrar huéspedes no demasiado
distintos de aquellos que había abandonado en su sentenciado y distante hogar.
Hacía millones de años que el Swarm había comenzado su viaje, barrido hacia las
estrellas por los fuegos que produjo, al estallar, su propio sol. Aun así, el
recuerdo de su perdida tierra natal era agudo y claro, un dolor que no moriría
nunca.
Adelante había un planeta, arrastrando su
cono de sombra a través de la noche barrida por las llamas. Los sentidos que el
Swarm había desarrollado a lo largo de su extenso viaje se proyectaron hacia el
mundo que se acercaba, se proyectaron y lo encontraron bueno. Los inclementes
golpes de radiación cesaron cuando el negro disco del planeta eclipsó al Sol.
El Swarm se deslizó suavemente en caída libre hasta que golpeó la franja
exterior de la atmósfera. La primera vez que había descendido sobre un planeta
casi encuentra la muerte, pero ahora contrajo su tenue substancia con la
impensada habilidad que da la larga práctica, hasta que formó una esfera
pequeña y firmemente tejida. Su velocidad disminuyó lentamente, hasta que al
fin flotó inmóvil entre la tierra y el cielo.
Durante muchos años cabalgó los vientos de
la estratosfera de polo a polo, o dejó que los silenciosos disparos del alba lo
arrojaran hacia el oeste, apartándolo del sol naciente. En todos lados encontró
vida, pero inteligencia en ninguno. Había cosas que se arrastraban, y volaban y
saltaban, pero no había cosas que hablaran o construyeran. Dentro de diez
millones de años podría haber aquí criaturas con mentes que el Swarm podría poseer
y guiar para sus propios propósitos; pero ahora no había señal de ellas. No
podía adivinar cuál de las innumerables formas de vida de este planeta sería la
heredera del futuro, y sin tal huésped estaba indefenso..., un simple esquema
de cargas eléctricas, una matriz de orden y propio conocimiento en un universo
de caos. El Swarm no tenía control sobre la materia por sus propios medios,
pero aun así, una vez que se hubiera alojado en la mente de una raza sensorial,
no había nada que estuviera fuera de su poder.
No era la primera vez, y no sería la última,
que el planeta fuera vigilado por un visitante del espacio..., pero nunca por
ninguno en una tan peculiar y urgente necesidad. El Swarm se enfrentaba con un
dilema atormentador. Podía comenzar una vez más sus agotadores viajes,
esperando poder encontrar definitivamente las condiciones que buscaba, o podía
esperar aquí sobre este mundo, haciendo tiempo hasta que se levantara una raza
que se acomodara a sus propósitos.
Se movió como la niebla a través de las
sombras, dejando que los vientos vagabundos lo llevaran donde quisieran. Los
toscos y malformados reptiles de este joven mundo nunca lo vieron pasar, pero
él los observó, grabando, analizando, tratando de extrapolar hacia el futuro.
Había tan poco que elegir entre todas estas criaturas; ninguna de ellas
mostraba siquiera los primeros débiles brillos de una mente consciente. Pero si
abandonaba este mundo en búsqueda de otro, podría recorrer el universo en vano
hasta el fin del tiempo.
Finalmente tomó una decisión. Debido a su
propia naturaleza, podía elegir las dos alternativas. La mayor parte del Swarm
continuaría sus viajes entre las estrellas, pero una porción de él permanecería
sobre este mundo, como una semilla plantada en espera de la futura cosecha.
Comenzó a girar sobre su eje, y su tenue
cuerpo se aplanó hasta convertirse en un disco. Ahora fluctuaba entre las
fronteras de la visibilidad..., era un pálido fantasma, un débil fuego fatuo
que súbitamente se escindió en dos fragmentos desiguales. La rotación murió
lentamente: el Swarm se había convertido en dos, cada uno de ellos una entidad
con todos los recuerdos del original, y todos sus deseos y necesidades.
Hubo un último intercambio de ideas entre
padre e hijo que al mismo tiempo eran gemelos idénticos. Si todo anduviera bien
para los dos, se encontrarían nuevamente en el futuro lejano, aquí en este
valle entre las montañas. El que iba a permanecer aquí, retornaría a este punto
a intervalos regulares, indefinidamente; el que continuara la búsqueda enviaría
un emisario si alguna vez encontraba un mundo mejor. Y entonces se unirían
nuevamente, sin ser ya exiliados sin hogar vagando en vano en medio de las
indiferentes estrellas.
La luz del alba se derramaba sobre las
montañas nuevas y desnudas cuando el Swarm padre se elevó para enfrentar al
Sol. En el borde de la atmósfera, los ventarrones de radiación lo atraparon y
lo barrieron irresistiblemente más allá de los planetas, para comenzar una vez
más la interminable búsqueda.
El que quedó comenzó su igualmente
desesperanzada tarea. Necesitaba un animal que no fuera de una especie tan
escasa, que las enfermedades o los accidentes la hicieran extinguirse, ni
tampoco tan pequeño que nunca pudiera adquirir poder sobre el mundo físico. Y
debería multiplicarse rápidamente, de modo tal que su evolución pudiera ser
dirigida y controlada tan suavemente como fuera posible. La búsqueda fue
prolongada, y la elección difícil, pero al fin el Swarm seleccionó su huésped.
Como la lluvia que se hunde en el suelo sediento, penetró en los cuerpos de
ciertos pequeños lagartos y comenzó a dirigir sus destinos. Fue un trabajo
intenso, aun para un ser que nunca podría conocer la muerte. Pasaron
generaciones y generaciones de lagartos hasta que se produjo la más mínima mejora
en la raza. Y siempre, de acuerdo con lo convenido, el Swarm retornaba a su
cita entre las montañas. Siempre retornó en vano. No había mensajero
proveniente de las estrellas que trajera noticias de mejor fortuna en alguna
otra parte.
Los siglos se alargaron en milenios, los
milenios en eones. De acuerdo con los estándares geológicos, los lagartos
estaban ahora cambiando rápidamente. En realidad ya no eran lagartos, sino
criaturas de sangre cálida, cubiertas de piel, que parían vivos a sus hijos.
Todavía eran pequeñas y débiles, sus mentes eran rudimentarias, pero contenían
las semillas de la futura grandeza.
Pero no sólo las criaturas vivientes
cambiaban a medida que pasaban las épocas. Los continentes se separaban, las
montañas se gastaban bajo el peso de las constantes lluvias. A través de todos
estos cambios, el Swarm mantuvo su propósito; y siempre, en los plazos
convenidos, iba al lugar de encuentro que se había elegido hacía ya tanto
tiempo, esperaba pacientemente durante un rato y se alejaba. Quizá el Swarm
padre todavía estaba buscando o quizá (era una idea terrible y difícil de
aceptar) lo había alcanzado algún destino desconocido y había seguido el camino
de la raza a la que había dominado anteriormente. No había nada que hacer más
que esperar, y ver si la tenaz forma de vida de este planeta podía ser obligada
a entrar en el sendero que conducía a la inteligencia.
Y así pasaron los eones...
En algún lugar del laberinto de la
evolución, el Swarm cometió su error fatal y tomó el camino equivocado. Hacía
cien millones de años que había llegado a la Tierra, y estaba muy cansado. No
podía morir, pero podía degenerar. Los recuerdos de su viejo hogar y de sus
destinos se estaban desvaneciendo: su inteligencia estaba decayendo aun cuando
sus huéspedes estaban trepando la larga ladera que los conduciría al
conocimiento de sí mismos.
Por una cósmica ironía, al dar el ímpetu que
un día traería la inteligencia a este mundo, el Swarm se había consumido. Había
alcanzado el último estado de parasitismo; ya no podía existir alejado de sus
huéspedes. Ya nunca más podría cabalgar libre por sobre este mundo, conducido
por el viento y por el sol. Para hacer el peregrinaje hasta el viejo lugar de
encuentro, debía viajar lenta y penosamente dentro de mil pequeños cuerpos. Aun
así continuaba la costumbre inmemorial, conducido por el deseo de reunión que
lo quemaba con más voracidad que nunca, ahora que conocía la amargura del
fracaso. Sólo si el Swarm padre retornara y lo reabsorbiera, podría conocer
nueva vida y vigor.
Los glaciares llegaron y se fueron; las
pequeñas bestias que ahora albergaban a la decadente inteligencia extraña,
escaparon sólo por milagro de las garras del hielo. Los océanos conquistaron la
tierra, y aun así la raza sobrevivió. Incluso se multiplicó, pero no podía
hacer más. Este mundo no sería nunca su propiedad, porque muy lejos, en el
corazón de otro continente, un cierto mono había descendido de los árboles, y
estaba mirando hacia las estrellas con los primeros indicios de curiosidad.
La mente del Swarm se estaba dispersando,
desparramándose entre un millón de pequeños cuerpos, y ya no era capaz de
unirse y hacer imponer su voluntad. Había perdido toda cohesión, sus recuerdos
se estaban desvaneciendo. En un millón de años como máximo, se habrían ido
todos.
Sólo se mantenía una cosa..., la ciega
urgencia que todavía, a intervalos, que por alguna extraña aberración se
estaban volviendo cada vez más cortos, lo conducía a buscar su fin en un valle
que había dejado de existir hacía ya mucho tiempo.
Recorriendo tranquilamente la senda de la
luz lunar, el crucero de placer pasó la isla con su guiñante faro, y entró al
fiordo. Era una noche calma y agradable, Venus se hundía en el oeste, más allá
de las Faroes, y las luces del puerto se reflejaban apenas temblorosamente en
las lejanas y quietas aguas.
Nils y Christina estaban extremadamente
contentos. Parados uno al lado del otro contra la barandilla del barco, los
dedos entrelazados, observaban las arboladas laderas que se deslizaban
silenciosamente. Los altos árboles estaban inmóviles bajo la luz lunar, ni el
menor soplo de viento removía sus hojas; desde charcos de sombra sus delgados
troncos se elevaban pálidamente. Todo el mundo estaba dormido; solamente el
barco se atrevía a quebrar el encanto que había hechizado la noche. De repente,
Christina lanzó un pequeño gemido, y Nils sintió sus dedos apretarse
convulsivamente sobre los suyos. Siguió su mirada: ella estaba mirando
fijamente a través de las aguas, hacia los silenciosos centinelas del bosque.
–¿Qué pasa, querida?
–¡Mira! –replicó ella, en un suspiro que
Nils apenas pudo escuchar.
–¡Allá, bajo los pinos!
Nils miró, y mientras lo hacía, la belleza
de la noche se desvaneció lentamente, y terrores ancestrales llegaron gateando
desde el exilio. Porque debajo de los árboles la tierra estaba viva: una sucia
marea marrón se movía bajando las laderas de la colina y se sumergía en las
aguas obscuras. Aquí había un claro sobre el cual caía, no ensombrecida, la luz
lunar. Estaba cambiando incluso mientras él observaba: la superficie de la
tierra parecía estar ondulándose hacia abajo, como una lenta cascada que
buscara unirse con el mar.
Y entonces Nils se rió, y el mundo estuvo
cuerdo una vez más. Christina lo miró, sorprendida pero confiada nuevamente.
–¿No te acuerdas? –sonrió–. Lo leímos en el
diario de esta mañana. Lo hacen cada tanto y siempre de noche. Está pasando
esto desde hace días.
Se estaba burlando de ella, alejando la
tensión de los últimos minutos. Christina le devolvió la mirada y una lenta
sonrisa iluminó su rostro.
–¡Por supuesto! –dijo ella– ¡Qué tonta soy!
Luego se volvió una vez más hacia la Tierra, y su expresión se tornó triste,
porque tenía muy buen corazón.
–¡Pobrecitas –suspiró–. Quisiera saber por
qué lo hacen. Nils se encogió de hombros con indiferencia.
–Nadie lo sabe –contestó–. Es nada más que
otro de esos misterios. Yo no pensaría en eso, si tanto te preocupa. Mira...,
pronto estaremos en el puerto.
Se volvieron hacia las luces en donde estaba
su futuro, y sólo una vez Christina miró hacia atrás, hacia la marca trágica y
sin sentido que todavía flotaba sobre la luna.
Obedeciendo a un impulso cuyo significado
nunca habían conocido, las sentenciadas legiones de lemmings habían encontrado
el olvido bajo las olas.
Edición digital de Arácnido.
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