De la pluma de este reconocido escritor aunque no tan famoso medico, mucho más conocido por el celebre Detective de Baker Street al que dio vida, más que por cualquiera de sus otros muchos trabajos. Hoy les presento esta terrible historia, que como él lo sabe hacer te atrapa y de lo más convencional hace algo muy entramado y te enseña que siempre hay que mirar con muchísima atención y más de una vez las cosas antes de determinar lo que realmente pueden ser o significar.
Esta obra no figura en el bestiario de Silverberg, pero como había comentado antes, algunos relatos los he ido agregando yo, este es uno de ellos. Quizá la mayoría piense que raya más en el horror que en la ciencia ficción, pero después de leerlo y recordando algunos casos de "ufos biológicos" avistados principalmente en Sudamérica, puede que a más de uno nos haga mirar al cielo de forma diferente.
El horror de las
alturas
Sir Arthur Conan
Doyle
The Horror of the Heights, © 1913 (Axxón 177 -
septiembre de 2007). Traducción de ....
Arthur Ignatius Conan Doyle (Edimburgo,
Escocia; 22 de mayo de 1859 – Crowborough, Inglaterra; 7 de julio de 1930), fue
un escritor escocés célebre por la creación del personaje de Sherlock Holmes,
detective de ficción famoso en el mundo entero.
Ha
quedado descartada por cuantos han entrado a fondo en el estudio del caso la
idea de que el extraordinario relato conocido con el nombre de Notas
fragmentarias de Joyce-Armstrong sea una complicada y macabra broma tramada
por un desconocido que poseía un perverso sentido del humor. Hasta el
maquinador más fantástico y tortuoso vacilaría ante la perspectiva de ligar sus
morbosas alucinaciones con sucesos trágicos y fehacientes para darles una mayor
credibilidad. A pesar de que las afirmaciones hechas en esas notas sean
asombrosas y lleguen incluso hasta la monstruosidad, lo cierto es que la
opinión general se está viendo obligada a darlas por auténticas, y resulta
imprescindible que reajustemos nuestras ideas de acuerdo con la nueva
situación. Según parece, este mundo nuestro se encuentra ante un peligro por
demás extraño e inesperado, del que únicamente lo separa un margen de seguridad
muy ligero y precario. En este relato, en el que se transcribe el documento
original en su forma, que es por fuerza algo fragmentaria, trataré de exponer
ante el lector el conjunto de los hechos hasta el día de hoy, y como prefacio a
lo que voy a narrar, diré que si alguien duda de lo que cuenta Joyce-Armstrong
no puede ponerse ni por un momento en tela de juicio todo cuanto se refiere al
teniente Myrtle, R. N. y a mister Harry Connor, que halló su fin, sin ninguna
duda posible, de la manera que en el documento se describe.
Las
Notas fragmentarias de Joyce-Armstrong fueron encontradas en el campo
conocido con el nombre de Lower Haycook, que queda a una milla al oeste de la
aldea de Withyham, en la divisoria de los condados de Kent y de Sussex. El día
15 del pasado mes de septiembre, James Flynn, un peón de labranza que trabaja
con el agricultor Mathew Dodd, de la granja Chanutry, de Withyham, vio una pipa
de palo de rosa cerca del sendero que rodea el cierre de arbustos de Lower
Haycook. A pocos pasos de distancia recogió unos prismáticos rotos. Por último,
distinguió entre algunas ortigas que había en el canal lateral un libro poco abultado,
con tapas de lona, que resultó ser un cuaderno de hojas desprendibles, algunas
de las cuales se habían soltado y se movían aquí y allá por la base de la
cerca. El campesino las recogió, pero algunas de esas hojas, y entre ellas la
que debía ser la primera del cuaderno, no se encontraron por más que se las
buscó, y esas páginas perdidas dejan un vacío lamentable en este importantísimo
relato. El peón entregó el cuaderno a su amo, y éste, a su vez, se lo mostró al
doctor H. M. Atherton, de Hartfield. Este caballero comprendió en el acto la
necesidad de que tal documento fuese sometido al examen de un técnico, y con
ese objeto lo hizo llegar al Club Aéreo de Londres, donde se encuentra
actualmente.
Faltan
las dos primeras páginas del manuscrito, y también ha sido arrancada la página
final en que termina el relato; sin embargo, su pérdida no le hace perder
coherencia. Se supone que las primeras exponían en detalle los títulos que como
aeronauta poseía mister Joyce-Armstrong, pero esos títulos pueden buscarse en
otras fuentes, siendo algo reconocido por todos que nadie lo superaba entre los
muchos pilotos aéreos de Inglaterra. Mister Joyce-Armstrong gozó durante muchos
años la reputación de ser el más audaz y el más cerebral de los aviadores. Esa
combinación de cualidades lo puso en condiciones de inventar y de poner a
prueba varios dispositivos nuevos, entre los que está incluido el hoy corriente
mecanismo giroscópico bautizado con su apellido. La parte principal del
manuscrito está escrita con tinta y buena letra, pero, unas cuantas líneas del
final lo están a lápiz y con letra tan confusa que resultan difíciles de leer.
Para ser exactos, diríamos que están escritas como si hubiesen sido
garrapateadas apresuradamente desde el asiento de un aeroplano en vuelo.
Conviene que digamos también que hay varias manchas, tanto en la última página
como en la tapa exterior, y que los técnicos del Ministerio del Interior han
dictaminado que se trata de manchas de sangre, sangre humana probablemente y,
sin duda alguna, de animal mamífero. Como en esas manchas de sangre se
descubrió algo que se parece extraordinariamente al microbio de la malaria, y
como se sabe que Joyce-Armstrong padecía de fiebres intermitentes, podemos
presentar el caso como un ejemplo notable de las nuevas armas que la ciencia
moderna ha puesto en manos de nuestros detectives.
Digamos
ahora algunas palabras acerca de la personalidad del autor de este relato que
hará época. Según lo que afirman los pocos amigos que sabían en verdad algo de
Joyce-Armstrong, era un poeta y soñador, además de mecánico e inventor.
Disponía de una fortuna importante, y había invertido buena parte de ella en su
afición al vuelo. En sus cobertizos de las proximidades de Devizes tenía cuatro
aeroplanos particulares, y se asegura que en el transcurso del año pasado
realizó no menos de ciento setenta vuelos. Era hombre reservado y sufría de
accesos de misantropía. En esos accesos esquivaba el trato con los demás. El
capitán Dangerfield, que era quien más a fondo lo trataba, afirma que en
ciertos momentos la excentricidad de su amigo amenazaba con adquirir contornos
de algo más grave. Una manifestación de esa excentricidad era su costumbre de
llevar una escopeta en su aeroplano.
Otro
detalle característico era la impresión morbosa que produjo el accidente del
teniente Myrtle en sus facultades. Éste había caído desde una altura aproximada
de novecientos metros, cuando intentaba superar la marca. Aunque su cuerpo
conservó su apariencia de tal, la verdad horrible fue que no quedó el menor rastro
de su cabeza. Joyce-Armstrong, según cuenta Dangerfield, planteaba en toda
reunión de aviadores la siguiente pregunta, subrayada con una enigmática
sonrisa: ¿Quieren decirme a dónde fue a parar la cabeza de Myrtle?
En
otra ocasión, estando de sobremesa en el comedor común de la Escuela de
Aviación de Salisbury Plain, planteó un debate acerca de cuál sería el mayor
peligro permanente con el que tendrían que enfrentarse los aviadores. Después
de escuchar las opiniones que se fueron exponiendo acerca de los baches aéreos,
la construcción defectuosa y la pérdida de velocidad, al llegarle el turno para
exponer su opinión se encogió de hombros y rehusó hacerlo, dejando la impresión
de que no estaba conforme con ninguna de las expuestas por sus compañeros.
No
estará de más que digamos que, al examinar sus asuntos particulares después de
la total desaparición de este aviador, se vio que lo tenía todo arreglado con
tal precisión que parece indicar que había tenido una fuerte premonición de la
catástrofe. Hechas estas advertencias esenciales, paso a copiar la narración al
pie de la letra, empezando en la página tercera del ensangrentado cuaderno:
«
...sin embargo, durante mi cena en Reims con Coselli y con Gustavo Raymond,
pude convencerme de que ni el uno ni el otro habían percibido ningún peligro
especial en las capas más altas de la atmósfera. No les expuse lo que pensaba;
pero como estuve tan próximo a ese peligro, tengo la seguridad de que si ellos
lo hubiesen percibido de una manera parecida, habrían expuesto, sin duda
alguna, lo que les había ocurrido. Ahora bien; esos dos aviadores son hombres
vanidosos que sólo piensan en ver sus nombres en los periódicos. Es interesante
hacer constar que ni el uno ni el otro pasaron nunca mucho más allá de los
seiscientos metros de altura. Todos sabemos que en algunas ascensiones en globo
y en la escalada de montañas se ha llegado a cifras más elevadas. Tiene que ser
bastante más allá de esa altura cuando el aeroplano penetra en la zona de
peligro, dando siempre por bueno el que mis conjeturas y corazonadas sean
exactas.
La
aviación se practica entre nosotros desde hace más de veinte años, y surge en
el acto la siguiente pregunta: ¿Por qué este peligro no se ha descubierto hasta
el día de hoy? La respuesta es evidente. Antaño, cuando se pensaba que un motor
de cien caballos de las marcas Gnome o Green bastaba y sobraba para todas las
necesidades, los vuelos eran muy limitados. En la actualidad, cuando el motor
de trescientos caballos es la regla y no la excepción, el vuelo hasta las capas
superiores de la atmósfera se ha hecho fácil y es más corriente. Algunos de
nosotros podemos recordar que, siendo jóvenes, Garros conquistó celebridad
mundial alcanzando los mil novecientos pies de altura y que se juzgó como
hazaña extraordinaria el sobrevuelo de los Alpes. En la actualidad, la norma
corriente es inmensamente más elevada, y se hacen veinte vuelos de altura al
año por cada uno de los que se hacían en épocas pasadas. Muchos de esos vuelos
de altura se han acometido sin problema alguno. Se han alcanzado los
novecientos metros una y otra vez, sin más molestias que el frío y la
dificultad de respirar. ¿Qué demuestra esto? Un visitante ajeno a nuestro
planeta podría realizar mil descensos en éste sin ver jamás un tigre. Sin
embargo, los tigres existen, y si ese visitante descendiera en el interior de
una selva, quizá fuese devorado por ellos. Pues bien: en las regiones
superiores del aire existen selvas y habitan en ellas cosas peores que los
tigres. Yo creo que se llegará, andando el tiempo, a trazar mapas exactos de
esas selvas y junglas. Hoy mismo podría yo citar los nombres de dos de ellas.
Una se extiende sobre el distrito Pau-Biarritz, en Francia: la otra queda
exactamente sobre mi cabeza en este momento, cuando escribo estas líneas en mi
casa de Wiltshire. Y estoy por creer que existe otra en el distrito de
Homburg-Wiesbaden.
Empecé
a pensar en el problema al ver cómo desaparecían algunos aviadores. Claro está
que todo el mundo aseguraba que habían caído en el mar; pero yo no me quedé en
modo alguno satisfecho con esa explicación. Por ejemplo, el caso de Verrier en
Francia: su aparato fue encontrado en las proximidades de Bayona, pero nunca se
descubrió el paradero de su cadáver. Vino después el caso de Baxter, que
desapareció, aunque su motor y una parte de la armazón de hierro fueron
descubiertos en un bosque de Leicestershire. El doctor Middleton, de Amesbury,
que seguía el vuelo de ese aviador por medio de un telescopio, declara que un
momento antes de que las nubes ocultasen el campo visual, vio cómo el aparato,
que se encontraba a enorme altura, picó súbitamente en línea perpendicular
hacia arriba, y dio una serie de respingos sucesivos de que él jamás habría
creído capaz a un aeroplano. Esa fue la última visión que se tuvo de Baxter. Se
publicaron cartas en los periódicos, pero no se llegó a nada concreto.
Ocurrieron otros casos similares, y de pronto se produjo la muerte de Harry
Connor. ¡Qué alboroto se armó a propósito del misterio sin resolver que se
encerraba en los aires, y cuántas columnas se imprimieron a ese respecto en los
periódicos populares; pero qué poco se hizo para llegar hasta el fondo mismo
del problema! Harry Connor descendió desde una altura ignorada y lo hizo en un
fantástico planeo. No salió del aparato y murió en su asiento de piloto. ¿De
qué murió? Enfermedad cardiaca, dijeron los médicos. ¡Tonterías! El corazón de
Connor funcionaba tan a la perfección como funciona el mío. ¿Qué fue lo que
dijo Venables? Venables fue el único que estaba al lado de Connor cuando murió.
Dijo que el piloto temblaba, y daba la impresión de un hombre que ha sufrido un
susto terrible. Murió de miedo, afirmó Venables; pero no podía imaginarse qué
fue lo que le asustó. Una sola palabra pronunció el muerto delante de Venables;
una palabra que sonó algo así como monstruoso. En la investigación judicial no
lograron sacar nada en limpio. Pero yo sí que pude sacar. ¡Monstruos! Esa fue
la última palabra que pronunció el pobre Harry Connor. Y, en efecto, murió de
miedo, tal y como opinó Venables. Tenemos luego el caso de la cabeza de Myrtle.
¿Creen ustedes —cree en realidad alguien— que la fuerza de la caída desde lo
alto puede arrancar limpiamente a una persona la cabeza del resto del cuerpo?
Bien; quizá eso sea posible, pero yo al menos no he creído nunca que a Myrtle
le ocurriese una cosa semejante. Tenemos, además, la grasa con que estaban
manchadas sus ropas; alguien declaró en la investigación que estaban pegajosas
de grasa. ¡Y pensar que esas palabras no intrigaron a nadie! A mí sí que me
hicieron meditar, aunque, a decir verdad, ya pensaba en eso hace bastante
tiempo. He llevado a cabo tres vuelos de altura, pero nunca llegué a la
suficiente. ¡Cuántas bromas me dirigía Dangerfield a propósito de mi escopeta!
En la actualidad, disponiendo como dispongo de este aparato ligero de Paul
Veroner, con su motor Robur de ciento setenta caballos, podría alcanzar
fácilmente mañana mismo los novecientos metros. Llevaré mi escopeta al tratar
de superar esa marca, y quizá al mismo tiempo de apuntar a otra cosa. Es
peligroso, sin duda alguna. Quien no quiera correr peligros es mejor que
renuncie por completo a volar y que se acoja a las zapatillas de franela y al
batín. Pero yo haré mañana una visita a la selva de la atmósfera, y si hay algo
oculto en ella lo descubriré. Si vuelvo de la escalada, me habré convertido en
hombre bastante célebre. Si no regreso, este cuaderno podrá servir de
explicación de lo que intento hacer, y de cómo perdí mi vida al intentarlo.
Pero, por favor, señores: nada de estúpidas chácharas acerca de accidentes y
misterios.
CONTINUARA
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