Yo
permanecí despierto la mitad de la noche hablando con Martha acerca de este
asunto y tratando de colocar la cuestión dentro de un cierto marco moral. Pero
lo único que pude conseguir fue la seguridad de que habría una bomba atómica
menos con qué matar gente y destruir la vida en la Tierra y de que yo no podía
discutir eso. Un día después estaba en el campo de la exploración, en Arizona.
El
lugar estaba bien elegido. Desde todos los puntos de vista, aquello era el
sueño de un buscador de petróleo, y supongo que era conocido desde hacía medio
siglo, pues se veían restos de un centenar de instalaciones inútiles, metal y
madera podrida hasta donde la vista alcanzaba, cobertizos abandonados,
remolques dejados junto con esperanzas perdidas, testimonios todo ello de la
confianza que brota eternamente en el pecho de un atolondrado buscador de
petróleo.
Trueno
s. A. era algo diferente, una gran instalación en mitad del hondo valle, un
equipo de sondeo mayor y más completo que cualquiera de los que yo había visto,
una pared para contener el petróleo en el caso de que brotase inmediatamente,
un taller de maquinarias, un pequeño grupo electrógeno, por lo menos un
centenar de vehículos de diversas clases y tal vez cincuenta casas rodantes.
Bastaba con advertir la extensión y la vastedad de lo hecho allí en medio de
aquellas tierras improductivas para sentirse atónito; y dejé que Max supiese lo
que pensaba de su afirmación de que todo aquello se abandonaría si decía que la
idea era descabellada.
–Tal
vez si... tal vez no. ¿Qué dices?
–Dame
tiempo.
–Por
supuesto, todo el tiempo que quieras.
Jamás
se me había tratado con tanto respeto. Anduve rondando por allí y, en un Jeep,
recorrí el terreno y más o menos en un sentido y otro subí las laderas y volví
a bajarlas; pero por mucho que revisaba el lugar, que husmeaba y calculaba, lo
mío no sería más que una acostumbrada conjetura. Me convencí también de que
ellos no abandonarían el proyecto aunque yo me opusiera y dijese que iba a ser
un fracaso. Creían en mí como una especie de rabdomante *, sobre todo si les decía que
podían seguir adelante. Lo que en realidad buscaban era la corroboración por un
experto de su propia fe. Y eso se advertía al solo ver que ya habían realizado
una costosa perforación de veintidós mil pies, y que habían instalado todo
aquel equipo. Si les decía que estaban equivocados disminuiría tal vez un poco
su confianza, pero se recobrarían y encontrarían otro rabdomante.
* _
zahorí.
Cuando
le hablé por teléfono a Martha se lo conté.
–¿Bueno
qué piensas tú honestamente?
–Es
comarca petrolera. Pero yo no soy el primero que hace esta observación
brillante. La cuestión es si ello puede tomarse como indicio de que hay
petróleo.
–¿Lo
hay?
–No
lo sé, no lo sabe nadie. Y delante de mis narices están agitando la esperanza
de un millón de dólares.
–Yo
no puedo ayudarte –dijo Martha–. Tienes que resolver tú solo este conflicto.
Claro
que no podía ayudarme. Nadie podría haberme ayudado. El enigma estaba muy
hondo, demasiado oculto. Sabemos cuál es el aspecto de la cara que la luna no
nos enseña y sabemos algo acerca de Marte y de otros planetas, ¿pero qué hemos
averiguado acerca de nosotros y del lugar en que vivimos?
Al
día siguiente de que hablé con Martha. me reuní con Max y su directorio.
–Estoy
de acuerdo –declaré–. El petróleo debe estar allí. Mi opinión es que ustedes
tienen que continuar el plan y probar con la explosión.
Me
hicieron preguntas durante más o menos una hora, pero cuando uno está
representando el papel de rabdomante, las preguntas y las respuestas pasan a
convertirse en una especie de ritual mágico. El hecho en sí es que ninguno
había hecho detonar una bomba de ese poder a semejante profundidad, y hasta que
se hiciese, nadie sabría lo que podía suceder.
Yo
observé con gran interés los preparativos de la explosión. La bomba, con su
revestimiento implosivo, fue hecha especialmente para esta tarea –rehecha,
sería mejor expresarlo–, muy larga, casi siete metros, y muy delgada. Fue
armada una vez que estuvo en la torre, y entonces la junta de directores, ingenieros,
técnicos, periodistas, Max y yo nos retiramos al refugio y estación de control
de hormigón, que había sido edificado a más de un kilómetro y medio del pozo.
Un circuito cerrado de televisión nos comunicaba con la perforación; y aunque
nadie esperaba que la explosión hiciese otra cosa que quebrar la Tierra en la
superficie, la Comisión de Energía Atómica especificó las precauciones que
debimos adoptar.
Permanecimos
en el refugio durante cinco horas mientras la bomba hacía su largo descenso,
hasta que por fin nuestros instrumentos nos dijeron que estaba apoyada en el
fondo de la perforación. Realizamos entonces una sencilla cuenta regresiva y el
presidente del directorio oprimió el botón rojo. Los botones rojos y blancos
son la gloria del hombre. Apriétese un botón blanco y una campanilla suena o se
enciende una luz eléctrica; apriétese. un botón rojo y la fuerza infernal del
sol entra en actividad, esta vez a cinco millas por debajo de la superficie
terrestre.
Tal
vez fuese esta parte y este lugar de la superficie terrestre; tal vez no
hubiese ningún otro lugar donde esto mismo exactamente hubiese ocurrido. Tal
vez la falla que desviaba el petróleo estuviese a mayor profundidad de lo que
habíamos imaginado. La realidad no se conocerá jamás; nosotros sólo vimos lo
que vimos. observándolo a través del circuito cerrado de televisión. Vimos que
la Tierra se dilataba. La dilatación aumentaba, como una burbuja –una burbuja
de alrededor de doscientos metros de diámetro–, y entonces la superficie de la
burbuja se disipó en una columna de polvo o de humo que se elevó tal vez a
quinientos pies del fondo del valle, permaneció allí un momento con el sol
amenazante detrás de ella, tal como la misma columna de fuego del Monte Sinaí,
y finalmente se elevó íntegra y se deshizo repentinamente en el viento. Hasta
en nuestro refugio oímos el retumbar ensordecedor, y, al quedar despejada la
superficie del enorme orificio que el polvo había abandonado, una columna de
petróleo que quizá tuviese treinta y cinco metros de diámetro se elevó
borboteando.
¿Pero sería petróleo?
En
el instante en que lo vimos, los que estábamos juntos en aquel lugar lanzamos
tremendos gritos de entusiasmo, pero de pronto las exclamaciones se
interrumpieron por obra y gracia de su propio eco. Nuestro sistema de circuito
cerrado de televisión era en colores, y la columna de petróleo tenía un color
rojo vivo.
–¡Petróleo
rojo! –murmuró uno.
Siguió
el silencio.
–¿Cuando
podremos salir –preguntó otro.
–Dentro
de diez minutos.
El
polvo seguía en la altura y se alejaba en dirección contraria; y durante diez
minutos seguimos de pie observando la burbuja de brillante petróleo rojo que
salía del orificio y que formaba un gran estanque dentro de las paredes de
contención, llenando el espacio disponible con rapidez sorprendente y
rebasándolo, pues la erupción debió ser de cien mil galones por segundo o tal
vez más, y luego, fuera de las paredes y en una masa que se extendía por todo
el valle, su nivel subió tan rápidamente que desde la altura en que nosotros
nos encontrábamos vimos que quedaríamos aislados por completo de la
instalación. En este momento ya no esperamos, sino que nos arriesgamos a sufrir
las consecuencias de la radiación y echamos a correr por la colina del desierto
hacia la perforación, las casas rodantes y los camiones, pero no con rapidez
suficiente. En el borde de un gran lago de petróleo rojo tuvimos que
detenernos.
–No
es petróleo rojo –dijo alguien.
–¡Maldición,
no es petróleo!
–¿Qué
saben ustedes? ¡Es petróleo!
Estábamos
retrocediendo al tiempo en que aquella masa líquida se extendía y subía y
cubría los camiones y las casas, y llegaba a una depresión del valle y pasaba
por ella descendiendo al desierto, y se internaba en las sombras que
proyectaban las grandes rocas, lanzando reflejos rojos a la luz del sol
poniente, y más tarde reflejos negros en la oscuridad.
Alguien
tocó el líquido viscoso y se llevó la mano a la boca.
–¡Es
sangre!
Max
estaba a mi lado y dijo:
–Está
loco.
Algún
otro dijo también que era sangre.
Yo
metí un dedo en el líquido rojo y lo llevé a mi nariz. Era cálido, casi muy
caliente, y no cabía error alguno en cuanto al olor de la sangre caliente y
fresca. Tomé el gusto con la punta de la lengua.
–¿Qué
es? –me dijo en voz baja Max.
Los
demás se congregaron en torno, silenciosos, con el sol rojo poniéndose del otro
lado del lago rojo y el rojo reflejado en nuestras facciones, destellando en
nuestros ojos.
–¡Dios
Santo! ¿Qué es? –inquirió Max.
–Es
sangre –contesté.
–¿De
dónde?
Todos
guardamos silencio.
Pasamos
la noche en un lado del montecillo en el cual se había edificado el refugio, y
por la mañana, hasta donde nuestra vista alcanzaba, estábamos rodeados por un
mar de sangre roja caliente y humeante, cuyo olor era tan penetrante y denso
que todos nos sentíamos asqueados; y todos vomitamos unas seis veces antes de
que viniesen helicópteros a rescatarnos.
Al
día siguiente de mi regreso a casa, Martha y yo estábamos sentados en la sala
de estar, ella con un libro en las manos y yo con el diario, en el cual había
leído sobre los intentos para contener la afluencia de líquido, y que ni
siquiera con trajes de buzo podían descender al lugar de donde surgía; Martha
levantó la vista de su libro para decirme:
–¿Recuerdas
aquello que se contaba de una madre?
–¿Qué?
–Algo
muy antiguo. Creo que oí decir una vez que databa de tiempo inmemorial, o tal
vez fuese una fábula griega, o algo similar, pero de todas maneras, la madre
tenía un hijo que era el deleite de su corazón y todo cuanto puede ser un hijo,
para una madre y de pronto el hijo se enamoró de una mujer bella y perversa y
cayó bajo su hechizo; una mujer perversa y muy bella. Y él deseó complacerla,
oh, lo hizo realmente, y le dijo: "Lo que desees, te lo traeré..."
–Lo
cual es como no decir nada a una mujer, pero de cualquier manera... –intervine
yo.
–No
voy a discutirte eso –dijo suavemente Martha–. porque cuando él se lo dijo,
ella contestó que lo que deseaba más que nada en el mundo era el corazón
viviente de su madre, arrancado de su pecho. ¿Y qué supondrás que hizo este
indigno y homicida idiota, sino correr a su hogar, donde estaba la madre, y con
un cuchillo abrirle el pecho y arrancarle el corazón viviente de su cuerpo...?
–No
me gusta tu cuento.
–...y
con el corazón en la mano, corrió veloz y alegremente a juntarse con la mujer amada.
Pero en el Camino, atravesando el bosque, se le enredó un dedo del pie en una
raíz, vaciló y cayó cuan largo era, y de resultas del golpe el corazón de la
madre se le escapó de la mano. Al levantarse y acercarse al corazón, éste le
dijo: “¿Te lastimaste al caer, hijo mío?"
–Un
relato encantador. ¿Pero qué es lo que demuestra?
–Supongo
que nada. ¿Cesará en algún momento esta sangría? ¿Cerrarán la herida?
–No
lo creo.
–¿Entonces
tu madre seguirá sangrando hasta que su vida se extinga?
–¿Mi
madre?
–Sí.
–¡Oh!
–Mi
madre –dijo Martha–. ¿Sangrará hasta morir?
–Supongo
que sí.
–¿Eso
es lo único que sabes decir, que supones que sí?
–¿Qué
otra cosa?
–Supongamos
que les hubieses dicho que no siguieran con su idea.
–Martha,
eso me lo pediste veinte veces. Ya te dije. Hubiesen buscado otro rabdomante.
–¿Y
otro? ¿Y otro?
–Sí.
–¿Por
qué? –dijo ella gritando. ¿Por amor de Dios, por qué?
–No
lo sé.
–Pero
ustedes, hombres despreciables, saben todo lo demás.
–Casi
lo único que sabemos es matar. Eso no es todo lo demás. Nunca hemos aprendido a
dar vida a nada.
–Y
ahora es demasiado tarde –dijo Martha.
–Sí,
es demasiado tarde –aprobé, y volví a la lectura de mi diario.
Pero
Martha siguió sencillamente allí sentada, con el libro abierto en su regazo,
contemplándome: y luego, después de un rato, cerró el libro y subió a
acostarse.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario