DEL LIBRO "YO ME HE LLEVADO TU QUESO
... el amor,
por ejemplo. O esa sensación de calorcito y picor que llamamos amor delante de
nuestras parejas. Todo el mundo busca amor, o como mínimo algo que alivie esa comezón. Tal como dice
la canción, el amor es una cosa maravillosa.
(No como el whisky, que es una maravilla de cosa. De todos modos el amor es
mejor que el whisky porque... en, un momento, lo había anotado en algún
sitio... Ah, sí... porque con el whisky a veces puedes quedarte sin hielo, y
entonces tienes que ir a pedírselo al vecino. Tam-bién ocurre a menudo que,
mientras disfrutas de tu copa, te olvidas de qué hora es porque pierdes la
noción del tiempo, así que sin querer lo despiertas y entonces el tío te grita
y te re-cuerda que le devuelvas el suplemento dominical que le robaste del
buzón el otro día y al final tú le contestas que le vas a quemar la casa
-porque el whisky siempre te envalentona- y, sin saber cómo, la situación se
descontrola. El amor no provoca nada semejante. Bueno, quizás algo semejante,
pero casi nunca acabas a gritos con el vecino, a no ser que estés haciendo el
amor de forma demasiado entusiasta mientras él está tratando de ver el concurso
de Miss Universo por la tele.)
A lo que íbamos: el amor es bueno. Todo el mundo habla bien del tema,
especialmente Sha-kespeare, a quien al parecer le gustaba bastante. Según él,
el amor es una roja, roja, rosa. O quizás eso lo escribió otro, no estoy
seguro. Sea como fuere, está claro que el amor puede ser muy beneficioso, ya
que él nos mueve a rechazar esa última copa antes de conducir, nos obliga a
lavarnos los dientes antes de acostarnos, o nos disuade de hacer el payaso en
las cenas del trabajo.
Además, según los expertos, el sentimiento amoroso ayuda a reducir el nivel
de colesterol.
(Según mi experiencia, ello se debe a que mis seres queridos no me dejan
desayunar huevos fritos con tocino pero, bueno, si lo dicen los expertos ... )
No se puede negar que el amor también tiene efectos perjudiciales, puesto
que ha inspirado muchos de los discos de Céline Dion y la mayoría de las
declaraciones de Michael Jackson, y es responsable de la existencia de los
abogados especializados en divorcios, de las tartas de bodas de seis pisos y
del día de San Valentín. Pero no nos detengamos en lo negativo.
Lo más difícil del amor es encontrar a alguien que te deje darle un
revolcón y susurrarle tonte-rías al oído. Éste ha sido el problema de los seres
humanos durante siglos. Para las mujeres siempre ha sido difícil, ya que a lo
largo de la historia han tenido que gritar socorro en torreo-nes medievales,
pasar miedo en cuevas de dragones o desnudarse en tugurios de mala muerte a la
espera de que los rescatara un caballero andante o un acaudalado ejecutivo
japonés. Sin embargo, también resulta complicado para los hombres, sobre todo
para los que -como yo y seguramente como vosotros- no somos caballeros andantes
ni acaudalados ejecutivos japoneses.
(Confieso que este capítulo está dedicado en su mayor parte a todos los
hombres del mundo, aunque las mujeres también podéis leerlo. Si no lo hacéis,
es decir si os lo saltáis y pasáis a la siguiente sección, acabaréis el libro
antes que vuestra pareja que, con un poco de suerte, en estos momentos está
acostado a vuestro lado leyendo su propio ejemplar. Este libro ha sido diseñado
cuidadosamente para ser terminado simultáneamente -ya que me parece mas
íntimo-, pero si os empeñáis en seguir la ruta independiente, os ruego tan sólo que
no le estropeéis al pobre hombre la sorpresa final.)
En lo que respecta al tema de buscar pareja, las recomendaciones han sido
muchas y muy variadas a lo largo de la historia.
- Consíguete un buen garrote, unas pieles como Dios manda y vete de una vez
por todas de la cueva de tus padres -le dijeron al hombre australopiteco.
-Consíguete un feudo y una aldea llena de leales vasallos con cuyas novias
puedas acostarte en su noche de bodas -le dijeron al hombre medieval. (Por
cierto, siempre he soñado, con una loción para después del afeitado que se
llame Droit de Seigneur [«Derecho de Pernada», pero no lo divulgues]. ¿Por qué
no se ha fabricado aún».)
-Consíguete un trabajo, un coche y un traje azul marino -le dijeron al
hombre de los años cin-cuenta.
-Consíguete una melena y unas drogas -le dijeron al hombre de los años
sesenta. (De hecho, lo de las drogas vale para cualquier época desde entonces
hasta el presente.)
-Consíguete un poco de ritmo en el cuerpo, unos collares llamativos, una
barba y patillas, y una camisa de un tejido sintético altamente inflamable -le
dijeron al hombre de los setenta-. Ah, y no te olvides de las drogas.
-Consíguete un fax, un teléfono inalámbrico, una suscripción al gimnasio,
un trabajo que re-sulte imposible de explicar, un coche por encima de tus
posibilidades y, por supuesto, las dro-gas de rigor -le dijeron al hombre de
los ochenta. (Lo del «coche por encima de tus posibili-dades» también sirve
desde entonces hasta el presente.)
-Consíguete una suscripción a una revista femenina, tu propio reflexólogo,
un profesor parti-cular de gimnasia, una gama de cosméticos para hombres, un trabajo
con el que te sientas realizado, una afición para dar rienda suelta a tu
creatividad, un móvil que no debas contestar si no te apetece, la capacidad de
cocinar al menos tres platos que no sean tostadas o huevos fritos, un corte de
pelo perfecto y un camello que haga entregas a domicilio -le dijeron al hom-bre
de los noventa.
Habréis observado que la lista de requisitos se ha ido incrementando con el
paso de los años. Y eso no se debe a que las mujeres se hayan vuelto mucho más
exigentes, ya que si os fijáis en los tipos impresentables y repugnantes que se
ven del brazo de chicas despampanantes, compartiréis mi sospecha de que las
mujeres apenas les piden nada a esos hombres que seleccionan de manera inexplicable.
No, la lista de demandas ha aumentado porque ésas son las exigencias que nos
estamos haciendo nosotros mismos. Increíble, pero cierto.
Fuimos nosotros los que empezamos a decir: «Sí, cariño, tienes razón. Es
verdad que somos seres simples y superficiales. Es cierto que tenemos que
añadir color a nuestro vestuario y profundidad a nuestra vida para poder así
adorar a la diosa que hay en ti. ¡Mírame: cocino pla-tos que incluyen la
palabra "balsámico" en su nombre, y al mismo tiempo gano un buen
suel-
do, e incluso voy al gimnasio para no tener barriga!. ¡Compruébalo, si
hasta puedo explicarte lo que es el feng-shui, e incluso pronunciarlo
correctamente (creo)!. ¡Ámame: ¿no ves que hasta puedo opinar sobre
decoración?!. Por favor, ¿me prestas Conversaciones con Dios cuando termines de
leerlo?.»
Y las mujeres pensaron: «Por Dios.». Porque no imaginaban que nosotros nos
tragáramos esas pamplinas. Ni siquiera ellas mismas las creen. Sin embargo,
ante tal oferta de desarme unilateral, no dudaron y respondieron al unísono:
«¡Perfecto!.»
De no haber contestado eso, habrían sido tontas. Y desde luego, las mujeres
pueden ser mu-chas cosas, pero no tontas. Es como si los rusos hubieran llamado
a Reagan en los años ochenta y le hubiesen dicho: «Camarada, lo hemos pensado
mejor y hemos decidido que mantener estas armas y misiles nucleares representa
demasiado esfuerzo, así que vamos a desmantelarlas y tirarlas al mar. A no ser
que vosotros las queráis. ¿Os va bien que os las enviemos por correo?. Así
podréis añadirlas a vuestro arsenal. Incluso pagaremos el franqueo. Ah, y de
paso, también dejaremos de beber vodka. ¿Qué os parece?.»
Resulta improbable que Reagan respondiera: «No, tranquis. Echaría de menos
el tener otra superpotencia por aquí. Además, hay muchas partes de nuestra
relación que no hemos explo-rado. Hace tiempo que queríamos probar la guerra
biológica.»
O sea, que no es de extrañar que ellas aceptaran nuestra oferta, pero el
resultado ha sido fatal para nosotros. Porque, ¡sorpresa!., LA COSA NO FUNCIONA.
O al menos no para los hombres. Mejorar es demasiado esfuerzo, sobre todo
cuando cada cromosoma Y te está recordando: «¡Esto no es una mejora!. ¡Eras (un
hombre) mejor cuando usabas aceite de oliva en aerosol!. ¡Eras (un hombre)
muchísimo mejor cuando creías que el sushi era un dibujo animado japonés!.»
Representa demasiado esfuerzo, y para colmo suele salirte mal, con lo que
acabas sintiéndote fracasado y tu vida sexual se resiente. Y aunque te salga
bien, las recompensas apenas valen la pena. Los hombres nos deprimimos y nos
sentimos poco hombres y acabamos sublimando nuestros deseos haciendo otras
cosas que acaban siendo menos atractivas aún. Por ejemplo, en vez de pasarnos
el domingo viendo fútbol, nos lo pasamos viendo carreras de Fórmula 1 y fingiendo
que nos interesan.
En vez de admitir: «No quiero hablar de nuestra relación», decimos: «Me
encantaría hablar de nuestra relación, pero según mis biorritmos en estos
momentos estoy en una fase muy emotiva y no quisiera estropear este instante
tan positivo con una rabieta que me lleve a salir dando un portazo y, quién
sabe, tal vez acabar en un bar viendo striptease y bebiendo como un cosaco.»
Y las mujeres tampoco están satisfechas. ¿Por qué?. Pues porque, por alguna
extraña razón, a las mujeres les gustan los hombres. Durante siglos les hemos
gustado tal como somos. No, yo tampoco lo entiendo. Es uno de esos misterios de
la vida, como el funcionamiento del mando a distancia o el hecho de que los
semáforos cambien todos al mismo tiempo: hay que aceptarlos como un acto de fe.
Si nos paramos a cuestionarlos se produce el caos. Y eso es exactamente lo que
hemos hecho: cuestionarlos, intentar mejorar. (Lo cual me devuelve a mi tesis:
no intentéis mejorar. ¡No vale la pena!.)
Ahora que no sabemos los hombres que las mujeres habran aprendido a amar
con resentimiento y a resentir con amor, ellas se encuentran tan confusas y
apáticas como nosotros. Para las pobres es aún peor, porque ellas finalmente
han conseguido lo que querían, y ¡horror!. han descubierto que NO ES LO QUE
QUERIAN. Ahora mismo están pensando: «¿De verdad, en lo más profundo de mi ser,
quiero compartir mi vida con alguien a quien le interesa el romance entre Ally
McBeal y el personaje de Robert Downey Jr.?. ¿Acaso no prefería pasar la noche
con el propio Robert Downey Jr.?. Sé que se droga y no está mucho en casa, pero
no sé por qué, me resulta de lo más atractivo.»
Por eso mi consejo para los hombres del nuevo milenio es sencillo y
minimalista como un mueble escandinavo (una analogía que por desgracia
comprenderán perfectamente la mayoría de los hombres del nuevo milenio). Mi
consejo es: busca tu huevo interior.
Lo repito: busca tu huevo interior.
Bueno, vale. Sé que acabas de empezar y quizá necesites más explicación.
¿Recuerdas a Xam y su huevo de avestruz?. ¿Te acuerdas de cómo lo conservó y
todos se preguntaron cuál era su secreto?. Si el huevo de avestruz hubiese
estado lleno de agua, y Xam se la hubiese bebido, o compartido, o dudado de qué
hacer con ella, no se habría convertido en el hombre más poderoso de la tribu.
Un secreto sólo tiene fuerza cuando es secreto.
Si cuidamos de ese huevo de avestruz que todos llevamos dentro, si lo
protegemos y nos ne-gamos en redondo a explorar su interior, los demás
empezarán a imaginarse su contenido. Las mujeres, especialmente, prefieren sus
propias imágenes de quienes somos. (Con razón, ya que lo que ellas se imaginan
es infinitamente más interesante y atractivo que nuestra identidad real.)
Escuchad, pues, mis palabras: en vez de intentar mejorar, cosechad los
beneficios de dejar que los demás hagan esas mejoras. Cultivad la mirada
cómplice, la sonrisa misteriosa y el ceño fruncido de forma repentina, como si
recordarais palabras oídas hace mucho tiempo de boca de alguien totalmente
distinto. Mientras no os quedéis con cara de bobos, y mientras no os riáis de
todas sus gracias, poco a poco ellas intuirán profundidades y dimensiones en
vuestro carácter que jamás habríais imaginado (y no digamos conseguido mediante
un programa chapucero de automejora).
Os voy a contar una anécdota para ilustrar los peligros de hablar
demasiado. Mi amigo Chun-ko es un optimista empedernido en el tema de mujeres
y, lo que es peor, debo admitir que tie-ne iniciativa. Se pasa gran parte de su
tiempo en tiendas y jugando a los bolos a la espera de conocer chicas. (¿Por
qué jugando a los bolos, os preguntaréis?. No tengo ni idea. He dicho que
Chunko tenía iniciativa, no inteligencia.)
El año pasado se pasó horas y más horas en la librería del barrio, sin
ningún resultado. «Las mujeres no frecuentan la sección de pesca deportiva
-refunfuñaba-. Y si te quedas en la sec-ción de manuales de autoayuda, sólo
conoces al tipo de mujer que lee manuales de autoayu-da.»
Su última idea fueron los supermercados. Yo me burlé, pero él me ofreció un
argumento muy convincente: «Si me acompañas, luego te invito a otra copa.». Así
pues, un sábado por la ma-ñana atacamos el súper del barrio.
-Lo que tenemos que hacer es perfeccionar nuestra técnica de conquista
-declaró Chunko.
Yo me aposté en la sección de alimentos frescos, pensando que las frutas y
verduras podían dar mucho pie para ligar. Enseguida apareció la primera
candidata, una chica de aspecto pre-sentable y pelo limpio. Mientras yo
pululaba por allí, ella cogió una papaya y me dio la im-presión de que me
sonreía. Yo le di gracias al Señor: las papayas son un tema ideal para ini-ciar
una conversación con una chica.
Me acerqué un poco y solté:
-Son propias de los países tropicales, pero en domesticidad también viven
en climas templa-dos y aprenden a repetir palabras y frases enteras.
La chica me miró a la cara y su sonrisa se desvaneció.
-Creo que se equivoca -replicó-. Me parece que ha intentado ligar conmigo
hablando de la pa-paya, un fruto tropical de forma generalmente oblonga y pulpa
amarilla y dulce. Sin embargo, usted se ha referido al papagayo, un ave del
orden de las psitaciformes, pico fuerte y curvo, plumaje amarillento en la
cabeza y verde en el cuerpo.
¿Cómo reaccionar ante semejante respuesta?. ¿Creéis que debería haber
sonreído misteriosamente y haberme alejado con disimulo, sin dejar claro si
estaba o no hablando de papayas?. ¿O debería haber tartamudeado algo como:
«¿Ah, sí?. No sabía yo que los papagayos tuvieran el plumaje amarillento en la
cabeza... Qué interesante.». Os dejo adivinar por qué opción me decanté. Yo
sólo soy el autor de este libro: no alguien capaz de seguir todas sus
enseñanzas.
Mi único consuelo -consuelo de tontos, lo sé- es que en la sección de
alimentos congelados, a Chunko tampoco le iban muy bien las cosas. Mientras
revoloteaba junto a las croquetas con-geladas, se fijó en una mujer con un
vestido un poco escotado. Cuando ella iba a coger una bandeja de muslos de
pollo, él se las apañó para que sus manos toparan.
La mujer retiró la suya rápidamente.
-Esto... --dijo Chunko- yo...
Ella se apiadó de él y le ofreció una escapatoria:
-¿Quiere usted los muslos?.
Chunko sonrió de oreja a oreja. A mi se me heló la sangre, pero no pude
hacer nada. Cuando Chunko quiere decir algo, no hay quien lo calle.
-No, gracias -contestó, mirándole el escote y guiñándole el ojo-. Prefiero
las pechugas.
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