Poison
Copyright © by
Katherine Mansfield. Reprinted by permission of The Society of Authors, London, representatives
of the Estate of Katherine Mansfield,
Los derechos de la imagen le corresponden a su respectivo autor@
Traducción de
Irene Peypoch
El
correo tardaba mucho. Cuando volvimos de nuestro paseo después del desayuno,
aún no había llegado.
—Pas encoré, madame —cantó
Annette, escabulléndose de nuevo hacia la cocina.
Llevamos nuestros paquetes al comedor. La mesa
estaba puesta. Como siempre, la vista de la mesa arreglada para dos, dos
personas solas, tan acabada, tan perfecta, que no dejaba lugar para un tercero,
me producía un extraño y rápido estremecimiento, como si hubiese sido golpeado
por aquel resplandor plateado que vibraba sobre el mantel blanco, las copas
brillantes y el tazón poco profundo lleno de flores amarillas.
—¡Dichoso cartero! ¿Qué puede haberle ocurrido?
—exclamó Beatrice—. Deja estas cosas por ahí, querido.
—¿Dónde las quieres?
Levantó la cabeza y sonriéndome con su modo suave y
burlón, dijo:
—Bobo... en cualquier sitio.
Pero sabía perfectamente que tal lugar no existía
para ella, y habría preferido quedarme durante meses sosteniendo la botella de
licor y los pasteles, antes que arriesgarme a producir el más ligero sobresalto
a su exquisito sentido del orden.
—Dámelos, yo los guardaré. —Los dejó caer sobre la
mesa, junto con sus guantes largos y una canasta de higos—. «La Mesa del
Desayuno», historia corta por... por...
—me asió por el brazo—. Salgamos a la terraza... —la sentí estremecerse—, ça sent —dijo
tenuemente—, de la cuisine...
Me había dado cuenta últimamente, hacía dos meses
que vivíamos en el sur, que cuando quería hablar de comida, del clima o
sencillamente de su amor por mí, siempre empleaba el francés.
Nos sentamos en la balaustrada, bajo la marquesina.
Beatrice estaba inclinada, mirando a lo lejos..., hacia la carretera blanca con
su defensa de cactus espinosos. La belleza de su oreja, tan sólo su oreja, tan
maravillosa que habría podido dejar de mirarla y gritar hacia toda aquella
extensión de mar centelleante que teníamos debajo:
«Saben..., su oreja... Tiene unas orejas que son
simplemente lo más,..»
Iba vestida de blanco, perlas blancas alrededor de
su garganta y lirios del valle prendidos en el cinturón. En el tercer dedo de
la mano izquierda lucía un anillo con una perla... No llevaba anillo nupcial.
—¿Por qué llevarlo, mon ami? ¿Para qué
fingir? ¿A quién crees que le importe?
Y claro está, estuve de acuerdo, aunque en mí
interior, en lo mas profundo de mi corazón, habría dado mi alma para poder
estar a su lado en una gran, si, gran iglesia de moda, atestada de gente, con
un cura viejo y La Voz que alentó en el Paraíso, con ramos de laurel y
olor a incienso, sabiendo que había una alfombra roja y papelillos de colores
en el exterior, y en algún sitio, un pastel de boda, champaña y un zapato-de
raso atado a la parte trasera del coche... si hubiese podido deslizar nuestro
anillo de bodas en su dedo..,.
«Oh, Dios,,. Qué felicidad torturante..., qué
angustia...»
Miré hacia la casa, hacia la ventana de nuestra
habitación tan misteriosamente oculta tras las persianas verdes. ¿Era posible
que llegase moviéndose a través de la luz verde, sonriendo con aquella sonrisa
secreta, la lánguida y brillante sonrisa que era sólo para mí? Puso su brazo
alrededor de mi cuello; con la otra mano, suave, terriblemente., me echó el
cabello hacia atrás,
«¿Quién eres? ¿Quien era ella? Era… la Mujer.»
La primera tarde tibia de primavera, cuando las
luces brillaron como perlas a través del perfume de las liras y de voces que
murmuraban en los jardines florecientes, fue cuando cantó en la casa alta con
las cortinas de tul. Como quien marchaba bajo la luz de la luna a través de la
ciudad desconocida, suya era la sombra que surgió a través del oro tembloroso
de los postigos. Cuando se encendió la lámpara en la quietud recién nacida, sus
pasos cruzaron tu puerta. Y miró hacia fuera, hacia el crepúsculo de otoño,
pálida en sus pieles, mientras el coche se deslizaba...
El caso es que para no alargarme demasiado, en aquel
momento yo tenía veinticuatro años. Y cuando se recostó en su asiento, con las
perlas resbalando bajo la barbilla, y suspiró: «Tengo sed, querido. Donne-moi
un orange», alegremente, con gusto, habría sacado una naranja de las fauces
de un cocodrilo-,» si los cocodrilos comieran naranjas»
Beatrice canto:
«Tuve
yo dos pequeñas alas
y donde un
pajarilla alado...»
La cogí de la mano.
—¿No te irás
volando?
—No muy lejos; a lo sumo al final de la carretera.
—¿Y por qué allí?
—«El no llega, dijo ella...» —citó.
—¿Quién? ¿El viejo cartero? Pero si no estás
esperando ninguna carta,
—No, pero es igualmente molesto,,. ¡Ah! —-De pronto
se echó a reír y se me acercó—. Mírale, allí viene… Parece un escarabajo azul»
Juntamos nuestras mejillas y observamos como el
escarabajo azul empezaba a subir la cuesta. —Querido —susurró Beatrice.
Y la palabra
pareció quedarse en el aire, vibrando como la nota de un violín,
—¿Qué hay?
—No lo sé —rió suavemente—. Una oleada... una oleada
de afecto, supongo. La rodeé con
el brazo. —¿Entonces no te
irás volando? Contestó rápida y
suavemente:
—¡No, no! Por nada del mundo. De verdad… me gusta
este lugar. Me encanta estar aquí. Me parece que podría quedarme durante años.
Nunca había sido tan feliz como en estos dos últimos meses, y tú, querido, has
sido tan perfecto para mí, en todos los sentidos.
Era tan hermoso, tan extraordinario y sin precedente
oírla hablar de aquel modo, que procuré no darle importancia.
—¡Por favor! Parece que te estés despidiendo.
—Tonterías, tonterías. ¡Estas cosas no las digas ni
en broma! —deslizó su pequeña mano bajo mi chaqueta blanca y asió mi hombro—.
Has sido feliz aquí, ¿verdad?
—¿Feliz? ¿Feliz? Oh, Dios, si supieras lo que siento
en este momento. ¿Feliz? ¡Mi tesoro! ¡Mi
alegría!
Solté la balaustrada y la abracé, levantándola en
mis brazos. Y mientras la mantenía en alto, hundí mi cara en su seno,
diciéndole:
—¿Eres mía?
Y por
primera vez en todos aquellos desesperados meses en que la conocí, aun contando
el último mes de... seguramente… Cielos,
creí en ella
cuando me contestó:
—Sí,
soy tuya.
El ruido de la verja y los pasos del cartero sobre
la grava nos separaron. Me sentía como mareado. Permanecí allí sonriendo, y por
lo que me pareció, bastante estúpidamente. Beatrice se acercó a las sillas de
junco,
—¿Vas a ver… a ver si hay cartas? —preguntó.
Me incorporé, casi tambaleándome, Pero era demasiado
tarde, Annette llegaba corriendo.
—Pas de lettres —dijo.
Mi sonrisa atolondrada cuando me tendía los diarios,
debió haberla sorprendido. Estaba loco de felicidad. Lancé los periódicos al
aire y cantes
—¡No hay cartas, querida!
Al reunirme con ella, la mujer amada estaba tendida
en una tumbona.
Por un momento, no contestó. Después dijo
lentamente, mientras rasgaba la envoltura del periódico:
—Los que olvidan el mundo son olvidados por él.
Hay ocasiones en que la única cosa posible es
encender un cigarrillo. Es más que un aliado, un pequeño amigo, leal y secreto
que lo sabe todo y lo comprende todo perfectamente. Mientras fumas, lo miras,
sonriente o serio, según lo pide la ocasión. Inhalas profundamente y expeles el
humo en un lento abanico. Aquel era uno de esos momentos. Fui hacia la magnolia
y aspiré su perfume. Después volví a su lado y me recosté contra su hombro.
Entonces tiró con rapidez el periódico al suelo.
—No dice nada —afirmó ella—. Nada. Hay únicamente un
juicio por envenenamiento. Si un hombre mató o no a su esposa. Y por ello
veinte mil personas se han sentado diariamente en el tribunal y dos millones de
palabras han sido radiadas a todo el mundo después de cada sesión,
—Estúpido mundo —repuse yo, dejándome caer en otra
silla.
Quería olvidar el periódico, volver, claro está que
paulatinamente, al instante que precedió a la llegada del cartero. Pero cuando
habló, supe por su voz que el momento había pasado. No importaba. Me gustaba
esperar, quinientos años si era necesario, ahora que lo sabía.
—No tan estúpido —dijo Beatrice—. Después de todo,
por parte de esas veinte mil personas, no es sólo mórbida curiosidad.
—¿Qué es, entonces, querida? —el cielo sabía que no
me importaba.
—¡Culpabilidad! —gritó—. ¡Culpabilidad! ¿No te das
cuenta? Están fascinados como la gente enferma se deja fascinar por pequeñas
noticias sobre su propio caso. El hombre del banquillo puede ser inocente, pero
la mayoría de las personas que asiste al juicio, son envenenadores. ¿No se te
ha ocurrido pensar —estaba pálida por la excitación— en la cantidad de
envenenadores que andan sueltos? En los matrimonios, la excepción la forman los
que no tratan de envenenarse el uno al otro. Los matrimonios y los amantes.
¡Oh! —gritó—. El número de tazas de té, vasos de vino, tazas de café que están
contaminadas. Las que me han dado a mí y he bebido, sabiéndolo o sin
saberlo..., arriesgándome a ello. La única razón por la que muchas parejas —se
rió— sobreviven, es porque uno teme darle al otro la dosis fatal. Para
esa dosis se necesita empuje. Pero está destinada a llegar más pronto o más
tarde. Una vez se ha dado la primera pequeña dosis, ya no hay modo de volverse
atrás. Es el principio del fin, desde luego... ¿No estás de acuerdo?
¿Comprendes lo que quiero decir?
No esperó a que le contestase, se quitó los lirios
del valle y se recostó pasándoselos ante los ojos.
—Mis dos maridos me envenenaron —dijo Beatrice. —El
primero me dio una fuerte dosis casi inmediatamente, pero el segundo fue un
verdadero artista. Sólo unas gotas, una y otra vez, bien disimuladas.., ¡Oh,
tan bien disimuladas!... Hasta que una mañana desperté y en todo mi cuerpo,
hasta la punta de los dedos, había un matiz especial. Llegué a tiempo…
Oírle mencionar a sus maridos con tanta calma,
especialmente en aquel momento, era doloroso. No pude soportarlo. Me disponía a
hablar cuando de pronto ella gritó lúgubremente:
—¿Por qué? ¿Por qué tenía que pasarme a mí? ¿Qué he
hecho? ¿Por qué toda mi vida ha sido marcada? Es una conspiración.
Traté de explicarle que ella era demasiado perfecta
para aquel mundo horrible…, demasiado exquisita, demasiado fina. Asustaba a la
gente. Bromeé,
—Pero... yo no he tratado de envenenarte,
Beatrice rió tenuemente de un modo extraño y
mordisqueó el tallo de un lirio.
—¡Tú! —exclamó—. ¡Si no eres capaz de hacerle daño a
una mosca!
Curioso. Aquello me hizo daño. Mucho daño.
En aquel momento llegó Annette con nuestros apéritifs.
Beatrice se sentó, tomó una copa de la bandeja y me la tendió. Vi el brillo
de la perla en lo que yo llamaba su dedo perlado. ¿Por qué me había sentido
herido por sus palabras?
—¿Y tú no has envenenado a nadie? —pregunté, tomando
la copa.
Aquello me dio una idea y traté de explicársela.
—Tú... tú haces lo contrario. Cómo llamarías a
alguien como tú, que en vez de envenenar a las personas, las llenas a todas, al
cartero, a nuestro chófer, al barquero, a la florista, a mí... de una nueva
vida, con algo que irradia, tu belleza, tu...
Sonrió soñadoramente y soñadoramente me miró,
—¿En qué estás pensando, mi delicioso amor?
—Me preguntaba —dijo— si después de comer te
importaría ir al pueblo y pedir el correo de la tarde. ¿Podrás hacerlo,
querido? No es que espere ninguna carta, pero... pensé que quizá... sería tonto
no tenerlas si están allí. ¿No te parece? Sería absurdo esperar hasta mañana.
Dio la vuelta entre sus dedos al pie de su
copa… Inclinaba la hermosa cabeza. Levanté mi copa y bebí bastante… Sorbía lenta, deliberadamente, mirando la
cabeza oscura y pensando en… carteros, escarabajos azules y adioses que no son
adioses y…
¡Dios mío!
¿No era aquello sorprendente? No,
no era sorprendente. La bebida tenía un
sabor estremecedor, amargo, curioso.