The Lift that went down into Hell
Copyright © by Par Lagerkvist Reprinted by permission of Albert Bonmers Forlag
AB, Stockholm
(Suecia).
Traducción
de
Aurora
Marti
El señor Smith, un próspero hombre de negocios,
abrió el elegante ascensor del hotel y, amorosamente, tomó del brazo a una
grácil criatura que olía a pieles y a poder. Se acurrucaron juntos en el blando
asiento, y el ascensor empezó a bajar. La mujercita le ofreció su boca
entreabierta, húmeda de vino, y se besaron. Habían cenado en la terraza, bajo
las estrellas. Ahora salían a divertirse.
—Cariño, qué divinamente lo pasamos arriba —susurró
ella—. Qué poético fue estar allí contigo, sentados bajo las estrellas. Así
tiene que ser el verdadero amor. Porque tú me quieres, ¿no es cierto?
El señor Smith le respondió con un beso aún más
largo. El ascensor seguía bajando.
—Me alegro de que hayas venido, cariño —dijo el
hombre—. De lo contrario, me hubiera sentido muy decepcionado.
—Pues no puedes imaginar lo insoportable que estaba
él. Cuando iba a vestirme, me preguntó que adonde iba. Voy adonde me place,
contesté, no estoy prisionera. Entonces, deliberadamente, se sentó y estuvo
contemplándome mientras me cambiaba, y me ponía mi nuevo vestido color crema.
¿Crees que me sienta bien? Por cierto, ¿te gusta éste, o prefieres el rosa?
—Todo te sienta bien, querida — aseguró el hombre.
—Pero jamás te había visto tan encantadora como esta noche.
Ella entreabrió el abrigo, sonriendo agradecida, y
se besaron largamente. El ascensor seguía bajando.
—Entonces, cuando estaba a punto de marcharme me
cogió la mano y la apretó de tal forma que todavía me duele, y no pronunció ni
una sola palabra. ¡Es un bruto,
no tienes ni idea! Bien, adiós, dije yo. Pero él no contestó. Es un exaltado,
me asusta; no puedo remediarlo.
—Pobrecilla —se compadeció el señor Smith.
—Como si no pudiera salir un rato y divertirme. Es
tan terriblemente serio, no tienes idea... No puede tomarse las cosas con
sencillez y naturalidad. Es como si se tratara siempre de un asunto de vida o
muerte.
—Pobre pequeña, cuánto habrás tenido que sufrir.
—Oh, he sufrido de verdad. Terriblemente. Nadie ha
sufrido tanto como yo. Hasta que te conocí no supe lo que era el amor.
—Querida —murmuró Smith, acariciándola.
El ascensor seguía bajando.
—Cariño —correspondió la mujer, al recobrar el
aliento después del largo beso—. Nunca olvidaré ese rato que estuvimos sentados
allá arriba, contemplando las estrellas y soñando. Sabes, el caso es que Arvid es inaguantable, se pone siempre tan
solemne, no tiene ni una pizca de poesía.
—Querida, tu situación es intolerable.
—Sí, así es: intolerable. Pero —prosiguió ella,
tomándole la mano con una sonrisa—, no pensemos más en ello. Vamos a divertirnos. ¿Me quieres de verdad?
—¡Claro!
—afirmó el hombre, inclinándose sobre ella,
mientras suspiraba.
El ascensor seguía bajando. Acurrucado sobre ella, la acarició. La mujer se
ruborizó.
—Esta noche haremos el amor... como nunca, ¿eh? —susurró Smith.
Ella se apretó contra él y cerró los ojos. El
ascensor seguía bajando.
Al fin, el señor Smith se puso en pie, con el rostro
enrojecido.
—Pero, ¿qué le sucede a este ascensor? —exclamó—.
¿Por qué no se para? Hace una eternidad que estamos aquí charlando, ¿no es
cierto?
—Sí, cariño, supongo que sí. El tiempo pasa tan de
prisa...
—¡Dios del cielo! ¡Hace siglos que estamos sentados
aquí! ¿Qué es lo que pasa?
Miró a través de la reja. No se veía otra cosa que
una profunda oscuridad. Y el ascensor seguía bajando y bajando cada vez más
profundamente.
—¡No lo comprendo! Es como si cayéramos en un
profundo pozo. ¡Y Dios sabe cuánto tiempo llevamos así!
Intentaron asomarse al abismo. Estaba en tinieblas.
Y ellos iban hundiéndose cada vez más.
—Vamos directos al infierno —musitó Smith.
—Oh, querido —gimió la mujer, cogiéndole del brazo—.
Estoy muy nerviosa. Tendrías que apretar el botón de alarma, o el del freno de
emergencia.
Smith tiró con todas sus fuerzas, sin resultado
alguno. El ascensor seguía hundiéndose en la interminable oscuridad.
—¡Es espantoso! —chilló ella—. ¿Qué haremos?
—Sí, ¿qué pensará hacer el diablo? —contestó Smith.
—Todo esto es absurdo.
La mujer estaba desesperada, y estalló en sollozos.
—Vamos, vamos, amor mío, no llores; debemos ser
razonables. No podemos hacer nada. Siéntate. Será lo mejor. Vamos a quedarnos
sentados, muy juntos, y ya veremos lo que sucede. Tendrá que pararse en algún
momento...
Entonces se sentaron y esperaron.
—Mira lo que nos está pasando —se quejó la mujer—. Y
pensar que salíamos a divertirnos...
—Sí, parece obra del mismo diablo —admitió Smith.
—Pero tú me quieres, ¿no es cierto?
—Querida —murmuró Smith, rodeándole los hombros con
el brazo.
El ascensor seguía bajando.
Por fin se detuvo en seco. Algo parecido a una luz brillantísima les rodeaba,
dañándoles los ojos. Estaban en el infierno. El diablo abrió la portezuela
cortes-mente.
—Buenas noches —saludó con una profunda inclinación.
Iba vestido con los rabos que le colgaban de la
vértebra cervical, como de un clavo.
Smith y la mujer salieron del ascensor,
deslumbre-dos.
—¿Dónde estamos, en nombre de Dios? —exclamaron
aterrados por la sorprendente aparición.
El diablo, un poco confuso, les explicó:
—No está tan malo como parece —se apresuró a
añadir—. Espero que se hallarán complacidos. ¿Pasarán únicamente la noche, no
es así?
—¡Sí, sí! —asintió Smith al punto—. Únicamente la
noche. No tenemos intención de quedarnos, por supuesto que no.
La mujercita temblaba, agarrándose a su brazo. La
luz era tan corrosiva, y verde amarillenta, que apenas podían ver. Además, olía
a quemado. Cuando lograron habituarse un poco, descubrieron que se hallaban en
una especie de plazuela rodeada de casas, cuyas puertas resplandecían en la
oscuridad. Las cortinas estaban corridas, pero a través de las rendijas podían
ver su interior, donde ardía algo.
—¿Son ustedes los enamorados? —inquirió el diablo.
—Sí, locamente —repuso la mujer, mirando al diablo
con ojos maravillados.
—Entonces, por aquí —dijo, rogando a la pareja que
le siguieran.
Se internaron por una lóbrega callejuela que
desembocaba en la plazuela. Un viejo y sucio farol colgaba junto a una puerta
desvencijada.
—Aquí es —abrió la puerta y se retiró discretamente.
Entraron. Un nuevo diablo, gordo, servil, de ancho
pecho, con un bigote teñido de color púrpura alrededor de la boca, les recibió.
Sonrió en un jadeo, con una expresión sabia en sus ojos saltones. Alrededor de
los cuernos, en la frente, llevaba sujetos unos mechones de pelo por medio de
pequeños lazos de seda azul.
—¡Oh, el señor Smith y la joven dama! —observó—. El
número ocho, entonces.
Y les entregó una enorme llave.
Subieron por las oscuras y grasientas escaleras. Los
peldaños eran resbaladizos. Llegaron hasta el segundo piso. Smith buscó el
número ocho y entró. Era una habitación bastante amplia y mohosa. En el centro
había una mesa con un mantel puesto, y junto a la pared, una cama con suaves
sábanas. Les pareció todo encantador. Se quitaron los abrigos y se besaron
largamente.
Un hombre entró inopinadamente desde otra
habitación. Iba vestido como un camarero, pero la chaqueta era de buen corte, y
su camisa tan limpia que brillaba con un resplandor fosforescente en la
semioscuridad. Andaba silenciosamente, sus pisadas no producían ruido alguno, y
sus movimientos eran mecánicos, casi inconscientes. Sus facciones se mostraban
severas, y sus ojos tenían una expresión fija. Estaba mortalmente pálido, y en
la sien tenía un agujero de bala. Arregló la habitación, limpió el tocador,
dejó un orinal y una brocha.
La pareja no le prestó demasiada atención, pero
cuando iba a marcharse, Smith pidió:
—Desearíamos tomar un poco de vino. Tráiganos media
botella de Madeira.
El hombre asintió y desapareció.
Smith empezó a desnudarse. La mujer vacilaba aún.
—Va a volver —dijo.
—En un lugar como éste, no hay que prestar atención.
Quítate la ropa.
Ella se quito el vestido con coquetería, luego la
ropa interior y se sentó, por fin, en las rodillas del hombre. Era encantador.
—Fíjate —susurró la mujer—, estamos aquí juntos, en un lugar tan romántico y
singular. Qué poético... Jamás podré olvidarlo.
—Querida —suspiró Smith.
Se besaron largamente.
El hombre volvió a entrar, sin hacer ruido alguno. Suave, mecánicamente, puso los
vasos encima de la mesa, y sirvió el vino. La luz de la lamparilla de cabecera
le iluminó la cara. No había nada especial en su rostro, excepto la mortal palidez y el agujero de bala de su sien.
La mujer se incorporó, dando un grito.
—¡Oh, Dios mío! ¡Arvid! ¿Eres tú? ¿Eres tú? ¡Oh, Dios del Cielo, está muerto! ¡Se
ha suicidado!
El hombre seguía en pie, quieto, con la mirada fija. Su rostro no aparentaba señales
de sufrimiento; se mostraba solamente grave y estático.
—¡Pero, Arvid, qué has hecho, qué has hecho!...
¡Cómo has podido! Amor mío, si llego a sospecharlo, me hubiera quedado en casa
contigo. Pero nunca me dices nada. ¡Nunca dices nada de nada, ni una sola palabra! ¡Cómo iba a saberlo, si
nunca me dices una palabra! Oh,
Dios mío...
Su cuerpo entero se estremecía. El hombre la miró como si fuera una extraña, su
expresión era helada y gris. Su mirada parecía atravesarlo todo. El pálido
rostro centelleó. No salía sangre de la herida; era sólo un agujero.
—¡Oh, es un fantasma, un fantasma! —chilló—. ¡No
quiero quedarme aquí! Vamonos... No puedo resistirlo.
Se puso la ropa, el sombrero y el abrigo y salió
apresuradamente, seguida de Smith. Resbalaron al bajar por las escaleras. Cayó sentada y se manchó el abrigo de saliva y
de ceniza de cigarrillo. Abajo, el diablo de los bigotes estaba de pie, sonriendo con toda naturalidad y
agitando los cuernos.
Ya en la calle se tranquilizaron un poco. La mujer
se arregló las ropas y se empolvó la nariz. Smith la rodeó protectoramente con
los brazos y besó sus ojos, impidiendo que cayeran las lágrimas; era tan
bueno... Se encaminaron hacia la plazuela.
El jefe de los diablos se paseaba por allí cerca, y
se dirigieron hacia él rápidamente.
—Han ido muy de prisa —observó—. Espero que habrán
gozado de comodidad.
—Oh, ha sido terrible —gimió la mujer.
—No, no diga esto, no puede pensar así. Si hubiera
visto en otros tiempos, todo era distinto. El infierno de ahora no es para
quejarse. Hacemos todo lo que podemos para que no sea desagradable, al
contrario, para que resulte divertido.
—Sí —asintió el señor Smith—, debo confesar que
resulta un poco más humano, es cierto.
—Oh —exclamó el diablo—, lo hemos modernizado, lo
hemos reformado todo.
—Sí, por supuesto, hay que estar a tono con los
tiempos.
—Exacto, ahora únicamente es el alma la que sufre.
—Demos gracias a Dios por ello —dijo la mujer.
El diablo les acompañó cortésmente hasta el
ascensor.
—Buenas noches —saludó con una profunda
inclinación—, vuelvan cuando gusten.
Cerró la puerta del ascensor tras ellos. El ascensor
empezó a subir.
—Gracias a Dios, ya ha pasado todo —suspiraron
ambos, ya tranquilizados, y se sentaron muy juntos en el banquillo.
—No lo hubiera resistido de no estar tú —susurró la
mujer.
El la atrajo hacia sí, y se besaron largamente.
—Cariño —prosiguió la mujer al recobrar el aliento
tras el largo beso—, ¡qué cosa se le ha ocurrido hacer! siempre ha tenido ideas
raras. Nunca ha sido capaz de tomarse las cosas con sencillez y naturalidad,
tal como son. Es como si siempre se tratara de un asunto de vida o muerte.
—Es absurdo —admitió Smith.
—¡Debía habérmelo dicho! Entonces me hubiera quedado
con él. Habríamos salido cualquier otra noche.
—Sí, claro —continuó admitiendo Smith—, naturalmente
que hubiéramos salido.
—Pero no pensemos más en ello, cariño —terminó,
rodeándole el cuello con los brazos—. Ya pasó todo.
—Sí, querida, ya pasó todo.
Tomó a la mujer en sus brazos. El ascensor seguía
subiendo.